Cuentos para crecer: Kiko, el perro que no podía ladrar

Kiko, el perro que no podía ladrar

Kiko, el perro que no podía ladrar

Érase una vez una isla muy lejana a la que nunca había llegado el hombre y donde las aves, los peces, las tortugas, los caimanes y otros muchos animales vivían contentos y en armonía. Todo era silencio, solo se oía el sonido del agua al fluir por ríos y cascadas, el viento que acariciaba el tronco de las elevadas palmeras o el canto de alguna cacatúa al pasar.

Un día surgió un barco del horizonte y poco a poco fue acercándose a la playa. La tormenta de la noche anterior le había dañado el motor y navegaba despacio en busca de una bahía donde fondear mientras lo reparaban. Una pequeña barquita llevó a la tripulación a la costa y en menos de una hora el bullicio invadió la arena: a los gritos de los marineros y del cocinero se unieron las órdenes del capitán. Bajaron en su jaula a Tuco, el loro que les acompañaba en todas sus travesías y que cada vez que alguien le hablaba algo respondía siempre igual: «El doble te deseo yo a ti». También bajaron Ted y Peny, dos perros de raza imprecisa que el cocinero había adoptado en el último puerto en el que atracaron. En cuanto pisaron la arena, los perros comenzaron a corretear en zig-zag, jugando a cogerse sin pillarse nunca.

Tras unos minutos de juego, Penny buscó la sombra de la frondosa arboleda. Su abultado vientre la delataba… No pasarían muchos días sin que nacieran sus cachorrillos. Ted, paciente y satisfecho, fue a sentarse a su lado.

Penny tenía más calor que nunca. Había pasado el día inquieta, sin apenas comer, y Ted se tumbó a su lado, a los pies de su árbol favorito. Pero no había postura en la que se sintiera cómoda, de modo que Penny se levantó y empezó a caminar como si buscara algo. Ted, pese a que no comprendía qué era lo que le pasaba, decidió seguirla. Por fin Penny encontró lo que necesitaba: un lugar protegido entre arbustos y matojos donde tumbarse. Cuando Ted la alcanzó, ella ya estaba lamiendo a su primer cachorrillo…

La luna llena formaba tal juego de luces y sombras, que todo parecía irreal, incluso mágico.

Por la mañana, el golpeteo del cazo en la gran perola del desayuno atrajo a los marineros que habían dormido en la playa, pero Ted y Penny no estaban allí sentados en primera fila esperando su ración como hacían siempre, pues el olor llegaba a sus hocicos antes que los golpes a sus oídos y eran siempre los primeros. El cocinero, extrañado, les llamó con un silbido y Ted no tardó en aparecer; su gesto era arrogante y movía orgulloso su corto rabito.

—¡Eh, Ted! ¿Qué ha pasado? ¿Por qué has tardado tanto en venir? ¿Y Penny? ¿Dónde está Penny?

Ted se adentró en el bosque seguido por el cocinero, que estaba ansioso, lleno de curiosidad.

—¡Eh, Penny! ¡Santo cielo! ¿Cuántos cachorrillos tienes? —exclamó cuando llegó al lugar—. Uno… dos… tres… cuatro… ¡Son cuatro! Pero ¿qué se mueve ahí? ¡Vaya, pero si hay otro! ¡Son cinco! ¡Cinco preciosos perritos!

Acarició la cabeza de Penny, que, agradecida por todas las sobras de comida que había recibido de él, le lamió la mano.

—¡Ted, machote! —siguió diciendo el cocinero—. ¡Te felicito, muchacho! ¡Buen trabajo!

La tripulación, hambrienta, reclamaba la presencia del cocinero, hasta que por fin este apareció entre los arbustos portando un cachorrillo en cada mano. Su cara reflejaba tal satisfacción, que cualquiera hubiera pensado que el padre era él.

Enseguida trajeron a Penny y al resto de la prole, y los acomodaron sobre una manta. Daba gusto ver la cara de felicidad de Penny, allí, tumbada, amamantando a sus crías.

Tuco, el Loro, era incriminado por todos al pasar:

—¡Eh, Tuco, a ver cuando nos sorprendes tú y te multiplicas!

