Oscar Arias Sánchez
Como todo gran acontecimiento en nuestras vidas o en nuestra historia compartida, a veces parece como si todo lo sucedido hubiera acontecido ayer, y a veces parece como si hubiera sucedido hace una eternidad. En cualquiera de los dos casos, que el ser humano albergue la prodigiosa virtud de la memoria es mucho más que un capricho poético de la historia. Es un signo evolutivo y quizás una de las más cruciales habilidades de la especie que abandonó el cobijo de las cavernas, para emprender el portento de la civilización. No recordamos para llenar los cajones de los archivos, ni para poblar los cuentos de los abuelos. Recordamos para seguir haciendo posible una vida mejor. Es decir, que la memoria tiene sentido con referencia a la actualidad: nos da una ventaja sobre el tiempo anterior. El recuerdo no es escribano del pasado, sino edecán del porvenir. Bien decía Marco Aurelio en sus Meditaciones que “el tiempo es un río”. Y aunque en ocasiones, pretendemos ver el río desde la ribera, lo cierto es que nosotros vamos también navegando, y no somos testigos, sino protagonistas de los eventos de nuestra época.
En 1987 nosotros fuimos los protagonistas de los eventos de nuestra época y la firma del Plan de Paz cambió la historia de Centroamérica, y también cambió mi vida para siempre. Ese mismo año, en medio de la alegría del milagro que nacía en Centroamérica, recibí la noticia de que el Comité Nobel había decidido honrarme con el Premio Nobel de la Paz.
Recibir un Premio Nobel de la Paz es una extraña encomienda: un reconocimiento en medio de un contexto a menudo adverso; un galardón que implica la responsabilidad de nadar contra corriente. Los demás Premios Nobel – el de Física, el de Química, el de Medicina, el de Economía, hasta el de Literatura – se otorgan por la contribución de una persona a una causa en su mayoría respaldada, que registra un progreso más o menos lineal. Pero la construcción de la paz nunca ha sido lineal. La construcción de la paz es quizás la tarea más obstruida, más subvertida, más amenazada de todas las que ha emprendido el ser humano desde sus orígenes.
Como especie, hemos abrazado la importancia de entender las leyes que rigen el universo y las partículas subatómicas; de prevenir las enfermedades y elevar la calidad de vida de nuestros pueblos; de explicar nuestras interacciones económicas y el comportamiento de los mercados; de reconocer el lirismo de un soneto o la cadencia de un párrafo; pero seguimos siendo incapaces de tener un compromiso incondicional e irreversible con la paz. Seguimos siendo inciertos y tibios cuando se trata de encontrar salidas distintas a la violencia para zanjar nuestros conflictos. A pesar de los increíbles logros que ha alcanzado la humanidad, seguimos sin abandonar el más primitivo y salvaje de nuestros instintos: el de agredir y matar.
Me conmueve conmemorar el 28 aniversario de haber recibido del Premio Nobel de la Paz. Me conmueve recordar aquellos años de lucha por acallar el estruendo de la guerra en Centroamérica, aquel concierto fantasmal que mezclaba el sonido del llanto con las balas. Me conmueve saber que han transcurrido 28 años desde aquel momento en el que los Presidentes centroamericanos firmamos mi Plan de Paz, y que Centroamérica sigue siendo una región sin guerra, aunque algunos países sufren hoy la sangría de las maras y del crimen organizado.
Pero aunque me entusiasma celebrar la victoria de la paz en Centroamérica y el haber recibido el Premio Nobel de la Paz, sé bien que este es un momento difícil para quienes queremos vivir en un mundo más pacífico. El camino de la paz puede ser más largo, más tortuoso, más incierto, pero es el único camino posible lejos del borde del precipicio. Somos todavía como Adán y Eva en un Paraíso sideral, minutos antes de ser expulsados por nuestra propia soberbia. Depende de nuestra responsabilidad, de nuestra humildad y de nuestra valentía, que no perdamos la oportunidad sobre la Tierra, que no dilapidemos el prodigio de esta vida que nos ha traído angustias y dolores, pero nos ha permitido también concebir la alegría. El más grande poeta costarricense, Jorge Debravo, dijo que la esperanza es de hueso, más poderosa que la imaginación y que el recuerdo. Que esa esperanza, que existe todavía, nos infunda aliento para emprender la última carrera de la civilización insostenible, y la primera de la que habrá de pervivir y sucedernos.