Dios, patria y poder

El nacionalismo cristiano que busca conquistar Estados Unidos

Con el nuevo desembarco de Donald Trump en la casa Blanca, los nacionalistas cristianos creen que llegó el momento de «purificar» a Estados Unidos -extirpando, por ejemplo, la «ideología woke»- e implementar el «plan de dios» instaurando la prioridad de los valores cristianos -tal como ellos los conciben- en la política y el derecho. Un proyecto que encarna una fuerte amenaza para la democracia.

Antonella Marty

Dios, patria y poder

Desde su vuelta a la Casa Blanca, Donald Trump ha reafirmado su alianza con el nacionalismo cristiano blanco, otorgándole un acceso sin precedentes al poder del gobierno federal. Recientemente, nombró a la telepredicadora evangélica y exponente de la teología de la prosperidad estadounidense, Paula White, al frente de la recién creada White House Faith Office (Oficina de la Casa Blanca para la Fe), una agencia creada con el argumento de «fortalecer a las familias estadounidenses». En línea con esta agenda, anunció también la emisión de una orden ejecutiva para establecer un grupo de trabajo contra el «sesgo anticristiano», con el objetivo de perseguir una supuesta «violencia contra la comunidad cristiana».

Con un Partido Republicano bajo su control y una Corte Suprema de mayoría conservadora, Trump intensifica su retórica religiosa, con campañas en las que se lo ha visto rodeado de políticos y pastores que bajan la cabeza, colocan sus manos sobre él, cierran los ojos y le rezan cual mesías en un éxtasis narcisista, al tiempo que los llama «mis hermosos cristianos». En julio de 2024, Trump se dirigió a los cristianos a quienes les pidió el voto y les dijo: «En cuatro años no tendrán que votar de nuevo. Lo habremos solucionado tan bien que no tendrán que votar, mis hermosos cristianos».

El nacionalismo cristiano es un movimiento político-religioso que surge con la intención de crear una nación cristiana y perpetuar la falsa narrativa de que Estados Unidos fue, alguna vez, una nación cristiana, pero que ya no lo es por culpa de una crisis moral producto de la cultura «woke» (transformado en sinónimo de avance en materia de derechos sociales y libertad) o una «decadencia moral de occidente» (argumento que repiten las nuevas derechas, desde Donald Trump hasta Nayib Bukele y Javier Milei). Este movimiento tiene el propósito específico de convertir (o retornar, según sus narrativas) a Estados Unidos en una nación bajo leyes cristianas. Como sintetizó el columnista del New York Times David French, «el problema con el nacionalismo cristiano no tiene nada que ver con la participación cristiana en la política, sino con la creencia de que los valores cristianos deberían tener prioridad en la política y el derecho. Puede manifestarse en la ideología, la identidad y las emociones. Además, si llegara a arraigarse, cambiaría por completo la Constitución y fracturaría nuestra sociedad».

Este movimiento es diverso y tiene múltiples variantes, que abarcan desde sectores del catolicismo y del protestantismo hasta iglesias y megaiglesias pentecostales y neopentecostales, cada una con su propia interpretación y enfoque, pero todas con el mismo objetivo: hacernos creer que Estados Unidos, desde la década de 1960, se ha alejado de Dios y debe ser castigado por ello. Los nacionalistas cristianos consideran a Estados Unidos como elegido por Dios para cumplir un propósito especial en la historia defienden que las personas que fundaron el país lo hicieron en nombre del cristianismo, lo cual es una falsedad histórica.

El nacionalismo cristiano no es algo nuevo. Pero hoy se erige desde la nueva derecha con un programa de gobierno que busca diseñar un país donde una niña de trece años pueda ser forzada a dar a luz mientras se le prohíbe leer un libro sobre la importancia de la diversidad sexual o sobre la turbia historia segregacionista de la nación; un país donde los cuerpos de las mujeres y personas trans están sujetos a una regulación más estricta que las armas de fuego; un país donde se protege a las infancias del «mal» de las banderas de arcoíris, pero se las deja vulnerables a tiroteos masivos en las escuelas o a incontables abusos sexuales en manos de dirigentes religiosos o familiares; un país que asigna presupuesto al gasto militar, pero no para la atención médica universal; un país donde la policía dispara por la espalda a personas negras desarmadas, pero elige un presidente que ha cometido 34 delitos, como es el caso de Donald Trump.

