El Año Bisiesto
Hace más de 2000 años, un emisario llamó a la puerta de la casa de un astrónomo. Le traía una carta, mandada por un gran científico que había sido su profesor, en la que este le pedía que acudiese a una reunión de sabios. Después de agradecerle la invitación a través del mensajero, el astrónomo preparó una bolsa de viaje con algunas ropas e instrumentos de trabajo y se encaminó hacia el centro del país, donde existía un observatorio astronómico.
Allí se encontraban cada cinco años para estudiar las estrellas, los astros y los asteroides y, esta vez, también para tratar un problema que tenía muy preocupados a todos los científicos de aquel tiempo.
Por muchas cuentas que hiciesen, al final, o bien les sobraban días para cada año, o bien les faltaban meses para tantos días. Habían caído en desuso demasiados calendarios y era importante encontrar uno que sirviera para todos los pueblos.
Cada sabio llegó como pudo, unos a pie ayudados por un bastón, otros en burro y algunos montados en camellos, que es como viajan los hombres del desierto.
Orientados por la misma estrella que les servía de brújala, descansando cuando el sol nacía y reiniciando la marcha cuando la noche encendía sus luces de guía, fueron llegando uno a uno o en pequeños grupos a lo alto de una colina.
En ese lugar, desde el cual podían verse los campos extendiéndose hasta el horizonte, estudiarían el rumbo del Sol, de la Luna y de las estrellas durante el tiempo que fuese necesario hasta encontrar una solución a aquel problema.
Algunos siglos antes, ese lugar había servido para observar el cielo y determinar cuál era el mejor momento para sembrar. Además, por las piedras altas que había colocadas en círculo, sospecharon que debía de ser también un lugar sagrado. Había algo en el ambiente que sobrecogía y que hizo que los sabios, al llegar, bajaran el tono de sus voces en señal de respeto.
Se sentaron para descansar alrededor de la hoguera y comieron pan, queso y frutos secos. Permanecieron allí, conversando animadamente, hasta que el viejo científico de barba blanca les deseó buenas noches, momento en que todos decidieron retirarse a descansar.
Cada uno escogió su lugar. Mientras unos buscaron refugio en una roca o junto a un tronco seco, otros prefirieron dormirse mirando las estrellas. Formaban pequeños grupos que, vistos desde lejos, parecían montoncitos de ropa separados por pequeños fuegos, que habían encendido para ahuyentar a los animales.
A la mañana siguiente, se reunieron en círculo y desdoblaron los pergaminos llenos de signos y de números con los que pretendían explicar detalladamente sus teorías.
El primero en tomar la palabra fue el más viejo, y después, por orden de edad, fueron exponiendo uno a uno los resultados de sus estudios.
Estaban de acuerdo en varios puntos. Un día era el tiempo que la Tierra tardaba en dar una vuelta sobre sí misma, el mes, o lunación, lo que tardaba la Luna en dar una vuelta a la Tierra, y un año era el tiempo que necesitaba la Tierra para dar una vuelta al Sol.
Parecía fácil. Sin embargo, las cuentas no daban un número entero de días, por lo que, con el paso de los años, las estaciones no cambiaban nunca en la misma fecha.
Para todas las culturas era muy importante que se respetaran los solsticios de verano, otoño, invierno y primavera, pues los hombres se basaban en ellos a la hora de trabajar la tierra. Los agricultores sabían que, llegado cierto momento, el Sol parecía detenerse durante algunos días en el punto más alejado del Ecuador y que esa fecha, que ellos necesitaban conocer con exactitud para organizar la siembra y la recolección, tenía que coincidir con el cambio de las estaciones.
Los sabios discutieron durante muchos días y muchas noches, rehicieron sus cuentas y sus planos, pero no encontraron ninguna solución. Después de tanto trabajo infructuoso todos estaban agotados, y el más viejo decidió que al día siguiente irían a dar un paseo por el monte para descansar tanto el cuerpo como la mente.
Esa noche, mientras dormían, el joven astrónomo vio en sueños al mes de Febrero muy pequeñito en medio de los otros meses, todos mucho más grandes. Los de treinta y un días se burlaban de su tamaño y los de treinta, para no ser menos, lo despreciaban impidiéndole que se acercara a ellos.
Le decían que era insignificante y que apenas ocupaba espacio en el calendario. Él se sentía abrumado ante la fuerza del mes de Enero, el primero del año, o ante la imponencia de Marzo, que llevaba el nombre del dios de la guerra.
Febrero quería ser tan importante como los otros y no sabía cómo conseguirlo. No era una cuestión de tamaño, pues, al fin y al cabo, se podía ser pequeño y especial al mismo tiempo, sino de poseer algo que los otros no tuvieran. De ese modo, conseguiría que los demás no le despreciaran.
Y así fue como, a mitad del paseo, cuando parecía no estar pensando en el asunto, al joven sabio se le ocurrió la idea de que el año tuviera 365 días y que las horas que sobraran se juntasen, cada cuatro años, en un solo día.
Llamarían a ese año «Bisiesto».
—¿Y dónde piensas colocar ese nuevo día? —le preguntó el sabio viejo.
—Al final del mes más corto, en Febrero, que es cuando yo cumplo años.
Cristina Norton
El barco de chocolate: Cuentos para niños y no tan niños
Barcelona: Juventud, 2012
El Proyecto CUENTOS PARA CRECER consiste en la publicación de relatos destinados en especial a niños y adolescentes, así como a todos los que encuentran placer en la lectura.
Debido al tipo de historias ofrecidas, este proyecto permite reflexionar sobre una serie de valores considerados esenciales para el desarrollo del carácter, como la tolerancia, la solidaridad, el espíritu de diálogo y la honradez, proporcionando además un valioso instrumento de aprendizaje.
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