Manuel Damián Arias M.
Hoy, 6 de agosto de 2015, se cumple el 70 aniversario de uno de los acontecimientos históricos más nefastos y oscuros en la historia humana: el uso de armas nucleares en contra de población civil, en una guerra.
Desde las islas Marianas en el medio del Océano Pacífico, el lunes 6 de agosto de 1945, un bombardero estratégico Boeing B-29, denominado “Enola Gay”, despegó, en horas de la mañana, albergando en su bodega de bombas al poder más destructivo visto por el ser humano, convertido en un dispositivo atómico, de nombre “Little Boy”, con una potencia de alrededor de 16 kilotones (16 mil toneladas de TNT), hacia la ciudad-puerto japonesa de Hiroshima.
Poco después de las 8:00 de la mañana, los incrédulos habitantes de la ciudad japonesa, vieron al poder del sol deslumbrarlos con una energía que asesinó a 100 mil personas en pocos segundos y que, con el paso de los días, se encargaría de fulminar, mediante la radiación residual, a otros 60 mil habitantes. Tres días más tarde, el 9 de agosto de 1945, una segunda bomba atómica, sería lanzada sobre la ciudad industrial de Nagasaki, esta vez con una potencia mayor, de aproximadamente 20 kilotones (80 mil víctimas).
Desde un punto de vista ético y moral, el uso de estas armas de destrucción masiva, por parte de la milicia de los Estados Unidos de América, no puede, ni debe tener justificación alguna.
Si bien es cierto, las bombas le pusieron punto final al conflicto más sangriento y horrible que ha visto el ser humano, el genocidio atómico sólo fue el principio de una carrera armamentista que nos ha llevado al callejón sin salida de un posible Armagedón global, gracias a la nefasta conclusión, esgrimida durante la Guerra Fría por las dos potencias antagónicas, Estados Unidos y la Unión Soviética, de que, en una guerra nuclear, no podría haber un ganador, porque la misma significaría el fin de la civilización y, posiblemente, de la vida, tal y como la conocemos en el planeta Tierra.
Si bien es cierto, la Guerra Fría ha quedado atrás, aún sobreviven más de 50 mil cabezas nucleares en el mundo, la mayoría de las cuales tienen una potencia entre 100 y 1000 veces mayor a las bombas que destruyeron Hiroshima y Nagasaki, en manos de, al menos, nueve países (Estados Unidos, Rusia, Francia, Reino Unido, República Popular China, India, Pakistán, Israel y Corea del Norte).
A la proliferación de países que, injustificadamente, poseen arsenales nucleares, hay que sumar a un creciente número de organizaciones terroristas, cuya mayor ambición es contar con un dispositivo nuclear, para aterrorizar al mundo. Según se ha calculado, hay suficientes armas nucleares para borrar todo lo que existe en la superficie terrestre unas diez veces y, sin embargo, las iniciativas de desarme no prosperan, quizás a la espera de que, una vez más, el infierno vuelva a repetirse para millones de seres humanos, como ya sucedió en Hiroshima y Nagasaki hace exactamente 70 años.
¡No más armas nucleares! ¡Hiroshima y Nagasaki, nunca más! Desde su comunidad, desde su escuela, desde su lugar de trabajo, exíjale a su gobierno y a las instituciones internacionales, para que inicien pronto con conversaciones que garanticen, de una vez por todas, la desnuclearización de nuestro pequeño planeta azul, hasta hoy único lugar en el Universo en el que sabemos es posible el milagro de la vida.
Liberemos a nuestras hijas e hijos de la probabilidad de un Apocalipsis atómico que acabe con este oasis de existencia, único y maravilloso en la inmensidad del Cosmos.
– Periodista