Cuentos para crecer: El soldado y la niña

El soldado y la niña

El soldado y la niña

El soldado, cubierto de barro y miedo, asomó los ojos a ras de tierra.

No sabía dónde estaba, salvo por la batalla que lo rodeaba. Ignoraba hacia qué lado quedaban los suyos. El humo se alzaba despacio. Apenas si lograba una escasa protección en el agujero en el que había caído después de que la explosión de la granada le lanzara por el aire.

Y ni siquiera estaba herido.

El soldado, sosteniendo su arma con las manos y sus lágrimas con los ojos, buscó una salvación.

Los estallidos eran continuos. Retumbaban en el aire. Sacudían el suelo. Esparcían gritos y silencios a partes iguales. Bastaba dar unos pasos para encontrar restos diseminados, de unos y otros, amigos y enemigos. La tierra era roja como una puesta del sol tras la cual la humanidad ya no fuese a despertar.

Quería echar a correr.

El soldado, mitad hombre mitad despojo, masticó despacio su miedo, y después escupió el barro.

Sacó un poco más la cabeza.

Un poco más.

Miró a derecha e izquierda, hacia el frente y hacia atrás.

Creyó estar solo.

Solo.

Un breve segundo.

Entonces oyó el disparo.

Distinto de los demás disparos lejanos. Diferente de las otras explosiones lejanas.

Tan próximo.

Y real.

Y…

Vio la bala.

Volaba muy rápido, como un dardo de plata oscura, recta y directa hacia su frente.

Quiso agacharse, pero ya no pudo. Quiso apartarse, pero sus músculos ya no le obedecieron. Quiso rezar, pero supo que no tenía tiempo. Quiso llorar, y comprendió que era tarde. Quiso gritar, y estaba mudo.

Entonces la bala se detuvo.

A unos quince, tal vez veinte centímetros de su rostro.

El soldado parpadeó.

Ya no se oía nada. De pronto la guerra parecía haberse detenido. El humo estaba quieto. Los resplandores, estáticos. Su propio corazón, suspendido entre dos latidos.

Esperaba ver pasar su vida en una fracción de segundo, pero lo que vio, frente a él, fue a una niña.

Era una niña muy hermosa, una niña como de cuento de hadas, porque el soldado recordaba los cuentos de hadas que le habían contado sus abuelas, y su madre, mucho tiempo atrás. En los cuentos de hadas las niñas eran hermosas como aquella, con su cabello negro oscuro, sus ojos grises, sus labios rosa. Cabellos de ángel, ojos vivos, labios abiertos en la más dulce de las sonrisas.

Luego estaba su cuerpo, menudo, ágil, flexible, delicado. Un cuerpo que invitaba a la vida y la esperanza.

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La niña llevaba unas flores en las manos.

—¿Quién… eres? —preguntó el soldado.

—Soy la muerte —dijo ella.

De no haber sido por el silencio, no habría creído oírla bien.

—¿Qué?

—Tu muerte —agregó la pequeña.

El soldado parpadeó. A continuación, abrió y cerró los ojos más despacio. Miró el campo de batalla, la guerra detenida, la bala quieta frente a su rostro.

Y supo que no soñaba.

—Tú no puedes ser la muerte —susurró despacio.

—¿Por qué?

—Es imposible. Lo sé.

—Nunca nos habíamos visto antes.

—Pero sé cómo es la muerte. Es oscura, negra, una calavera cubierta por un manto opaco. Un esqueleto de grandes ojos vacíos y sonrisa hueca. Y además, no lleva flores en las manos, sino una larga guadaña con la que recoge su macabra cosecha.

La niña sonrió un poco más.

Con ternura.

—Ya ves, soldado —musitó—. También en esto te han engañado.

Las palabras penetraron despacio en la mente del soldado.

—¿Quién me ha engañado?

—Ellos. Todos. —La niña señaló con la cabeza más allá de la trinchera.

—A mí nadie me ha engañado.

—Lo han hecho.

—Vamos, niña. Vete de aquí. —El soldado suspiró con amargura—. Pueden herirte. Esto es una guerra.

—Mira esa bala.

No quería hacerlo.

Pero lo hizo.

