Enrique Jardiel Poncela
BUSCANDO EL MONT-BLANC
Llevo diez días viajando por Suiza y buscando el Mont- Blanc, y hasta ahora no he encontrado más que abetos, helechos, pinos, túneles y sanatorios.
Al atravesar el Simplón, con rumbo a Ginebra, yo me decía: —Bueno, ahora, en cuanto se acabe el túnel, veré el Mont-Blanc.
Y el túnel se acabó, las viajeras elegantes se apresuraron a retocarse los labios, y lo que vi fue el lago Mayor. Pero el Mont-Blanc, ni rastros.
Empiezo a creer que el Mont- Blanc no existe y que su fama mundial es un truco de las Agencias de Turismo. Cada vez que le pregunto a un compañero de viaje: «Diga usted, ¿y el Mont-Blanc?», el compañero de viaje extiende una mano, con el índice en punta, señala un punto del horizonte, y me dice:
—Lá bas.
Y yo miro hacia el sitio indicado, y no veo más que unas cuantas montañas.
Esto es un asquito.
EL LAGO MAYOR
El lago Mayor es el mayor de todos. Por eso le llaman Mayor. Está repleto de «villas», como la Costa Azul y como la Ciudad Lineal. La parte Norte es Suiza y verdosa; la parte Sur es italiana y azul. El día que surja una guerra entre Italia y Suiza, el cisco que se va a armar en este lago Mayor va a ser de los de aupa, y lo mismo la parte Norte que la parte Sur se van a poner verdes.
GINEBRA.—NI GINEBRA NI BOLLOS SUIZOS
El que llega a Ginebra pensando que está en Suiza, se cae sentado al salir de la estación. Ginebra es una población francesa, en la que las damas enseñan las piernas hasta… hasta la exageración, en la que los edificios son suntuosos, en la que todo está saturado de comodidad y en que la gente se divorcia por un «quítame allá esa Sociedad de Naciones».
He visto la Bolsa, la Catedral y los Bulevares, y he acabado sentándome a tomar café helado, pensando en Calvino.
—Saboree el café, señor—me ha dicho el camarero—, porque está helado con nieve del Mont-Blanc.
He dado un salto.
—¡Pero, oiga usted! ¿Dónde está el Mont-Blanc?
—Lábas—me ha contestado, extendiendo un dedo en el aire.
Yo he mirado hacia allí y he visto unas nubecitas. Por no tener un disgusto de los gordos, he cambiado de conversación y le he dicho al camarero que me trajese una copita de ginebra.
—No hay—me ha respondido.
—¿Cómo? ¿Qué no hay ginebra en Ginebra?
—No, señor.
—Bueno, pues tráigame un bollo.
—¿Un bollo?
—Sí; un bollo suizo.
—En Suiza no se fabrican bollos, caballero. Pero le traeré un bollo español, que han llegado anteayer y aún están tiernos.
Y me lo ha traído.
Y resulta que los que llaman en Suiza bollos españoles son los que llamamos en España suizos.
Me estoy haciendo un lío terrible.
PASEO LITERARIO
Como, después de todo, dicen que uno es un literato, he comprendido que estaba en la obligación de dar un paseo literario por Ginebra, ciudad extraordinariamente intelectual. He visto el castillo de Mme. de Staël, y he declarado :
—¡Es muy bonito!
Visito después el castillo de Cerney, lleno de recuerdos de Voltaire, y he exclamado:
—¡Precioso! Devuélvanle ustedes los recuerdos. Luego, en la quinta de Lord Byron he dicho:
—¡Muy poético!
Frente el Calvinium. confieso :
—¡Hay que ver!
La estatua de Miguel Servet me hace observar:
—Está muy parecido.
Y ante el número 90 de la Gran Rue, sitio donde vivió Rousseau, he murmurado:
—Bueno, pues va a ser cosa de marcharse.
Y me he marchado de Ginebra, saturado de literatura. Los llamados intelectuales somos así.
LAUSANA
Dos horas de camino, y me encuentro en Lausana (Lausanné, como escriben los idiotas y algunos farmacéuticos).
Lausana es una ciudad para alpinistas, como Chamonix y Madrid cuando el Ayuntamiento arregla el empedrado. Está construida sobre montañas, y para subir desde la estación hay dos caminos: o se toma un funicular, o se toma carrerilla y se atiza uno una ascensión monte arriba para la que son necesarios cinco horas y tres thermos de limón helado.
Los diferentes barrios de la ciudad se enlazan por medio de puentes tendidos sobre espeluznantes abismos, y aquí, al que quiere suicidarse, se le dan toda clase de facilidades.
Lausana tiene también Ayuntamiento y una tienda de gomas para los paraguas (dos establecimientos que no faltan nunca en las ciudades cultas), y sus calles están tan en cuesta y son tan tortuosas, que un paseo por Lausana sign’fica mes y medio de guardar cama por «agujetas pertinaces».
Realmente en Lausana llueve mucho, y como no es cosa de ponerse de mal humor, ordeno que me limpien el calzado, y me largo a Basilea.
BASILEA.— EL PFALAZ
En Basilea respiro atmósfera alemana. Los guardias fuman en pipa y las mujeres tienen caras de contraltos.
Deambulo (¡atiza!) por las calles, y me miro el rostro en las aguas del Birsig; por cierto que las dulces aguas del Birsig me hacen comprender que no estoy afeitado.
De cuando en cuando encuentro una fuente, provista de un cubilete sujeto por una cadena y puesto allí para que el transeúnte pueda beber con comodidad. Si no existiesen las cadenas que sujetan estos cubiletes, el transeúnte los emplearía también para beberi pero sería llevándoselos a casa.
Los edificios están construidos con piedra rojiza, y esto hace pensar que todos tienen erisipela.
Desde el Pfalaz, hermosa terraza provista de árboles y de moscas, contemplo Basilea a mis pies. A la derecha, el Grand Bale, los barrios modernos con sus excelentes peluquerías, donde suelen afeitar al cliente: a la izquierda, el Petit Bale, la ciudad de los obreros; y uno y otro, separados por el Rhin, ese río que siempre aparece por donde no se le espera.
Hoy, que es la fiesta del 14 de Junio, Basilea está inaguantable. Una gran manifestación recorre la ciudad. Los ciudadanos suizos, al frente los estandartes de sus cantones, se agrupan y cantan. Cantan desde la mañana a la noche, recorriendo toda la ciudad, y cuando han concluido de recorrerla, empiezan otra vez, sin dejar de cantar.
De madrugada regresan a casa hechos polvo, dicen que se han divertido un horror y se acuestan. Me voy por no matarlos.
Fuente: El Libro del Convaleciente (inyeciones de alegría para hospitales y sanatorios)