Los nacionalistas cristianos defienden la idea de que el país debe ser una «nación cristiana» o, al menos, estar liderado por cristianos. Esta propuesta refleja la creación de un modelo teocrático que percibe a Estados Unidos como un elemento único y especial en los «planes de dios» para la humanidad. Ese proyecto hoy está en el poder con Donald Trump -quien por otro lado asumió esas banderas de modo en gran medida oportunista- y el vicepresidente JD Vance.

A lo largo del tiempo, los enemigos del nacionalismo cristiano han ido cambiando acorde a las épocas. Desde los pueblos originarios, las personas negras, los ateos, las mujeres, los comunistas, hasta, ahora, los «woke» y las personas trans. Cada «enemigo» construido tiene su lugar en el relato diseñado por este movimiento. Las «bendiciones» que se le habría concedido a Estados Unidos estarían amenazadas actualmente por una «degradación cultural» que destruye la «pureza» de una nación que estaría en peligro. El nacionalismo cristiano no es solo un conjunto de creencias religiosas, sino también una narrativa profundamente arraigada, una deep story que es contada y recontada una y otra vez a lo largo del tiempo.

Esto explica que la insurrección y toma del Capitolio de Estados Unidos el 6 de enero de 2021 no fuera un hecho aislado, sino una manifestación visible y violenta de un movimiento político que había estado cocinándose en las sombras durante años, siendo una de las corrientes más antiguas y poderosas de la política estadounidense. Hasta ese momento, muchos no habían reconocido la real influencia del nacionalismo cristiano y sus conexiones. Sin embargo, el 6 de enero marcó la eclosión de una presión acumulada que había estado calentándose durante mucho tiempo, alimentada por figuras como Trump, quien, tras perder las elecciones frente a Joe Biden, usó las redes sociales para difundir mentiras sobre unas «elecciones robadas» (y fueron las elecciones más escrutadas de la historia del país).

La toma del Capitolio se puede entender como un antes y un después, como un acto material y simbólico. Un evento recargado de pancartas que proclamaban «Jesús 2020»en el que los insurrectos ingresaron una bandera asociada al nacionalismo cristiano al propio Senado y la colocaron junto a la bandera estadounidense, acompañado de una espectacularización grotesca de masculinidad violenta. En nombre de Jesús, Jacob Angeli, conocido como «chamán de QAnon» (el hombre con unos cuernos de bisonte, con el pecho desnudo y con pintura en el rostro, cuya imagen recorrió los portales periodísticos del mundo), lanzó una plegaria en público, afirmando que esa era «nuestra» nación y no la de «ellos», y que la meta era recuperar «América» y entregársela de nuevo a dios, deshacerse de los comunistas (como repiten los neomacartistas al estilo de Javier Milei en Argentina e Isabel Díaz Ayuso o Santiago Abascal en España) y usar la violencia si era necesario:

«Gracias, padre celestial, por brindarnos esta oportunidad, por permitirnos ejercer nuestros derechos, por permitirnos enviar un mensaje a todos los tiranos, comunistas y globalistas, que esta es nuestra nación, no la de ellos. No permitiremos que Estados Unidos, el estilo de vida estadounidense, caiga. Gracias, divino, omnisciente y omnipresente Dios creador, por bendecirnos» -oró Angeli vestido de un modo no muy asimilable a los cristianos convencionales.

Miembros actuales de la Cámara de Representantes, como Lauren Boebert y Marjorie Taylor Greene, han manifestado públicamente su rechazo a la separación entre Iglesia y Estado. Boebert, en particular, ha declarado: «Estoy cansado de esta tontería de separación entre Iglesia y Estado, eso no está en la Constitución. Estaba en una carta apestosa [de uno de los padres fuundadores] y no significa nada como dicen que significa». Y bregó por una nación nacionalista cristiana que ponga a dios en primer lugar. Estas afirmaciones, merece la pena insistir, no provienen de pastores o creyentes en contextos informales, sino de representantes electos y con poder que sostienen, desde la raíz más profunda, que el cristianismo debe ser la norma. Los que repiten que Estados Unidos debería ser una nación cristiana son miembros del Congreso, fiscales generales, presidentes, miembros del gabinete, candidatos a la gobernación y personas con influencia en la política pública.

Mientras tanto, Marjorie Taylor Greene es la máxima exponente de las teorías conspirativas, y llegó a sostener que un terremoto y un eclipse que sucedieron en la misma semana son fuertes señales y advertencias de que dios nos dice que debemos arrepentirnos. «Tenemos que ser el partido del nacionalismo. Yo soy una nacionalista cristiana, y lo digo con orgullo. Todos deberíamos ser nacionalistas cristianos», dijo durante una Cumbre de Acción Estudiantil de la organización radical y trumpista por excelencia, Turning Point, sosteniendo que el nacionalismo cristiano es un movimiento que resolverá la «inmoralidad sexual» en Estados Unidos (la obsesión que las nuevas derechas tienen con la sexualidad es también un asunto a tratar).