Tan inmóvil, a unos centímetros de su vida.

—Soy la muerte, soldado, y he venido para llevarte conmigo. —La pequeña depositó las flores en su regazo y le mostró sus manos desnudas, limpias—. Te dijeron que luchabas por algo y sabes que vas a morir por nada. Te dijeron que era tu deber y ahora te han arrebatado cuanto tienes. Te contaron que yo era horrible y soy dulce. —Dio un paso hacia él—. Te han mentido, soldado.

«También en eso te han engañado.»

Extrañas palabras.

¿Por qué empezaba a creerla?

¿Era por su suave voz? ¿Por sus ojos sinceros? ¿Por aquella bala detenida frente a su cabeza? ¿O porque estaba cansado de la guerra?

—No quiero morir. —Bajó la cabeza, avergonzado.

—Dame la mano.

—No.

Retrocedió asustado, aplastando su espalda contra la tierra rota.

—Todavía no iba a llevarte conmigo. Quería enseñarte algo.

—¿Qué es?

—Dame la mano.

Era la mano más blanca que jamás había visto.

Extendió la suya.

Rozó aquellos dedos suaves como plumas con los suyos, sucios y agrietados. Fue una extraña sensación.

Luego las dos manos se unieron.

—Ven —dijo ella.

El soldado se levantó, y juntos echaron a andar.

La tierra seguía siendo áspera, pero ahora le parecía caminar sobre un lecho de plumas. Lo más sorprendente, sin embargo, fue la ausencia de distancias. Y de tiempo. En un momento estaban en el agujero frente al cual esperaba la bala. En un instante habían recorrido una pequeña o gran extensión de aquel mundo devorado por el odio. De no haber sido por la mano de la niña, el soldado habría seguido temblando, o habría echado a correr, o las dos co sas a la vez. Pero aquella mano invitaba a la paz. Aquel roce era tan hermoso como ella.

Se sintió tranquilo.

Absurdamente tranquilo.

—¿Adónde me llevas?

—Aguarda.

Otra trinchera.

—Mira —señaló la niña.

El soldado vio a otro soldado, con el uniforme del enemigo, tan sucio como él. Estaba todavía apuntando por encima de la débil protección que la tierra le proporcionaba.

—¿Quién es? —preguntó.

—Es el soldado que te ha disparado.

Quiso odiarle por ello.

Además de por ser el enemigo.

—¿Por qué llora?

—Porque no quería dispararte.

—No puedo creerte.

—Pues hazlo.

—¿Cómo lo sabes?

—Yo lo sé todo. —La niña le cubrió con una mirada apacible.

—¿Qué sabes?

—Sé que ese soldado llegó ayer al frente, llamado urgentemente para combatir. Sé que tiene dieciocho años y que ama la paz, como tú. Sé que nunca le había disparado a nadie hasta hoy, que jamás había matado nada ni a nadie hasta hoy, y que tú has sido su primera víctima.

—Entonces…

—Llora por ti tanto como por él, soldado.

—Pero esto es… la guerra.

«También en eso te han engañado.»

—¿Te dijeron que el enemigo era perverso, ruin, hombres sin piedad, crueles, ávidos de sangre, cargados de odio, distintos de ti?

—Sí.

Miraba aquellas lágrimas. El soldado enemigo tenía tanto miedo como él.

—Pero vivirá —asintió, triste, el soldado.

—Mañana debo volver a por él —dijo la niña.

—Oh. —Fue apenas un gemido.

—Sigamos —dijo ella.

Y siguieron andando.

No se alejaron mucho de allí, aunque de nuevo ni el tiempo ni la distancia fueron importantes. En medio de ninguna parte, allá donde se había combatido de forma angustiosa por la mañana, ganando y perdiendo un metro de tierra estéril al pie de una colina apenas perceptible, vio los cuerpos destrozados de un grupo de hombres. También ellos llevaban el uniforme del enemigo.

—¿Lo recuerdas?

—Nos dijeron que esta colina era esencial, que podía variar el curso de la propia guerra, que…

—¿Dónde estabas tú?

—Allí…, no sé.

—Vamos, no mientas. Ya no es necesario.