Pero él muy serio y sin inmutarse, como si hubiera comprendido el significado de la frase, les respondía siempre: «El doble te deseo yo a ti».

Los perritos crecían y con movimientos cada vez menos torpes se desplazaban de un lado a otro de la manta; incluso uno de ellos, el más intrépido, se atrevía a alejarse un poco, atraído por la curiosidad ante todas las cosas nuevas que veían sus ojos. Si su madre no hubiera estado atenta, más de una vez lo habrían pisado.

Pasaron las semanas y el barco estaba ya reparado. Había llegado la hora de abandonar aquella deliciosa playa y zarpar. Al amanecer, la actividad frenética que se desató no dejaba lugar a dudas sobre la inminente partida. Tuco volvió en su jaula al camarote del capitán. Ted y Penny, con gran diligencia, fueron subiendo su más preciado tesoro a la barquita que los llevó de vuelta al barco. Con la ayuda del cocinero se instalaron en la cocina, en su rincón habitual, aunque esta vez ¡traían más equipaje!

Y así fue cómo un buen día el barco zarpó.

Pasaban los días y, a medida que crecían, cada uno de los cachorros mostraba su personalidad.

Cuqui, la primera en nacer, era el cachorro más pequeño de tamaño, pero su cara dulce y melosa, y ese entrecerrar de ojos había conquistado el corazón de todos. De hecho, el cocinero soportaba las bromas de un supuesto romance con ella.

Rom, en cambio, nació el último. Su bronco ladrido hacía entrechocar los utensilios de la cocina con un agradable tintineo. Su cuerpo era fuerte y sus patas robustas. Ninguno de sus hermanos osaba enfrentarse a él, pues siempre acababan patas arriba, en una humillante derrota.

Samy, ni la primera ni la última en nacer, ni dulce ni fuerte, era delgada y ágil como un corredor keniano. En cuanto el cocinero llamaba al rancho, era la primera en llegar, cogía el trozo más grande y, con él en la boca, corría a esconderse antes de que Rom descargara sobre ella su malhumor por haberlo ganado en la carrera.

Budy, por su parte, aportaba al conjunto una gran inteligencia. El cocinero decía de él que solo le faltaba hablar. Con su perspicacia, solía adelantarse a los acontecimientos. Así, antes de que Samy se llevara el trozo más grande, él intuía que la comida estaba a punto y entonces se acercaba a la cocina con un ratón que había cazado en la boca. El cocinero, agradecido, le pagaba su trabajo con un cuenco de comida para él solo.

Kiko, por último, no destacaba ni por su fuerza ni por su belleza, ni por su astucia ni por su agilidad. Es más, cuando lograba acercarse al plato este ya estaba vacío: sus hermanos solo le dejaban unas cuantas migajas esparcidas por el suelo, que él lamía para sobrevivir. Y ni siquiera podía protestar ladrando pues había nacido sin voz. De su garganta no salía el menor sonido. Sus hermanos lo sabían y se aprovechaban de él, ya que no podía chivarse a sus padres. Por eso Kiko se sentía inferior y no se atrevía a hacer las mismas cosas que sus hermanos. Él no tenía triunfos de que jactarse ni era el primero en nada. A veces se sentía, incluso, la vergüenza de la familia y por las noches unas pesadillas horrendas le tenían muerto de miedo. Entonces buscaba el refugio de su madre pero esta lo apartaba diciendo:

—¡A ver si creces y aprendes a ladrar!

Durante el día, a Kiko le gustaba tumbarse en la cubierta del barco, con la mirada perdida en el horizonte, y se entregaba a toda clase de fantasías. Soñaba que era un perro simpático y apuesto o, por qué no, un perro fuerte, respetado y admirado por todos y capaz de las mayores proezas y de los más temibles ladridos. Luego despertaba y volvía a su dolorosa realidad.

Pero Kiko tenía algo especial, siempre estaba ahí, dispuesto a escuchar a quien quisiera contarle sus cosas: que Samy se había lastimado una pata en una de sus carreras, que a Cuqui se le había caído un mechón de su brillante pelo, que el capitán había regañado al cocinero porque no le gustaba la comida.

