Érase una vez un árbol enorme que crecía en una isla muy pequeñita. La historia sucedió en un tiempo muy lejano, en el archipiélago del Japón.
Los japoneses sienten un gran amor y respeto por la Naturaleza y tratan a todos los árboles, flores, arbustos y setos con el mayor de los cuidados y con un cariño constante.
Por eso no resulta extraño que el pueblo de esta isla se sintiese tan feliz y orgulloso de poseer un árbol tan alto y tan bello. En ninguna otra isla, ni aun en las más grandes, existía otro árbol de un tamaño similar. Hasta los viajeros que pasaban por allí decían que nunca habían visto un árbol tan alto, con la copa tan frondosa y bien formada, ni siquiera en Corea ni en la China.
Y, en las tardes de Verano, la gente acudía a sentarse bajo la ancha sombra y admiraba el grosor rugoso y bello del tronco, se maravillaba con la suave frescura de la sombra y con el suspirar de la brisa entre el follaje perfumado.
Así fue durante varias generaciones.
Pero con el paso del tiempo surgió un problema terrible y, por más que todos meditaran y discutieran, nadie fue capaz de encontrar una buena solución. A lo largo de los años, el árbol había crecido tanto, sus ramas eran tan largas, su follaje tan espeso y su copa tan ancha que de día la mitad de la isla quedaba siempre a la sombra.
De modo que a la mitad de las casas, de las calles, de las huertas y de los jardines nunca les daba el sol.
Y, en la mitad umbría, las casas estaban cada vez más húmedas, las calles se habían vuelto tristes, en las huertas ya no crecían las hortalizas, los jardines ya no daban flores. Y la gente que vivía allí estaba siempre pálida y resfriada.
A medida que la sombra del árbol crecía, crecía también la preocupación.
La gente se lamentaba:
¿Qué podemos hacer? ¿Qué podemos hacer?
Se decidió por fin que la toda población se reuniese en consejo para estudiar bien el problema y encontrar una solución.
Discutieron durante muchos días y, después de escuchar las opiniones de los reunidos, se llegó a la triste conclusión de que era necesario cortar el árbol.
Hubo llantos, lamentos, gemidos.
El árbol era bello, antiguo y venerable. Hacerlo desaparecer no sólo entristecía a los habitantes de la isla sino que también les asustaba.
Pero no había más remedio y finalmente casi todos aceptaron que había que talarlo.
En el lugar en el que antes se erguía el árbol resolvieron plantar un pequeño bosque de cerezos, pues los cerezos nunca crecen demasiado.
Talar el árbol fue difícil y todo el mundo tuvo que ayudar.
Pero, una vez cortado, surgió otra dificultad: el árbol ocupaba tanto espacio que la isla se quedó sin sitio para nada más. Por eso empezaron a trocearlo muy deprisa.
Primero cortaron las ramas y su madera se repartió entre todos, para que cada uno pudiese fabricar algo que le recordase a su árbol tan amado.
Algunos hicieron pequeñas mesas, otros balcones para sus casas, otros tallaron marcos para los biombos y otros fabricaron cajas, bandejas, cuencos, cucharas, peines y horquillas para adornar el cabello de las mujeres.
Al final quedó sólo el enorme y grueso tronco desnudado, tumbado a través de la isla.
Entonces empezaron a llegar viajeros y armadores que querían aquella magnífica madera para fabricar barcos.
Pero la población no quiso. Se reunieron todos otra vez en consejo y decretaron:
Los habitantes de esta isla no quieren separarse del árbol que tanta alegría les dio antes de hacerse demasiado grande. Vamos a construir nuestro propio barco.
Y así fue. Cuando acabó la lluvia de Otoño, dejaron secar el tronco durante largos meses y, en cuanto vieron que la madera ya estaba seca, se pusieron manos a la obra.
Como son un pueblo muy inteligente, los japoneses trabajan muy bien, muy deprisa y con mucho esmero y son magníficos carpinteros. Por eso construyeron rápidamente una enorme y preciosa barca, que tallaron y pintaron de muchos colores.
Entonces celebraron una gran fiesta y la barca fue lanzada al mar.
Por la noche hubo fuegos artificiales y en todas las calles y plazas se encendieron farolillos de papel, azules, amarillos y rojos.
A partir de entonces, la vida del pueblo fue mucho más animada y variada y casi todos se hicieron mucho más ricos.
Antes, como la isla era tan pequeña, sus habitantes sólo poseían pequeños barcos de pesca y sólo podían navegar hasta las islas vecinas. Cuando alguien necesitaba ir más lejos tenía que buscar sitio en algunas de las naves grandes que de vez en cuando pasaban por allí.
Ahora todo había cambiado. Gracias a la gran barca navegaban con frecuencia de isla en isla, daban grandes paseos por el mar y hacían magníficos negocios.
A veces, en las noches tranquilas de Verano o de Otoño, algún grupo de personas embarcaba y llegaba hasta alta mar para contemplar la luna llena sobre el agua.
O rodeaba la isla junto a la costa, hasta el extremo sur, para admirar desde allí los contornos negros de las rocas recortados sobre la claridad tenue y azulada de la luz de la luna.