La tierra parecía haber reventado, desde fuera y desde dentro. Todo eran agujeros, barro, y los colores, los mismos de todo el sector: marrón y rojo, ocres que la lluvia acabaría de barrer. Los cuerpos diseminados daban al conjunto el aspecto de un jardín macabro. Eran las plantas muertas de un suelo muerto. La mayoría estaban destrozados.

—Me he quedado atrapado, solo —comenzó a decir el soldado—. Caían bombas por todos lados, los disparos barrían el aire en todas direcciones, y de pronto, por entre la bruma, les he visto a ellos, avanzando.

Se detuvo.

La niña le presionó la mano con aquella ternura tan especial.

—Les he arrojado una granada —dijo el soldado.

Después había echado a correr.

—Mírales.

—¿Por qué?

—Porque ahora has de saber la verdad.

Se acercó y les miró. Descubrió que ya no sentía ni el miedo de unos minutos antes ni el odio de todos los días anteriores. El enemigo, cada uno de aquellos soldados, tenía un rostro humano, unos ojos abiertos sorprendidos por el segundo final, una máscara de sorpresa tiñendo sus facciones. Algunos habían muerto al instante al estallar la granada entre ellos. Otros habían tardado más. Uno miraba su propia mano abierta, arrancada de su brazo, caída frente a sí mismo. Otro había tenido tiempo de sacar de un bolsillo una fotografía.

El soldado también llevaba una fotografía en el bolsillo.

Tan y tan parecida a aquella.

Una mujer, un bebé en el regazo, un lugar plácido, un hogar, una sonrisa.

—Todos tenemos a alguien —dijo con amargura. Y miró a la muerte con toda esa amargura detenida en la garganta—. Yo luchaba por mi esposa y por mi hijo, por su libertad, por mi país, por mí…

«También en eso te han engañado.»

—Ven, soldado —dijo la niña.

Nunca había estado en el puesto de mando de la División. El primer día, al llegar, orgulloso, valiente, decidido a ganar una medalla, lo había visto de lejos. Entraban y salían oficiales cargados de galones y condecoraciones, distinguidos, superiores. Los hombres que debían llevarlos a la victoria con pasión o a la derrota con honor, aunque les habían dicho que la derrota no existía, que no era una palabra que estuviese en el diccionario de su pa ís ni en el código de su Ejército.

Ahora veía a los oficiales de cerca. Dos generales, cinco coroneles, una docena de comandantes y capitanes y…

Estaban reunidos alrededor de una mesa, estudiando unos mapas. Rostros graves.

—Cierra los ojos —le pidió la niña.

—¿Por qué?

—Oirás el rumor de sus palabras, el eco de cuanto han dicho antes de iniciarse la batalla. Todavía flota en estas paredes. Puedes escucharlo si tú quieres.

Apretó fuerte la mano de la niña. No la había solido desde que salieron del lugar en el que iba a morir.

—No te vayas —le pidió.

—No me iré —le prometió ella.

Cerró los ojos.

Y al instante, sonaron las voces, en tropel. Voces duras, fuertes, implacables, decisorias. Voces sin réplica, de mando, marciales. Voces de hombres iluminados, saturados de orgullo, invadidos de heroísmo, ebrios de fuerza. Voces y más voces dominando el aire.

Hasta que logró discernir unas. Y una conversación.

Discusión.

—¡Debemos atacar!

—¡Llevamos dos meses estancados, ellos y nosotros!

—¡Nos piden que lo hagamos! ¡Nos lo exigen!

—¿Con qué?

—Nuestros soldados son héroes. ¡Lucharán con uñas y dientes si es necesario!

—¡Y ellos también!

—Pero la batalla decisiva se está librando en otra parte, lejos. A nadie le importa ya lo que suceda aquí.

—Eso no lo saben nuestros hombres. No podemos decírselo. Aquí han muerto sus camaradas. ¡No podemos retroceder! ¡Ellos quieren conquistar la gloria, ganar su batalla!

—¿Qué podemos hacer?

—Conquistar la colina. Un ataque total.

—Será un suicidio.

—Pero levantará la moral de nuestro glorioso Ejército. Tanto si lo logran como si no.

—¿Cuántos caerán?

—Entre un setenta y un ochenta por ciento de todos ellos.

