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Días malos en la historia

16 DE AGOSTO DE 1812

¿El hogar de los valientes? No en Fort Detroit

«La nación ha sido engañada por un engañabobos.

—Richard Rush, confidente del presidente James Madison, tras la rendición del general William Hull en Fort Detroit.

William Hull se acercaba a los 60 años cuando, tras un valiente servicio a su país en la Revolución Americana, su reputación se arruinó en un instante el 16 de agosto de 1812. Los incipientes Estados Unidos acababan de declarar una segunda guerra contra Gran Bretaña cuando el general Hull rindió Fort Detroit y todo el territorio de Michigan que protegía, sin luchar. Fue un acto tan reprobable para sus compatriotas que incluso los Padres Fundadores que una vez estimaron a Hull ahora rebuznaban por su sangre.

«Por supuesto, será fusilado por cobarde y traidor», escribió un indignado Thomas Jefferson al presidente James Madison. El presidente de la Cámara de Representantes, Henry Clay, de Kentucky, ardiente partidario del inicio de la guerra, se sumó al coro asesino: «Fue una rendición tan vergonzosa, tan vergonzosa, que tanto si procedió de una u otra causa [traición o cobardía] merece ser fusilado». De hecho, la muerte por fusilamiento fue el veredicto de un tribunal militar convocado en 1814, con el futuro presidente Martin Van Buren como fiscal.

El vigor patriótico durante la Guerra de la Independencia, que le había valido a Hull un elogio de George Washington y una amistad duradera con Nathan Hale, parece haber sido sustituido por la cimidez cuando Hull fue llamado a filas en la Guerra de 1812. El general no tardó en ganarse el desprecio de sus hombres, incluso semanas antes de la rendición, cuando, tras realizar una audaz incursión ofensiva en Canadá, decidió escabullirse de vuelta a Detroit al menor atisbo de resistencia enemiga. «Es un cobarde», se quejó un oficial, “y no arriesgará su persona”. El terror al tomahawk y al cuchillo de arrancar cabelleras se había apoderado de Hull, una situación que el general británico Isaac Brock conoció a través de cartas interceptadas y utilizó en su beneficio para tomar Fort Detroit.

Posicionado al otro lado del río Detroit, con sus aliados nativos americanos bajo el liderazgo del jefe Shawnee Tecumseh, Brock envió un mensaje a Hull diseñado para despertar los temores más profundos del general americano. No tengo ninguna intención de participar en una guerra de exterminio», declaró Brock, “pero debe saber que el numeroso grupo de indios que se han unido a mis tropas escapará a mi control en cuanto comience la contienda”.

Según la mayoría de los informes, la advertencia (junto con algunos incendiarios británicos que la acompañaron) tuvo el efecto deseado. Hull se convirtió en un caos aturdido y vacilante. «El general eligió el lugar más seguro del fuerte para sentarse», según el testimonio de un testigo del consejo de guerra de Hull. «Su voz temblaba cuando hablaba, al parecer inconscientemente se llenaba la boca de tabaco, echando quid tras quid, más de lo que generalmente tapa. La saliva coloreada con el jugo del tabaco corría de su boca sobre su paño de cuello, barba, corbata y chaleco; frotaba la parte inferior de su encaje, que aparentemente estaba cubierta de saliva; repetidamente se le informó de que el enemigo estaba cruzando el río, pero no tomó ninguna medida 1 para oponerse a ellos.»

Lejos de ser superado en número, Hull ondeó la bandera blanca o, mejor dicho, su hijo Abraham salió del fuerte portándola, ya que ninguno de los hombres del general estaba dispuesto a cumplir tan deshonroso deber. El general 13rock quedó atónito ante la fácil capitulación, lograda, como escribió triunfalmente a su superior, «sin el sacrificio de una sola gota de sangre británica».

Por el contrario, los hombres de Hull, 2.500 de los cuales fueron entregados como prisioneros de guerra, estaban mortificados. «Ver nuestras banderas prostituidas», escribió uno de ellos, “ver y oír los disparos de nuestra propia batería y los gritos de las tropas británicas, los alaridos de los salvajes y la descarga de armas ligeras, como señales de alegría por nuestra desgracia, fueron escenas demasiado horribles para meditarlas con otra intención que no fuera la de vengarse”. Especialmente hiriente fue la visión de las fuerzas británicas besando un cañón que les fue arrebatado en Saratoga en 1777, una barbaridad revolucionaria en la que, irónicamente, Hull había luchado.

La infamia instantánea era ahora la suerte del general, sin importar que el destino de los aldeanos que se habían refugiado en la ciudadela le hubiera preocupado antes de la rendición. «¡Dios mío!», se le oyó exclamar. «¿Qué haré con estas mujeres y niños?». En la mente de Hull, él los había salvado del salvajismo despiadado de los indios. Para el resto de la joven nación, sin embargo, era un fracaso o, peor aún, un traidor.

«¿Fue cobardía?» John Quincy Adams escribió a su padre, el segundo presidente. «No puedo imaginar cobardía lo suficientemente vil, para tal transacción-¿Fue traición?-Debería ser más reacio a esta conclusión incluso que a la otra-Uno de ellos debe haber sido-La imaginación no puede concebir una tercera alternativa».

De hecho, había una tercera: que Hull era un chivo expiatorio conveniente por la incapacidad del gobierno de proporcionar refuerzos navales y otros refuerzos vitales al territorio. Pero en medio de las pasiones de la guerra, pocos consideraron esa alternativa. Aunque Hull fue finalmente absuelto de traición, la acusación de cobardía se mantuvo. Y por ello, fue condenado a muerte. El presidente Madison aprobó el veredicto, pero mitigó la sentencia, dejando a Hull para pasar el resto de su vida luchando por vindicarse.

Si Thomas Jefferson se hubiera salido con la suya, Hull -a quien el tercer presidente comparó con Benedict Arnold- habría manchado perpetuamente las páginas de la historia de Estados Unidos. Pero como dijo un cronista, «un destino muy generoso permitió que este hombre se hundiera en la oscuridad».

¡Hasta ahora!

Tomado del libro «Bad Days in History»