Poco a poco, y sin advertirlo, Kiko fue desarrollando la mejor de las cualidades: era capaz de descubrir, en cada momento, los sentimientos de los demás. Pero esto no aliviaba su gran dolor. Pensaba que no servía para nada, que no le importaba a nadie, que era mejor no haber nacido.

Un día de tantos, tras el almuerzo, el barco arribó a un puerto, allí donde el Mediterráneo y el Atlántico se unen.

Ted y Penny pensaron que sus hijos ya estaban preparados para ver mundo y decidieron desembarcar con ellos, no sin antes advertirles sobre los miles de peligros que les acechaban. Los cachorros estaban emocionados. ¡Iban a ver la ciudad!

Dieron un paseo por el muelle. Todo era una fiesta para ellos pero nada les hizo reír más que la sensación que notaban en sus patas al pisar tierra firme.

—¡No os separéis de nosotros —repetía mamá Penny sin cesar—, que podéis perderos!

Kiko, feliz como nunca, sintió curiosidad por unos animales que vio a lo lejos y, sin pensarlo dos veces, para allá se fue. Era una fuente formada por cuatro inmóviles tortugas de piedra, dispuestas en círculo, que escupían por la boca incansables chorros de agua. Anduvo curioseando un rato por allí, pisó entusiasmado el césped y encontró un gran tesoro: ¡un palo! ¡Y era suyo!¡Él lo había visto primero! ¡Qué envidia iba a dar a sus hermanos!

«¡Eh, pero ¿dónde están todos? ¿Adónde han ido…? ¿Mamá. ¿Papá…?», pensó cuando se vio solo en el parque.

Angustiado, quiso ladrar para llamarlos pero de su garganta no salió sonido alguno. Desencajado por el terror, miraba en todas las direcciones en un frenético ir y venir, pero su búsqueda resultó inútil. No se les veía por ningún lado; entonces pensó que lo mejor sería volver al barco y, con un instinto aún en desarrollo, siguió olores y pistas que le condujeran al muelle. Estaba oscureciendo pero la sirena de un barco a lo lejos le confirmó que iba en la buena dirección. Su corazón latió de alegría y sus patas echaron a correr casi tan veloces como las de Samy.

De pronto el ruido ensordecedor de un claxon lo asustó y se detuvo en el último segundo, cuando estaba a punto de ser atropellado.

—¡Valiente chucho, mira por dónde vas! —le dijo el conductor chillando.

Kiko jadeaba aterrado y el corazón le latía como si fuera a salírsele por la boca. Tardó un rato en calmarse, entonces sí miró con cuidado y pudo cruzar. Sin embargo, cuando llegó al muelle vio cómo el barco que le había traído se alejaba con toda su familia, sus recuerdos y sus sueños dentro.

Inmediatamente comprendió su desgracia y con paso cansino y cabizbajo fue a echarse contra el muro que bordea el muelle. ¡Qué sería de él! No era fuerte ni sabía cazar ratones ni corría veloz ni era vistoso como los animales de compañía. Y, además, ¿quién querría un perro mudo? El pesimismo se apoderó de su ánimo y empezó a llorar como solo saben hacerlo los perros, con un llanto profundo pero sin lágrimas.

Buscó un rincón donde tumbarse y pronto se quedó dormido por el cansancio. Al día siguiente, la luz del amanecer lo despertó y le trajo el amargo recuerdo de su desgracia: ahora estaba solo en el mundo. Y su barriga rugía de hambre. Se puso en marcha olisqueando todo lo que encontraba a su paso en busca de algo que llevarse a la boca. Así anduvo vagabundeando por la ciudad, sin nada que comer y bebiendo de los charcos. Entonces decidió volver al muelle con la esperanza de encontrar el barco, de que hubieran regresado a por él.

Cuando por fin llegó al puerto buscó el barco entre todos los que estaban amarrados pero no lo vio. Abatido, se echó en un rincón dispuesto a pasar la noche pero el hambre no le dejaba dormir, en algún lugar tenía que haber alimento y él necesitaba encontrarlo. De modo que se puso a callejear.

A lo lejos observó a varios perros que comían de una bolsa de basura a los pies de un contenedor; sigiloso, se acercó a ellos dispuesto a compartir el banquete y la compañía.

