Leonardo Garnier Rímolo
Circula en redes sociales un escrito que me acusa – terrible pecado – de haber mejorado las remuneraciones docentes en Costa Rica. Y no de haberlas mejorado un poquito, sino de haberlas mejorado demasiado. Debo reconocer que Eliécer Feinzaig – el autor del escrito – tiene razón; y la verdad es que me honra al cobrarme uno de los logros más importantes de mi paso por el Ministerio de Educación Pública: mejorar y dignificar significativamente la remuneración docente en nuestras escuelas y colegios públicos.En efecto, durante mi gestión como Ministro de Educación mejoramos mucho los salarios de las y los educadores y los colocamos al mismo nivel que los del resto de los profesionales que trabajan en el gobierno central. Lo hicimos porque era lo justo, pero, además, porque era lo correcto desde el punto de vista de la eficiencia económica, para promover la profesionalización de la educación costarricense y contribuir con su mejor calidad. No podemos aspirar a tener docentes de primera, pagando salarios de tercera.
Feinzaig dedica la mayor parte de su escrito a denostar el mecanismo mediante el cual incorporamos el viejo incentivo para la extensión del curso lectivo a 200 días como parte del salario base de los docentes; y, luego, arremete contra mi supuesta irresponsabilidad al duplicar – qué horror – los salarios reales de nuestras y nuestros docentes. Como ambas acusaciones son ciertas, veamos qué tan terribles fueron y qué tan mal parado me dejan como economista – según argumenta Feinzaig.
Casi nadie lo recordará, pero, a fines de los años setenta, en plena crisis y ante la falta de recursos fiscales, el gobierno de Carazo tomó una terrible decisión: en lugar de pagarle a los docentes el aumento salarial que correspondía, se les compensó reduciendo su tiempo laboral y dándoles un mes más de vacaciones pagadas. Fue así como se redujo el curso lectivo en 30 días, pasando de los 200 días obligatorios de acuerdo con el Convenio Centroamericano, a apenas 167 días. Por supuesto, ahorramos plata, al igual que querría hacerlo hoy Feinzaig, pero perdimos educación: perdimos un mes de educación por año. Un mes por año no es poca cosa: equivale a restarle un año entero a la educación de un bachiller.
No fue sino hasta la administración de don José María Figueres que, bajo la gestión de Eduardo Doryan como ministro de Educación, se logró corregir este adefesio: se negoció con el Magisterio el retorno a un curso lectivo de 200 días y se acordó pagar un incentivo para reducir las vacaciones en un mes y que trabajaran ese tiempo adicional. Fue necesario hacerlo así para que el cambio resultara atractivo a las y los docentes: renunciarían a un mes de vacaciones, trabajarían un mes más y, como es lógico, recibirían el incentivo correspondiente.
Diez años después y ya consolidado el cambio, me correspondió completar el proceso transformando el incentivo en parte normal del salario anual de los docentes, como debe ser y como lo es para cualquier funcionario. Sin embargo – y aquí se equivoca Feinzaig – no fue el traslado del incentivo a la base lo que provocó la importante mejora de las remuneraciones docentes que tanto parece molestarle. Esto ocurrió porque la administración de don Óscar Arias se planteó el objetivo de llevar los salarios de los profesionales del Gobierno Central a un nivel equivalente al del percentil 50 del sector público en su conjunto. Esa reforma – tal y como nos hicieron ver en su momento las organizaciones gremiales del Magisterio – tenía que aplicar a todos los profesionales del gobierno central, incluyendo al personal profesional docente.
Fue así como negociamos y acordamos con las organizaciones magisteriales este importantísimo aumento salarial para las y los educadores de nuestras escuelas y colegios públicos. No – como dice Feinzaig – para “hacer fiesta” con los recursos públicos, sino para llevar las remuneraciones docentes al mismo nivel que el que correspondía al percentil 50 de los profesionales del sector público. ¿Por qué fue esto tan importante? Porque hasta ese momento, los educadores costarricenses ganaban menos, pero mucho menos que cualquier otro profesional del sector público. Fue esa brecha la que corregimos.
Así lo reconoce el propio Feinzaig, que dice mostrarse sorprendido y molesto al descubrir que “el salario mensual promedio de un trabajador del MEP casi se duplicó en términos reales entre 2007 (₡624.489) y 2014 (₡1.190.016)”. Yo no sé cómo verá el lector estos números, pero, si a Feinzaig le parece mal que lleváramos el salario docente de apenas ¢624.489 en 2007 a ¢1.190.016 en 2014, si él de verdad cree que estos montos constituyen una remuneración abusiva y que esto es pagarle demasiado a un educador o educadora, el problema es suyo, no mío.