Después, en el Invierno siguiente, los isleños comentaban esos paseos, comparaban todo lo que habían visto, discutían cuál había sido la noche más bella, el más bello paisaje.
A medida que pasaba el tiempo, los cerezos que habían plantado iban creciendo y poniéndose más bellos.
Por eso la gente de la isla pasó a celebrar todos los años la fiesta de los cerezos en flor.
Cuando acababa el Invierno y la Primavera ya se atisbaba todo se llenaba de animación.
Los canteros, los toneleros y los carpinteros salían a trabajar al aire libre y se reían y cantaban mientras esculpían, serraban, martillaban.
Había gran revuelo y la gente se apresuraba por las calles: corrían a las tiendas de tejidos a comprarse kimonos de Primavera para lucirlos el día en el que pudiesen ir a admirar el primer reventar de las flores.
Y en las calles, en los jardines, en los campos, ya se veían los membrillos, los manzanos y los cerezos cargados de capullos cerrados.
En el centro del pueblo aparecía un mono amaestrado, vestido con una chaquetilla azul y acompañado por su dueño. Niños y adultos se arremolinaban para admirar las habilidades del animal.
Los niños se quedaban mudos de asombro cuando aparecía un gran león de papel que venía calle arriba con un andar oscilante, acompañado por dos hombres vestidos con kimonos amarillos.
Pasaban por todas las calles y por último se detenían bajo las ramas de los cerezos.
Entonces los hombres del kimono amarillo redoblaban los tambores y el león empezaba a bailar.
Y uno de los hombres cantaba:
Ya danza el león
Bajo el cerezo
Al son de los tambores
Su baile abre
Más pronto las flores
Al día siguiente, las pequeñas flores de color rosa estaban totalmente abiertas en las ramas de los cerezos.
**
Durante muchos años, la vida en aquella isla transcurría con gran alegría y animación.
Pero, a pesar de ese gozo, de los buenos negocios y de los grandes paseos, todos recordaban con añoranza el viejo árbol.
— ¡Qué alto y hermoso era! — decían.
— ¡Qué perfumada era su sombra!
— ¡Qué dulce y leve era el susurrar de la brisa en sus hojas!
¡Qué redonda y bien formada era su copa!
¡Qué verdes y bien dibujadas eran sus hojas!
¡Qué suave era el frescor bajo sus ramas en las mañanas de Verano!
Y así el árbol seguía vivo en sus palabras y en sus pensamientos.
**
Los años fueron pasando.
Hasta que los marineros y los calafates descubrieron que estaba ocurriendo una enorme desgracia: la madera de la quilla de la gran barca había empezado a pudrirse.
—Ay de nosotros! —lloraban los habitantes—. No daremos más paseos por el mar en las noches de luna llena, nunca más podremos visitar otras islas, no haremos más negocios.
Pero los comerciantes los tranquilizaron.
—Durante estos años —dijeron— gracias a nuestra gran barca, hemos navegado de isla en isla, de puerto en puerto, comprando y vendiendo, e hicimos negocios tan buenos que obtuvimos mucho dinero. Por eso, como aquí no hay otro árbol tan grande, y los árboles que tenemos ahora nos hacen mucha falta, estamos dispuestos a ir a otras islas a comprar buena madera. Y entre todos podemos construir otra gran barca.
La población aplaudió estas palabras y estuvo de acuerdo con el proyecto. La nueva barca estuvo lista en pocos meses y pudieron volver a navegar.
Entonces arrastraron la barca vieja hasta la playa. El pueblo la rodeó en silencio, sintiendo gran tristeza, y los carpinteros y los calafates la examinaron tabla a tabla.
La madera del casco, del combés y de los bancos estaba medio podrida y sólo servía para quemar. Pero el mástil grande que se obtuvo del tallo del viejo árbol aún estaba sano y bien conservado.
—Con este mástil tenemos que hacer algo que nos recuerde a nuestro antiguo árbol y a nuestra a barca —propuso el jefe de la isla.
Después de mucho pensarlo decidieron hacer una biwa, un laúd japonés de cuatro cuerdas.
Cuando la obra estuvo acabada, la población se reunió en la plaza mayor y se sentaron en silencio alrededor del mejor músico de la isla para escuchar el sonido de la biwa.
Pero, apenas los dedos del músico hicieron resonar las cuerdas, del interior de la biwa se alzó una voz que cantó:
El árbol antiguo
Que cantó en la brisa
Se volvió cantiga.
Entonces todos comprendieron que la memoria del árbol jamás se perdería y que nunca dejaría de protegerlos, porque los poemas pasan de generación en generación y son fieles a su pueblo.
Sophia de Mello Breyner Andresen
El árbol
Madrid, Talis SL, 2005
El Proyecto CUENTOS PARA CRECER consiste en la publicación de relatos destinados en especial a niños y adolescentes, así como a todos los que encuentran placer en la lectura.
Debido al tipo de historias ofrecidas, este proyecto permite reflexionar sobre una serie de valores considerados esenciales para el desarrollo del carácter, como la tolerancia, la solidaridad, el espíritu de diálogo y la honradez, proporcionando además un valioso instrumento de aprendizaje.
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