Rosalía Cotelo García, Universidad Autónoma de Madrid
Eva María se fue, buscando el sol en la playa, con su maleta de piel y su bikini de rayas. Se podía haber ido con un monokini de rayas, un trikini, un tankini, un flamenkini o un minikini. También, sin la menor indulgencia, Eva María se podía haber preguntado, ante todas esas opciones de moda playera que parecen compartir una misma raíz, qué es entonces un kini y por qué nunca podría meterlo en la maleta.
Kini, la base de creación para esta inagotable familia léxica que orbita en torno a bikini, es una palabra que ni existe ni debería existir en la lengua, porque es producto de un error de percepción lingüística.
Los hablantes vieron en bikini, ese traje de baño de dos piezas, una estructura morfológica que replicaba la de términos como bicéfalo, bicentenario o bisílabo, donde bi- significa ‘dos’ y duplica, por tanto, el concepto representado por la base a la que precede (cabezas, centurias o sílabas). Así, despojado el bikini de ese multiplicador, naturalmente un traje de baño de una pieza sería un monokini, y uno de tres piezas, un trikini.
La operación matemática era infalible. La operación lingüística, no tanto. Los hablantes cometieron un error al interpretar la estructura del término, en un fenómeno conocido como reinterpretación morfológica, que puede considerarse un ejemplo de etimología popular (como sucede en el par vagabundo/vagamundo).
Bikini, atolón de las Islas Marshall
Para entender por qué esta era una interpretación errónea, debemos remontarnos al origen mismo del término bikini. El 20 de junio de 1946 es la fecha del registro de patente firmado por Louis Réard, un ingeniero francés que diseñó un traje de baño de dos piezas, al que decidió denominar bikini en referencia al atolón de las Islas Marshall en el que ese mismo año se habían realizado pruebas nucleares, por lo que era un nombre muy presente en la cultura popular de la época (tanto que el atolón Bikini está vinculado también al origen de Godzilla). Además, el nombre aludía al carácter atómico (por lo pequeño y a la vez explosivo) de su creación textil.
La novedad del bikini cubrió todos los periódicos pero muy pocos cuerpos femeninos, aunque el escándalo no hizo más que alimentar su popularidad. Veinte años después, el despertar de su productividad léxica nos da idea de que su uso se ha extendido de manera definitiva: en 1964 se registra el término monokini (prenda de baño de una pieza), al que seguirá el trikini y, a lo largo de los años, una interminable colección de términos que, a partir de la base kini, nombran las prendas de baño más diversas.
La familia léxica de bikini
Algunas variantes de bikini hacen referencia al tamaño de la prenda (minikini o microkini), mientras otras aluden a la parte del cuerpo que cubren (facekini o carakini, que sirve para proteger el rostro de las picaduras de mosquitos y medusas) o bien su hibridez con otras prendas (burkini, con el burka; tankini, con un tank top; flamenkini, con el traje de flamenca; o toallakini, con el tejido y forma de una toalla).
Finalmente hay creaciones conectadas a la cultura popular, como el baykini (de la serie Baywatch; en español, Los vigilantes de la playa o Guardianes de la bahía) y el mankini (de la película Borat). Junto al mankini, el penekini y el pubikini son quizás los ejemplos más atómicos de toda la familia, cuya búsqueda de imágenes en internet, advertimos, debe realizarse con cautela.
En cualquier caso, para saber más sobre esta familia léxica recomendamos un recurso fantástico y accesible para todos los hablantes: el Diccionario Histórico de la Lengua Española de la RAE, que ofrece información detallada sobre estas palabras y su uso en español, así como sobre muchas otras de la historia de nuestra lengua.
Palabras de moda
La increíble, volátil productividad léxica existente en torno a bikini no es casualidad. A fin de cuentas, el bikini es un producto comercial, y esto tiene consecuencias lingüísticas inevitables. Si la neofilia (la obsesión por la novedad) ha sido definida como una característica esencial de la cultura de consumo, es esperable que los neologismos (las nuevas palabras) se integren en ella naturalmente, como sucede en la industria de la moda.
¿Qué vida puede tener el toallakini o el pubikini, más allá de viralizarse en redes durante un breve verano? ¿Qué diferencia hay entre el monokini y el bañador de toda la vida? Probablemente ninguna, pero es también probable que el primero venda mucho más que el segundo, o se venda, al menos, más caro. Como con los muffins y las magdalenas, las palabras foráneas y novedosas explotan el prestigio lingüístico como un valor de mercado.
Esto no implica que debamos rechazar los neologismos, pero conocer el origen (nuclear, a veces) de las palabras, la manera en que se entretejen y relacionan, nos permite entender mejor nuestra lengua y también, en último término, la realidad que nombran.
Rosalía Cotelo García, Profesora de Lengua y Enseñanza de lenguas, Universidad Autónoma de Madrid
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.