A Feinzaig le molesta que le llamen neoliberal. Dice que él no entiende bien qué significa eso. Dice que aún después de haber leído muchos libros que según él nadie más ha leído (divina arrogancia) él sigue sin entender. Pues bien, si de verdad quiere saber qué es un neoliberal, yo no le recomendaría ningún libro adicional, simplemente le sugeriría mirarse al espejo. Porque pretender sanear las finanzas públicas recortando la remuneración de los docentes que trabajan en la educación pública de nuestro país es el ejemplo perfecto de lo que significa ser neoliberal.
Finalmente, dice Feinzaig que lo peor de este aumento salarial es que “no se tradujo en una mejora tangible en la educación pública”. Por supuesto, nadie es tan ingenuo como para creer que la calidad de la educación mejora automáticamente porque mejoremos la remuneración docente, eso lo sabíamos. Pero también sabíamos – y esto es clave – que la calidad de nuestra educación no mejoraría nunca si no dábamos ese paso y mejorábamos las remuneraciones para hacerlas atractivas a los futuros docentes. En dos platos, sabíamos que, si bien mejorar la remuneración docente no era suficiente, era necesario.
Hay un viejo dicho entre economistas que es un poco grosero, pero que viene al caso: “if you pay peanuts, you get monkeys”; y lo cito porque parece que algo así es lo que quería Feinzaig para nuestros docentes que trabajan en el sector público y que educan al 90% de nuestras y nuestros estudiantes. Por el contrario, yo creo que era indispensable corregir esa brecha si queremos aspirar a una educación pública de calidad; porque ¿qué estudiante universitario querría seguir la carrera de educador si, de partida, le decimos que, cuando se gradúe, le vamos a pagar la mitad que si hubiera estudiado cualquier otra profesión?
Como dije, entendíamos que, aunque esencial, esta mejora salarial no era suficiente para mejorar la calidad educativa y sabíamos que tomaría tiempo y medidas complementarias para avanzar hacia esa meta final. Por ello, el MEP ha venido haciendo un trabajo sistemático por elevar la calidad del personal educativo existente mediante un amplio esfuerzo de capacitación – cito los ejemplos de inglés y matemáticas – y con la creación del Instituto de Desarrollo Profesional Uladislao Gámez. Actualmente se trabaja en un paso más que considero fundamental: construir un marco nacional de cualificaciones docentes que defina las competencias que debe tener un docente en Costa Rica. Esto servirá, por un lado, para marcarle la cancha a las universidades que forman docentes; y, por otro, para apoyar una política de evaluación docente y, en especial, para permitir que el MEP y el Servicio Civil puedan aplicar exámenes de idoneidad que sirvan para filtrar las contrataciones de personal docente en nuestro sistema público exigiendo no solo un título, sino calidad profesional. Esto es de la mayor importancia porque la formación docente es uno de los campos en los que algunas universidades de garaje han hecho fiesta, vendiendo títulos sin garantizar que detrás de cada diploma haya realmente una persona bien formada como para ser educadora. Eso hay que pararlo: necesitamos un filtro severo para la contratación docente. Pero no nos confundamos, ningún filtro serviría para mejorar la calidad de la educación costarricense si le negamos un pago profesional digno a nuestros profesionales docentes.
Venir hoy a argumentar que los docentes costarricenses ganan más de la cuenta, y que no debimos haber ajustado sus remuneraciones como lo hicimos, no solo es absurdo e injusto en términos humanos y sociales, sino que es económicamente ineficiente y torpe: creer que podemos pagar a nuestras y nuestros docentes menos que a otros profesionales y que aún así podemos atraer a los mejores candidatos a la profesión docente delata una gran ignorancia económica o un terrible prejuicio contra la educación pública (o, probablemente, las dos cosas).
Esta es una conversación que con gusto habría tenido con cualquier persona que se hubiera molestado en preguntar. Hay datos y explicaciones sobre cómo se dieron estos cambios que nadie está obligado a conocer de antemano. Si Eliécer tenía dudas sobre el ajuste de los 200 días o sobre el aumento salarial docente que tanto parece molestarle, en lugar de poner a su equipo a “quebrarse la cabeza hurgando durante días”, habría bastado llamarme y yo con gusto le habría explicado por qué y cómo impulsamos estas reformas por dignificar la remuneración de nuestras educadoras y educadores, y por qué era tan importante crear un incentivo razonable para atraer y retener a los mejores docentes posibles en las aulas de nuestras escuelas y colegios públicos.
Sin duda falta mucho por mejorar en nuestra educación, pero ninguna de esas mejoras pasa por escamotear la justa remuneración de las personas a quienes encargamos la formación de nuestras y nuestros hijos. Ahorrar en educación – decía Omar Dengo – es ahorrar en civilización.
@leogarnier
Fuente: Página Abierta