No se trata de impedir que las personas vayan a sus iglesias, sinagogas, mezquitas o templos. El problema radica en que buscan imponer una visión religiosa específica como fundamento del Estado y las leyes.

Corresponde aclarar también que la fusión entre el nacionalismo y la religión no es exclusiva de los Estados Unidos. En Europa y América Latina existe una versión del nacionalismo cristiano, cuyo eje central es la defensa de la «civilización cristiana» y la preservación de la «vida tradicional» de los sectores blancos heteropatriarcales, que ahora encima se victimizan porque sienten que los avances del feminismo o los estudios de género les están quitando «derechos» (en realidad, están acabando con sus privilegios históricos y eso es lo que les molesta). El lema «Dios, familia y patria» ha encontrado eco profundo en muchas comunidades hispanas, donde la fe y la espiritualidad juegan un papel central. En términos de estrategia política, la nueva derecha ha identificado a las iglesias como un canal fundamental para conectar con los votantes latinos. Según las estimaciones, la mayoría de las veces el contacto con esta comunidad en Estados Unidos ocurre a través de las iglesias, donde muchos ya comparten valores alineados con el conservadurismo de antaño.

Para esto, se valen de maquinarias mediáticas, redes sociales, trolls (en el caso del gobierno de Javier Milei, financiados con recursos de los contribuyentes), influencers, foros anónimos, fanáticos del culto, entre otros. En el caso de Donald Trump, además de los agentes del régimen ruso, destacan redes como Nexstar, Fox News, Breitbart, Sinclair y, especialmente, la Trinity Broadcasting Network, fundada en 1973 como la primera plataforma mediática evangélica, que proyectó a figuras como Pat Robertson o Franklin Graham.

Desde allí, los teleevangelistas cautivaron a una enorme audiencia, definida incluso por ex-conductores de estos programas televisivos como una red de «autoproclamados profetas» y «recaudadores seriales de fondos». En nuestros días, la Trinity Broadcasting Network es la red televisiva religiosa más grande del mundo, con una audiencia estimada de 2.000 millones de espectadores. Esta red ha devenido en un pilar fundamental de apoyo para Donald Trump y el movimiento MAGA [Make America Great Again], siendo clave la captación de una gran parte del voto evangélico conservador para su llegada a la Casa Blanca.

Durante la década de 1970, los evangélicos comenzaron a acceder a un mayor número de canales de radio y televisión, incrementando significativamente su influencia en la política estadounidense. Estos grupos contaron con el apoyo de la red de medios Christian Broadcast Network (Red de Radiodifusión Cristiana), fundada en 1959 y operada por el magnate Pat Robertson, quien utilizó los medios para unificar y movilizar a la base cristiana evangélica conservadora. La tecnología ha cambiado, pero los mecanismos parecen ser los mismos…

En su artículo titulado «Trump, el nuevo mesías», la periodista Gina Montaner describe cómo una parte significativa del movimiento evangélico en Estados Unidos comenzó a ver a Donald Trump como una figura mesiánica, especialmente después de su apoyo a la agenda cristiana, centrada en la lucha contra el derecho al aborto. Según Montaner, el ataque al Capitolio fue interpretado por muchos evangélicos como una batalla bíblica, en la que las fuerzas del «bien» (representadas por el trumpismo) luchaban contra las fuerzas del «mal» (el Partido Demócrata o simplemente lo progre). Esta visión transformó el Capitolio en un templo que debía ser purificado, con Trump ubicado en el rol de un líder profético que guiaba la lucha. A pesar del lenguaje agresivo y divisivo de Trump, los líderes evangélicos no solo aceptaron su estilo, sino que lo vieron como el vehículo para imponer su mensaje. La llegada de Trump al poder desmanteló cualquier idea de que Estados Unidos fuese un país excepcional o estuviera a salvo del avance del populismo autoritario.

El movimiento MAGA parece dispuesto a desmantelar los principios de una nación secular para instaurar una nación cristiana. Desde entonces, han cobrado fuerza ideas como que Estados Unidos «necesita un dictador» o expresiones de seguidores de Trump dándole la bienvenida «al fin de la democracia». El acuerdo entre Trump y los evangélicos sigue siendo claro: el líder del culto comenzó a tomar decisiones para satisfacer a un poderoso lobby religioso, como los nombramientos en la Corte Suprema. A cambio, los líderes religiosos movilizaron a sus feligreses para que votaran por él. Montaner también señala cómo, en la segunda vuelta electoral, los líderes evangélicos conservadores celebraron la victoria de Trump como un cumplimiento de una «profecía», conectando su triunfo con un «designio divino» y la creación de una nueva era de «dominio cristiano».

