Enrique Gomáriz Moraga
En un conflicto armado es habitual que cada parte construya una estrategia declaratoria que solo cuente sus propias victorias. Así, no puede resultar extraño que, al comienzo de la contraofensiva ucrania, los portavoces de Kiev hablaran de la proximidad –casi la inmediatez- de una derrota militar de Rusia que permitiera recuperar todos los territorios del Dombás. No importó que solo unas semanas antes, el propio Zelensky excluyera este quimérico escenario, “porque el precio a pagar en vidas para el pueblo ucranio sería demasiado alto”.Cabría indagar cual sería la razón de este radical cambio de discurso, que, en menos de dos meses, pasa de descartar una victoria muy costosa a una ofensiva militar sin que importen mucho las consecuencias. Parece evidente que la causa reside en el propio fundamento de la contraofensiva ucrania: el salto adelante del involucramiento militar occidental en la guerra. Sin las armas y la inteligencia militar de Washington y Londres, Kiev no se habría lanzado a la ofensiva.
En todo caso, si bien parece lógico que Kiev acompañara su contraofensiva de un relato militar ostentosamente victorioso, no resulta tan comprensible que los medios de comunicación europeos se dejaran arrastrar por ese guion. En general, el inicio de la contraofensiva fue saludado por muchos comentaristas como la prueba definitiva de que era posible derrotar a Rusia en la guerra. Periódicos liberales, como español El País, publicaron comentarios eufóricos sobre la pronta derrota de Moscú. Uno de ellos, titulado sin demasiada sutileza “El desmoronamiento”, de Lluis Bassets, anticipaba abiertamente la inapelable derrota militar rusa y la más que probable caída de Putin en Moscú. Había llegado la hora de que la maquina política y militar de Putin se desmoronara. Simplemente no le quedaba al Kremlin otra opción.
Tengo que admitir que me pareció un poco rudimentario ese razonamiento. ¿La Rusia de Putin no respondería de manera consecuente a la contraofensiva de Kiev? ¿No era plausible esperar una reacción de Moscú? Y si esta se producía, ¿no sería la consecuencia más probable que se disparara una escalada general impulsada por todas las partes?
En la mañana moscovita de este 21 de septiembre, la respuesta rusa llegó de la propia boca del presidente Putin. Y como era de esperar, no representa otra cosa que su propia contribución a la escalada militar. Por un lado, se decreta una movilización parcial de 300 mil reservistas para asistir a las fuerzas combate en Ucrania, y de forma complementaria, se proyecta la organización de plebiscitos urgentes en los territorios del Dombás, para, de la misma forma que se hizo en Crimea, decidir si esos territorios pasan a formar parte de la Federación Rusa. El propósito de esa operación refiere también a la normativa rusa de no utilizar las armas nucleares a menos de que sea atacado el territorio de la Federación. Dicho brevemente, si Ucrania siguiera avanzando hacia el este estaría atacando suelo ruso y por tanto provocando el uso del arma nuclear, al menos a nivel táctico.
Inmediatamente, los animosos comentaristas europeos de la contraofensiva ucrania, ya no hablan de la inminente derrota de Rusia, sino que ponen el grito en el cielo para subrayar el chantaje nuclear ruso. De la euforia se ha pasado a un nerviosismo inocultable.
La opinión publica europea debe pensar bien si quiere dejarse arrastrar por esta escalada belicista global, cuyo motor no es otro que una competencia hegemónica liderada por los halcones de ambas partes. De un lado, los estrategas de Washington y Londres, empeñados en derrotar a Rusia en Ucrania como lo hicieron en Afganistán con la Unión Soviética, y del otro lado, los halcones nacionalistas rusos, empeñados en mostrar al mundo que Rusia sigue siendo una potencia militar invencible, a la que se le debe respeto. ¿Es que no podría hacerse un planteamiento alternativo? De hecho, el presidente Macron ya lo ha expuesto en más de una ocasión: hay que evitar el aplastamiento militar de Ucrania y, al tiempo, dejar de intentar una derrota humillante de Rusia. Ambos extremos son una mala solución del conflicto, parecen imposibles de alcanzar, y además contribuyen a una escalada riesgosa para el resto del mundo. No hay necesidad de elegir entre un belicismo y otro. Mas bien hay que abandonar el tobogán de su competencia tóxica.