Por Oleg Yasinsky
Cuando en Chile, después de la dictadura, las tímidas democracias se turnaban en el poder, instalando el nefasto juego de la alternancia entre la centro-derecha y la ultraderecha, llamadas respectivamente «centro-izquierda» y «centro-derecha», el rol de los que nos sentíamos la verdadera izquierda anticapitalista también era repetitivo y predecible.
Criticábamos el poder de «las dos derechas», explicábamos que eran dos lados de lo mismo, jurábamos nunca más caer en el chantaje de votar por «un mal menor», pero en las segundas vueltas de las reñidas elecciones entre el pinochetismo y la «centro-izquierda» neoliberal, con dolor en el alma íbamos a las urnas a «salvar la democracia» y así detestarla durante los siguientes 4 años para luego repetir lo mismo. Continuábamos en lo de siempre, infinitas reuniones, creación de organizaciones «de nuevo tipo», búsqueda de unidad entre los tantos sectarismos y distintas nostalgias y la eterna sensación de soledad en medio de un tiempo detenido.
También recuerdo ese sentimiento contradictorio de muchos de mis amigos chilenos que regresaban a su país de otras partes de América Latina, con todas nuestras críticas a la brutal desigualdad social y su hipocresía como bases de la sociedad chilena, era un país bastante cómodo desde el punta de vista convencional, legalista, con poca delincuencia callejera en comparación con la mayoría de los vecinos, muy tranquilo y predecible para ese mítico segmento que antes se conocía como «la clase media». «Aquí no pasa nada», decíamos, con una rara mezcla entre decepción y orgullo. Pasaron pocos años y muchos se acordarán de esos tiempos con nostalgia y extrañeza. Los sueños y los miedos de muchos se cumplieron: el Chile de ahora es otro país.
Un inсreíble fenómeno sicológico y político, conocido como «estallido social», con miles de barricadas y millones de personas en las calles a lo largo de todo el país en octubre del año 2019, puso fin al mito del «milagro económico chileno» y desnudó las gravísimas contradicciones del modelo económico concebido por la dictadura pinochetista y que durante más de tres décadas estuvo administrado por los socialistas y sus socios demócratas cristianos, quienes poco o nada hicieron para cambiar algo. Fueron meses de verdadera rebelión ciudadana, honesta, necesaria, llena de creatividad y poesía, que no logró a convertirse en una revolución. A pesar del lema más usado por los millones de manifestantes desde Arica hasta Punta Arenas, Chile no despertó.
El joven y carismático dirigente estudiantil Gabriel Boric, previamente elegido y aprobado por las élites políticas nacionales e internacionales, llegó a ser Presidente de la República. El jefe de Estado más joven y el más votado en la historia de Chile llegó al poder (si en estos tiempos de globalización podemos considerar un triunfo electoral en un país dependiente y tercermundista como una «llegada al poder»), con unas circunstancias muy especiales: una crisis total de la democracia representativa y todos sus partidos políticos, una desunión y falta de un proyecto político de la izquierda (algo que mundialmente suele ser reemplazado o suplido por las modas europeas, gustosamente servidas en los medios como «las tendencias revolucionarias de los nuevos tiempos») y las devastadoras consecuencias de la pandemia de Covid, que fue especialmente mortífera para la economía de las clases medias y bajas.
El gobierno del «izquierdista» Gabriel Boric no solo mantiene a Chile en calidad de uno de los principales satélites políticos y militares de los EE.UU. en la región, de vez en cuando atacando a Venezuela, Nicaragua o Cuba «por la violación de los derechos humanos», y sin mención alguna de los crímenes internacionales de Washington y sus aliados, no solo declaró su simpatías y apoyo al gobierno de Volodymyr Zelensky y condenó «el imperialismo ruso», algo que ya es parte del repertorio obligado de la «izquierda» políticamente correcta, que no está dispuesta a perder créditos financieros ni la complacencia de la prensa internacional, sino también en la política interior mantuvo todas las posturas de los anteriores gobiernos derechistas, reforzando la militarización de los territorios mapuches y la represión contra todas las fuerzas sociales que se atreven a exigirle una mínima coherencia.
Decir que con el gobierno de Boric en Chile no cambió nada sería una mentira. La situación se empeoró y mucho. Lo más evidente es el rápido y explosivo aumento de la delincuencia, la llegada al territorio chileno de los principales carteles del narcotráfico frente a una creciente ineficiencia del Estado. Hace pocos días, fue asaltada una amiga, periodista chilena, por un grupo de personas armadas, la maniataron y amenazaron en su domicilio, con toda tranquilidad a sabiendas de que la policía, como sucede desde los inicios de la revuelta popular, no llegaría rápido. Esto pasó en uno de los barrios más tranquilos de Santiago. Varios de sus vecinos vivieron en los últimos meses situaciones similares. Lo que antes sería un escándalo, ahora se convierte en lo cotidiano. A mi amiga, que recuerda bien la época de la dictadura, le tiembla la voz y me dice: «Desde entonces no sentía este miedo».
¿Será parte de un plan para que en las próximas elecciones los chilenos elijan al pinochetista José Antonio Kast, quien promete al país mano dura y orden? No lo creo.
En estos tiempos para el Poder Mundial, el de las Corporaciones y el Capital financiero, los gobiernos seudoizquierdistas como Boric son mucho más funcionales que cualquier dictadura de ultraderecha que ya conocimos. Si el objetivo del sistema es impedir cualquier cambio de fondo, manteniendo a los pueblos ocupados en sus preocupaciones cotidianas y/o en las causas «light», que desvían la atención a lo secundario, este tipo de gobiernos aportan como ningún otro. La agenda del actual gobierno chileno parece ser perfecta, las nobles causas del ecologismo, feminismo y animalismo, sin una sola mención de la lucha de clases, y sin ningún cuestionamiento serio ni de fondo del orden mundial. En vez de cuestionar, criticar o rebelarse de los EE.UU., se acusa a Nicaragua (independientemente de cuán verídicas sean sus razones) para demostrar su compromiso democrático, tal como lo hace la prensa de ultraderecha.
La actual pandemia de delincuencia en Chile sirve para lo mismo que sirvió la pandemia del Covid: parálisis social, desmovilización y depresión masiva para impedir la construcción de cualquier imagen positiva de futuro, y lo más grave, que para las nuevas generaciones chilenas, víctimas de la pésima educación que obtienen, la imagen del gobierno de izquierda será el de Boric. La ilusión de un cambio para no cambiar nada. La nueva dramática experiencia chilena una vez más nos recuerda que en el mundo social no existen milagros, que ningún cambio sin trabajo político, duro, largo, constante, persistente que construya liderazgos reales y un proyecto ideológico verdadero serio, se puede convertir en una nueva alternativa.
El discurso de Boric es un cúmulo de lugares comunes de todas las izquierdas que en las últimas décadas no fueron capaces de concretar nada, cuando en vez de dedicarse rigurosamente al quehacer político, este se convirtió en el ejercicio de la mala literatura tipo «lenguaje inclusivo», que excluye la gramática y el sentido común.
Ningún cambio se puede construir desde una orgullosa mediocridad ni desde la prepotencia que ella lleva implícita, que lamentablemente ha llegado a ser el sello del actual gobierno chileno.
La principal y más evidente consecuencia de todo esto es una gran resaca social que ya se siente y una mayor fragmentación y despolitización de la sociedad chilena, que hace tan poco tiempo había logrado superar la apatía y el miedo heredados de la dictadura.
Fuente: RT