Este fenómeno subraya cómo el apoyo político y religioso a Trump está profundamente arraigado en una ideología que lo ve como el salvador de los valores cristianos frente al supuesto pecado del Partido Demócrata. Así, las organizaciones religiosas de derecha utilizan a Trump como un medio para vender sus propias agendas políticas y religiosas, mientras que él capitaliza el respaldo de estas entidades para consolidar su liderazgo. Este fenómeno genera un sistema de retroalimentación perversa, con jerarquías y estructuras sectarias en las que se encuentran grandes intereses económicos, ambiciones de poder y, en muchos casos, dinámicas de explotación sexual.

El alineamiento entre republicanos y evangélicos, iniciado en 1980 con la llegada de Ronald Reagan y su «mayoría moral», no solo se ha mantenido, sino que con Trump ha alcanzado niveles de radicalización y viralización producto de las plataformas contemporáneas que impulsan los discursos de odio del movimiento neorreaccionario -esos que hablan de la «religión del amor», pero son los primeros en crear un nuevo mandamiento: «tira piedras y ofende al prójimo»-.

También debemos tener en cuenta el rol de distintas redes religiosas interconectadas que influyen en la nueva derecha. Una de estas redes es conocida públicamente como The Fellowship y, en privado, como The Family, una organización cristiana fundada en 1935 por el ministro metodista estadounidense Abraham Vereide, que funciona como foro, «capacitando» a personas y es soporte de «experiencias espirituales», mientras ayuda a colocar en posiciones de poder a personajes religiosos a través de las instituciones de los Estados Unidos y el resto del mundo.

La segunda es la New Apostolic Reformation (NAR), surgida del ala pentecostal y carismática del evangelismo e integrada por una amplia gama de ministerios, tanto grandes como pequeños. El periodista Frederick Clarkson alerta sobre el creciente poder de este movimiento religioso que lidera la política cristiana de la nueva derecha. Para la NAR, Trump es «un soldado de Dios peleando la batalla contra las fuerzas de Satán». El movimiento profetiza un «Fin de los Tiempos», en el que buscan establecer un dominio religioso y político. El concepto central es el «mandato de las siete montañas», que promueve que los cristianos deben tomar el control de áreas clave de la sociedad, como la familia, la religión, la educación, los medios de comunicación, artes y entretenimiento, lo negocios y el Estado (algo así como su «batalla cultural»). Este enfoque se ha vuelto cada vez más político, con figuras como el presidente de la Cámara de Representantes, Mike Johnson, mostrando su apoyo a esta visión, y una creciente incidencia de estas ideas en la Corte Suprema de Estados Unidos o cortes estatales como la de Alabama. La NAR está ganando visibilidad, con su influencia extendiéndose más allá de lo religioso hacia el poder político.

La tercera es la organización católica Opus Dei, la cual se extiende por todos los países hispanos y las reglas de pertenencia incluyen una aceptación de la obediencia ciega, ordenadas por el propio fundador de la secta, Josemaría Escrivá de Balaguer, en su obra El camino (1934). Desde entonces, el Opus Dei se dedica a «evangelizar» a individuos con influencia económica o política, representando un arma política que amenaza la forma democrática de gobierno. Asimismo, está formada por individuos que estando en posiciones de gran influencia (incluidos think tanks que se denominan liberales, conservadores o libertarios) deben obedecer y eliminar la duda de su mente, siendo «verdaderos soldados», para seguir propósitos políticos que lleven a la instauración de la religión como ley del Estado.

Estas redes están convencidas de que el cristianismo está bajo asedio y debe ser restaurado a su lugar original mediante una toma de control teocrática de las instituciones políticas y culturales de Estados Unidos, algo que será mucho más sencillo de lograr en esta segunda administración de Donald Trump. Para ellos, el objetivo es cristianizar a la sociedad mediante el llamado de un dios, supuesto creador del universo, con trillones de estrellas bajo su dominio, quien vive preocupado y obsesionado con lo que los adultos hacen voluntariamente con la sexualidad. La religión se erige así como un pilar fundamental en las nuevas derechas, articulando una estrecha conexión entre profetas y votantes.

Fuente: nuso.org

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