—Es un precio razonable.

—¿Razonable? La colina es tan irrelevante como la batalla. ¿Por qué no nos vamos todos, ellos y nosotros?

Silencio.

Aquella había sido una voz débil, pequeña, nueva entre las voces más fuertes.

—¿Quiere que le haga fusilar, capitán?

Nuevo silencio.

—No, señor.

—De acuerdo entonces. Mañana por la mañana atacaremos la colina, y no cejaremos hasta que el último de nuestros soldados ponga nuestra bandera en ella o muera en el intento. ¡El alto mando estará orgulloso de nosotros!

—¡Ese es el espíritu!

El espíritu.

El soldado abrió los ojos.

Las voces dejaron de sonar.

El grupo de generales, coroneles, comandantes y demás oficiales seguían inmóviles rodeando la mesa de los mapas.

—¿Querías ganar «tu» batalla? —preguntó la niña.

—Yo no tengo ninguna batalla.

—¿Os dijeron que ibais a morir por nada, por una colina inútil?

El soldado bajó la cabeza.

—Yo luchaba por la verdad —exhaló.

—La verdad tiene siempre dos caras.

La niña tiró de él.

Sin apenas darse cuenta se encontró fuera del puesto de mando, y ya muy lejos de allí.

¿Cuánto llevaba fuera de su casa, de su pueblo? ¿Y cuánto hacía que no visitaba la ciudad, la capital? Tan hermosa.

Con sus edificios de piedra y cristal, de plástico hierro, altas torres coronando el cielo, avenidas verdes surcando el suelo.

Aunque aquella no era su capital, sino otra, parecida, igual y diferente.

La ciudad en la que los grandes hombres discutían sobre la guerra y la paz. Su guerra y su paz.

Había oído hablar de ella.

—¿Qué hacemos aquí?

—Ayer murieron catorce mil hombres en esta guerra —fue la respuesta de la niña—. Tuve mucho trabajo. Y otros veinte mil quedaron heridos de mayor o menor gravedad.

—Siempre muere gente en las guerras, claro.

—Hoy habrán muerto siete mil, y nueve mil sufrirán heridas. Mañana serán diecinueve mil, porque se producirá un gran ataque.

—No te entiendo.

Habían entrado en un solemne edificio, egregio, imponente. Un edificio con alfombras rojas y columnas de mármol, con cristales casi celestiales y tapices o cuadros cubriendo las paredes, con altos techos en forma de cúpula y muebles recogidos a lo largo de la historia. Estaban en una gran sala circular, en la que más de cien hombres sentados frente a frente parecían hablar. Simplemente hablar. No discutían ni gritaban. Solo hablaban. Algunos incluso reían. Todos parecían haber dormido bien, y comido mejor. Eran hombres orondos, que llevaban relojes dorados y anillos sublimes. Hombres de ojos inteligentes y palabras fáciles, pero no al revés.

—Míralos, soldado.

—¿Los políticos?

—Sí.

—¿Están negociando la paz?

—Escúchalo tú mismo —le sugirió la niña.

Cerró los ojos, como en el puesto de mando de la División. Y volvió a oír el enjambre de voces.

Unas hablaban en su lengua. Otras, en la del enemigo. Otras, en las de los intermediarios y negociadores. Pero él las entendió todas.

—Nuestra propuesta es clara. La nueva frontera debe pasar por el punto A.

—La nuestra también es clara. La nueva frontera debe pasar por el punto B.

—Esto es inaceptable.

—Señores, llevamos así tres meses…

—Y seguiremos tres años si es necesario.

—Pero la guerra podría terminar mañana mismo.

¿Cuántos hombres había dicho la niña que morirían al día siguiente?

«También en eso te han engañado.»

—Si la frontera pasa por el punto B, los yacimientos de cobre quedarán de su lado.

—Y si pasa por el punto A, los de mercurio quedarán del suyo.

—Nosotros necesitamos el cobre.

—Y nosotros el mercurio.

—Señores, una vez más, ¿por qué no dividir ambas posturas? Si la frontera pasara por un punto intermedio entre A y B…

—Imposible.

—Imposible.

—¿Y explotar los dos países conjuntamente esas minas?

—Imposible.