—Grrrrr, grrrr, grrrrrrr —le gruñeron, enseñándole los dientes.

Kiko volvió derrotado al muelle para dejarse morir.

Pero Kiko tuvo suerte. Aquel atardecer de un caluroso día del mes de junio, como tantas otras veces, Marta salió a correr para aliviar la tensión del día. Nunca iba al muelle, pero sin saber muy bien por qué, ese día sus pasos se dirigieron hacia allí. Al pasar junto a un montón de trastos viejos oyó un sonido extraño, parecía un gemido. Se acercó y no tardó en descubrir a Kiko, tan muerto de miedo como de hambre y tan sucio que costaba reconocer que era un cachorro de perro, y decidió adoptarlo y llevárselo con ella.

Ahora Marta espera impaciente la hora de llegar a casa al salir del trabajo, pues sabe que Kiko la está esperando. El suave sonido de las llaves al abrir la puerta le alerta de su presencia y corre feliz a su encuentro. Tras cariñosos saludos, busca enseguida su pelota. Quiere que se la lance lejos para ir a buscarla una y otra vez hasta que comprende que Marta está cansada. Entonces se tumba a su lado y parece dormitar, pero por su quietud se adivina que le invaden los recuerdos del pasado

Por las noches, después de dar un paseo, se duerme plácidamente en su cojín, cerca de la puerta, pero su oído es capaz de captar el menor sonido.

Cuando Kiko llegó a la casa, los vecinos de Marta se mostraron distantes, pues temían que sus ladridos los despertaran por la noche, pero ahora están muy contentos con él, siempre lo saludan y lo acarician, y están admirados por lo silencioso que es.

Kiko nunca pudo imaginar que esa incapacidad para ladrar que tanto lo acomplejaba pudiera ser motivo de regocijo y admiración para alguien; él pensaba que no podría ser verdaderamente un perro si no ladraba bien fuerte.

Una noche, mientras dormía, Kiko oyó unos pasos extraños que le despertaron. Levantó inmediatamente las orejas y se acercó a la puerta con gran sigilo. El cuchicheo de voces no le dejaron lugar a dudas: había alguien fuera y su instinto le decía que aquello no era nada bueno. Tenía que avisar inmediatamente a Marta. Quiso ladrar; hinchó el pecho, gesticuló con la boca… todo fue en vano. Pero no podía desanimarse como otras veces, ahora no. Sin hacer ruido se acercó a la cama donde Marta dormía profundamente. Le tocó insistentemente con su patita, le lamió la cara hasta que por fin…

—¿Qué pasa Kiko? ¿Por qué me despiertas a estas horas?

La intranquilidad de Kiko y un sonido extraño le dieron la pista; Marta se levantó y, en silencio y sin encender luces, miró por la mirilla y allí estaban, entrando ya en la casa del vecino, mientras este estaba de vacaciones. Buscó su móvil y marcó…

—¡¿Es la policía? ¡Alguien ha entrado en el piso de al lado!

A los pocos minutos la calle se llenó de sirenas y luces giratorias. Los policías llegaron a tiempo de atrapar a los ladrones con las manos en la masa.

—¡Señora, no sabe usted lo afortunada que es de tener este perro! Si hubiera ladrado los malhechores se habrían dado a la fuga y no los hubiéramos capturado. Llevamos meses tras ellos y son muy escurridizos. ¿Y cómo dice que se llama su perro?
—¿Kiko?

—Bueno, Kiko, lo has hecho muy bien —dijo el policía acariciándolo—. ¡Buenas noches, señora, y cuide de ese perro que tanto nos ha ayudado!

Han transcurrido los meses y Kiko ha crecido. Sigue siendo el perro perdido que Marta encontró en la calle un día de junio: no es ni fuerte ni bello, ni veloz ni astuto y no puede avisar a nadie con sus ladridos pero es desde hace tiempo la mejor compañía para Marta y el mejor guardián para los vecinos. Con la mirada y su gracioso meneo de rabito sabe agradecer todo lo que se le da y se esfuerza mucho por ser cariñoso, discreto y amable.

Carmen de Manuel
Kiko, el perro que no podía ladrar
Barcelona: Bellaterra, 2012

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