—Imposible.

—Pero la guerra está costando mucho.

—Cierto. Miles de millones al día.

—Exacto. Miles de millones.

Hablaban de dinero, no de vidas.

—Podrían intentar…

—Imposible.

—Imposible.

—Entonces…

—Se ha hecho tarde. Mañana proseguiremos.

—Sí, se ha hecho tarde. Mañana.

El soldado tuvo un estremecimiento.

—¿Se van?

—Sí —dijo la niña.

—¿Y eso es todo?

—Ninguno quiere ceder.

—¿Y adónde van?

—A sus casas, sus hoteles, tal vez a sus países a pasar el fin de semana. Cenarán, dormirán calientes, reirán, leerán los partes de guerra y se apenarán. Y luego volverán a sentarse aquí para hablar y hablar, cada cual queriendo tener la razón.

—Y entonces —suspiró el soldado—, ¿quién tiene la verdad?

—Ven.

—¿Adónde quieres llevarme ahora?

—A ver algo más.

—¿Qué?

—Chist…

Se alejaban del lugar en el que se celebraba la conferencia de paz. Las banderas de los países ondeaban al viento. Símbolos. A veces los hombres morían por un pedazo de tela pintado de colores. Cada cual creía que sus colores eran los más hermosos. Pero hasta los colores cambiaban con los años, los tiempos, las edades.

Símbolos.

Los vientos del alma movían otras banderas.

La ciudad quedó atrás. Llegaron a la costa. La costa quedó atrás. Llegaron al mar. El mar quedó atrás. Llegaron a otra costa, y a otra ciudad, y a otro gran edificio con las siglas de un banco.

Entraron en un lujoso despacho en el que media docena de hombres fumaban enormes puros. Eran parecidos a los de la conferencia de paz, iguales en muchos aspectos. Hombres que hablaban. En su sangre había cifras. En sus ojos, beneficios, como en una caja registradora.

No tuvo que preguntarle nada a la niña.

Cerró los ojos por tercera vez.

El soldado y la niña

Y les escuchó.

—Han pedido nuevos créditos.

—¿Cuál de ellos?

—Los dos países.

—¿Tienen reservas?

—Apenas.

—¿Cuál de los dos puede ganar?

—Resulta difícil saberlo. Están a la par. Es una larga guerra de desgaste.

—Si les damos el dinero que piden para poder seguir combatiendo, ¿a quiénes comprarán las armas?

—A nosotros.

—Y a nosotros.

—¿Alguno tendrá una arma decisiva o definitiva?

—No. Son convencionales. No les dejamos que sean de destrucción masiva. Si todo se destruye y se contamina, ¿quién negocia?

—¿Y sin dinero…?

—La guerra terminará.

Silencio.

—¿Cuánto ganaremos nosotros con el préstamo, y cuánto vosotros con la venta de las armas?

La cifra era muy larga. Sonaba imposible. No había tanto dinero en el mundo.

¿O sí?

—Bien. —Se frotaron las manos, felices.

—¿Y la conferencia de paz?

—No hay acuerdo.

—No lo habrá.

—Cada bando está seguro de sus razones.

—Cada bando cree que Dios está de su lado.

—Pobre Dios, se llame como se llame en cada lugar.

—Fanáticos.

—Sí, fanáticos.

—Y estúpidos.

Asintieron con la cabeza, al unísono.

—Bueno, quieren enriquecerse. La guerra se lo permite. Todos desean más. Y ellos, los de la conferencia de paz, no mueren en el campo de batalla.

—¿Enriquecerse? —Una carcajada—. Cuando las ciudades estén arrasadas, también nosotros las reconstruiremos.

—Claro.

—Destrucción-reconstrucción. Así ha sido siempre.

—Siempre.

—Más préstamos, materiales, tecnología.

—¿Y las próximas guerras?

—Están preparadas. Siempre. Una docena, quizá más.

—¿Dónde?

—Aquí, aquí y aquí.

El mapa era como un tablero de juego. Países de colores.

—Armas, municiones, dinero para comprar…

—El mundo es un gran mercado.

Se rieron.

—Y la paz está en la sección de «congelados».

Se rieron más.

—Si supieran…

Sus risas estallaron en lo alto de su felicidad.

El soldado abrió los ojos.

—¿Quiénes son? —gimió.

—Ellos son el poder —dijo la niña.

—Pero…

Alguien había escrito un guión, y todos eran actores de la gran comedia. Actores y espectadores.

Unos pocos dirigían.

El resto moría.

Como él.

Muerto por…

El soldado apretaba tanto la mano de la niña que casi la tenía aplastada entre sus dedos oscuros y sucios. Los dedos blancos de la pequeña eran como filamentos puros de un mármol impoluto. No había dolor. Sentía la presión pero sin daño. En él, en cambio, las furias rotas de su desaforado ánimo navegaban por su espíritu como un barco a la deriva.

—Nos dijeron que luchábamos por el honor.

—Lo sé.

—Por Dios.

—Ya.

—Y por la patria…

—Sí.

—… la libertad…

—Claro.

—… el futuro de nuestros hijos…

«También en eso te han engañado.»

—… la democracia contra el totalitarismo…

Miró a la niña.

—¿Les dijeron lo mismo a ellos?

—Sí.

—Todos somos monstruos para el enemigo.

—El único monstruo es la estupidez, soldado. Y sus aliados, la intolerancia, la incomprensión, el egoísmo, la superioridad del más fuerte.

—Nos dijeron que era una guerra justa.

Una guerra justa.

«También en eso te han engañado.»

—No lo entiendo. —Inclinó la cabeza.

El gran banco quedó atrás. Llegaron a los límites de la ciudad. La ciudad quedó atrás. Llegaron a la costa. La costa quedó atrás. Llegaron al mar. El mar quedó atrás. Llegaron a otra costa, su costa, y a través de nuevos campos y ciudades, más y más en ruinas, a su punto de partida.

Al silencio.

—La vida es hermosa —suspiró el soldado.

—Mucho.

—Pero es corta, y al final siempre ganas tú.

—Yo solo soy un instante en la existencia de cada ser humano. Apenas un soplo. La Eternidad sí que es grande.

El soldado se estremeció de nuevo.

La muerte era dulce.

Una niña.

Y a pesar de ello…

—Quisiera vivir —dijo.

Su compañera no respondió.

Volvían a estar en el campo de batalla.

En el mismo lugar donde había empezado todo, con la bala detenida en el aire.

—¿Haces esto con todos los que van a morir? —preguntó.

—No.

—¿No?

—No.

—Creía…

—Algunos necesitan verme, otros creer, otros saber. Algunos.

—¿Por qué yo?

Ella llevaba las flores en la otra mano. No se había separado de su contacto en ningún momento. Se las tendió.

—¿Las recuerdas?

El soldado frunció el ceño.

¿Recordarlas?

—No.

—Hace años, cuando eras niño. Querías llevarle unas flores a tu madre y fuiste a la montaña a por ellas. Había cientos, miles en un prado repleto, mas al ir a arrancarlas del suelo te detuviste. Eran muy hermosas, de todos los colores, fascinantes y únicas, pero comprendiste que una vez arrancadas se marchitarían y su belleza desaparecería. Entonces renunciaste a ello. Preferiste darle a tu madre un simple beso.

—De niño amaba la vida, y todo lo que estuviese vivo —reconoció él.

—Hay un momento en cada existencia en que sucede algo. Ni siquiera sabemos cuándo, ni por qué, pero está ahí, forma parte de lo que hacemos, lo que somos, y también de lo que haremos y seremos. Tu momento fue ese.

—¿Ese?

—Sí.

—¿Un momento tan simple?

—Ya ves.

—¿Y estás aquí por él?

—Merecías saber algo más.

—Pero ahora moriré sabiendo que todo ha sido una mentira. Tú lo dijiste. Me han engañado.

—¿No prefieres conocer la verdad?

—¿De qué me sirve ahora la verdad? Voy a morir. Tal vez hubiera sido mejor ignorarlo.

—La ignorancia nunca es mejor que la verdad.

—Pero ahora… ¿qué hago con lo que siento? Mi muerte será estéril, no servirá de nada. Después… acabará la guerra, contarán a los muertos, y todo seguirá igual. Mi esposa me llorará, pero dentro de un tiempo, puesto que es joven, conocerá a otro hombre y se casará con él. Mi hijo crecerá sin saber nunca cómo fui, sin el calor de mis manos, el amor de mis ojos, los consejos de mi voz. Le dirán que fui un héroe, y guardará la medalla que le enviarán con palabras hermosas como el precio que tuvimos que pagar por nada. —Levantó la cabeza, miró al cielo y agregó—: No, no es justo.

«También en eso te han engañado.»

—Vamos.

La voz de la niña era suave.

Le hizo sentarse en el mismo lugar.

—¿En qué más me han engañado?

No hubo respuesta.

—No me dejes —pidió.

—Estoy contigo. —Le apretó la mano con dulzura.

—¿He de mirar la bala?

—Has oído el disparo. Sabes que va a alcanzarte. Reaccionarás.

La niña comenzaba a desvanecerse.

—¡Espera!

—Estoy aquí. Estoy aquí. Solo dejo de ser real.

El tiempo iba a volver a ponerse en marcha.

El disparo. La sensación de la muerte. La reacción.

Entonces lo oyó de nuevo: el estallido.

Y a la vez que volvía a la realidad, saltó desesperado hacia un lado.

La bala le alcanzó.

Cuando despertó, seguía tumbado en la tierra oscura, boca arriba. Llovía.

Una lluvia plomiza, gris, apenas perceptible.

Una lluvia que tenía también un extraño sabor gris.

Se incorporó.

Le dolía el pecho.

¿Era aquello la muerte?

¿Acaso no cabía imaginar un paraíso celestial?

Se llevó una mano al rostro. Lo tenía empapado, pero no de sangre. Después se miró el pecho, allá donde le hacía daño.

La bala iba recta a su cabeza, pero él había saltado.

A tiempo.

La bala le había golpeado en el pecho.

No en la carne, sino en la hebilla metálica del correaje.

La bala había salido rebotada.

Sorprendente.

Increíble.

Así pues…

—¡Estoy vivo! —pudo proferir apenas.

¿Vivo?

—¡Muerte! —llamó.

El mundo entero permaneció silencioso.

—¡Niña!

Parecía no haber batalla. Parecía no haber guerra. Parecía no haber siquiera nada.

El soldado se puso en pie.

Ninguna bala volvió a ir hacia él. Ninguna granada le desgarró. Ningún cañonazo le reventó los tímpanos. Nada.

Silencio.

Y sin embargo, el mundo se movía, el humo se movía, una hormiga asustada se movía junto a sus pies. Y el viento.

El viento.

La lluvia.

—No era un sueño. Lo sé —susurró.

Echó a andar. No tenía rumbo. Solo deseos de moverse. Lo hizo por entre la tierra torturada y los cadáveres de cientos de hombres. De uno y otro bando. Hombres mezclados, uniformes enfrentados, que habían peleado cuerpo a cuerpo, hasta la extenuación final, hasta la desesperación.

La colina.

Subió por ella.

Esquivando más y más cadáveres.

Ninguna bandera en su cumbre. Ningún superviviente en su leve cima. Como si no hubiera habido vencedores ni vencidos.

Nada.

Nada.

Menos que nada.

El vacío.

—¡Niña!

El soldado comenzó a llorar.

—¡¡¡Niña!!!

Se hundió las uñas en la carne de las manos hasta hacerlas sangrar.

—¡¡¡¡¡Muerte!!!!!

En algún lugar del cielo, por encima de su cabeza, se abrió un claro por entre las nubes, y un tímido rayo de sol huérfano le alcanzó de lleno en la cara.

Epílogo

Sabía que vendría.

La esperaba desde el día en que le diagnosticaron el mal. Y más aún desde el momento de entrar en el hospital.

Y ahora, estaba allí.

—Hola.

—Hola.

Como si no hubiera transcurrido el tiempo.

Llevaba el mismo ramo de flores en las manos. Tenía el mismo aspecto que entonces. Su cabello negro, sus ojos grises, sus labios rosa. Tan hermosa.

Tanto.

Recordó la primera vez.

«También en eso te han engañado.»

—¿Ahora sí? —preguntó apenas sin voz.

—Ahora sí —sonrió la niña.

—¿Qué pasó entonces?

—Me equivoqué.

—¿Que te equivocaste?

—Sí —reconoció ella.

—¿No eres infalible?

—Yo soy infalible, pero los seres humanos sois impredecibles. ¿Quién iba a pensar que darías aquel inesperado salto? Y más aún, ¿quién hubiera imaginado que aquella bala fuera a golpear contra una hebilla? Fuiste un caso entre un millón.

—¿Yo?

Se habría echado a reír de no ser porque le dolía todo.

Alguien se interpuso entre los dos. Esta vez, el tiempo no se había detenido.

—Abuelo, ¿estás bien?

—Oh, sí. Ahora sí.

Volvió a mirar a la niña.

—¿Es tu nieto? —le preguntó ella.

—Sí, el mayor.

—¿Cuántos tienes?

—Veintisiete.

—Vaya, no está mal.

—Tuve nueve hijos.

—No perdiste el tiempo.

—No.

—¿Y los más pequeños?

—Bisnietos y bisnietas.

—Caramba, caramba.

—Son noventa y dos años.

—Pareces haber tenido una buena vida.

—La he tenido. Gracias a ti.

—¿No me digas que has hablado de mí en estos años?

—No, nadie me habría creído. No soy tan tonto.

—Abuelo, ¿seguro que estás bien?

—Perfectamente.

—Papá, descansa.

—Oh, no os preocupéis. Pronto descansaré en paz.

Miró a la niña. La media docena de rostros ansiosos que le rodeaban apenas se dio cuenta de que su mano derecha se cerraba sobre la de la pequeña. Recordó aquel contacto dulce y suave, los dedos blancos como el mármol. Nunca lo olvidó.

—¿Ya?

—Creo que sí.

—Bien —suspiró él.

—¿Ya no te importa morir?

—Me importa, pero es inevitable. Además, quiero reunirme con mi esposa. Te la llevaste hace tres años.

—Te está esperando.

—Perfecto.

—Volvió a suspirar.

—¿Puedo preguntarte algo?

—Adelante.

—¿Qué hiciste aquel día?

—¿No lo sabes?

—No. Yo soy la muerte, no la vida.

—Desperté, vi el resto de la batalla en la que todos absolutamente todos, habían muerto, y me fui a casa.

—¿Desertaste?

—Solo me fui a casa. Nadie me echó de menos.

—¿Y después?

—Hubo un acuerdo, años más tarde, cuando ya no se sabía por qué se luchaba, ni importaban el mercurio o el cobre, y luego, con el tiempo, otras guerras, y otras paces, aunque eso seguro que tú ya lo sabes.

—¿Qué hiciste con tu nueva vida?

—Evité algunas de esas guerras, trabajé para la paz, luché contra el poder y la intolerancia y la estupidez y… Aunque no pude estar en todas partes, claro.

—Parece que fuiste una buena persona.

—La muerte te hace aprender. —Le guiñó un ojo.

—Se ha vuelto loco —sollozó alguien.

—Lleva resistiendo mucho tiempo —ponderó alguien más.

—Un gran hombre como él, que ha hecho tanto por la paz en el mundo, no debería morir jamás —certificó una tercera persona.

—La muerte es injusta —aseveró una cuarta.

—Y cruel —apostilló una quinta.

El viejo soldado logró sonreír por última vez.

—Ellos no saben… —pronunció con el penúltimo aliento.

—Es que también a ellos les han engañado —le recordó la niña.

—Gracias…

—¿Nos vamos?

—Sí.

La niña tiró de él.

Y los dos desaparecieron en el aire.

Jordi Sierra i Fabra; Mabel Piérola
El soldado y la niña
Barcelona: Destino, 2003

El Proyecto CUENTOS PARA CRECER consiste en la publicación de relatos destinados en especial a niños y adolescentes, así como a todos los que encuentran placer en la lectura.

Debido al tipo de historias ofrecidas, este proyecto permite reflexionar sobre una serie de valores considerados esenciales para el desarrollo del carácter, como la tolerancia, la solidaridad, el espíritu de diálogo y la honradez, proporcionando además un valioso instrumento de aprendizaje.

cuentosn@cuentosparacrecer.com

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