Hagai El-Ad
No se puede vivir un solo día en Israel-Palestina sin la sensación de que este lugar se ve constantemente manipulado con el fin de privilegiar a un pueblo, y sólo a un pueblo: el pueblo judío. Pero la mitad de quienes viven entre el río Jordán y el mar Mediterráneo son palestinos. Ese abismo entre esas realidades vividas llena el aire, sangra, se encuentra por doquier en esta tierra.No me refiero simplemente a los pronunciamientos oficiales que se formulan en detalle, y los hay abundantes, como la aseveración en 2019 del primer ministro Benjamin Netanyahu de que “Israel no es un Estado de todos sus ciudadanos ”, o la ley fundamental del “Estado nacional” que consagra “el desarrollo de asentamientos judíos como valor nacional”. A lo que trato de llegar es a un sentido más profundo de la gente como deseable o indeseable, y a una comprensión de mi país a la que me he visto expuesto desde el día en que nací en Haifa. Hoy, se trata de una consciencia que ya no puede evitarse.
Si bien existe paridad demográfica entre los dos pueblos que viven aquí , la vida se gestiona de modo que sólo una mitad gestiona la inmensa mayoría del poder político, los recursos de la tierra, los derechos, libertades, formas de protección. Constituye toda una hazaña mantener esa desposesión. Para más inri, lo es venderla con éxito como una democracia (dentro de la “línea verde”, la línea del armisticio de 1949), a la que se le adjunta una ocupación temporal. De hecho, es un gobierno el que lo domina todo y a todos entre el río y el mar, siguiendo el mismo principio organizador en todas las partes bajo su control, laborar para que avance y se perpetúe la supremacía de un grupo de gente – los judíos – sobre otro: los palestinos. Esto es apartheid.
No hay un solo palmo de terreno del territorio que controla Israel en el que sean iguales un palestino y un judío. Aquí las únicas personas de primera clase son los ciudadanos judíos como yo, y disfrutamos de este estatus tanto dentro de las lineas de 1967 como más allá, en Cisjordania. Separados por los diferentes estatus que se les ha asignado, y por las muchas variaciones de inferioridad a las que les somete Israel, los palestinos que viven bajo dominio de Israel están unidos por el hecho de ser todos desiguales.
A diferencia del apartheid sudafricano, la aplicación de nuestra versión de ello – el apartheid 2.0, si quieren – evita ciertas clases de fealdad. No vamos a encontrar letreros de “Sólo para blancos” en los bancos para sentarse. Aquí “proteger el carácter judío” de una comunidad – o del Estado mismo – es uno de los eufemismos tenuemente velados que se despliegan para tratar de obscurecer la verdad. Pero la esencia es la misma. Que las definiciones de Israel no dependan del color de la piel no supone una diferencia material: es la realidad supremacista la que constituye el nudo de la cuestión, y la que hay que derrotar.
Hasta la aprobación de la ley del Estado nacional, la lección clave que Israel parecía haber aprendido del apartheid de África del Sur consistía en evitar declaraciones y leyes demasiado explícitas. Con estas se corre el riesgo de provocar juicios morales, y finalmente, no lo permita el cielo, consecuencias de verdad. Por el contrario, la acumulación paciente, tranquila y gradual de prácticas discriminatorias tiende a prevenir las repercusiones de la comunidad internacional, sobre todo si uno está dispuesto a hablar de boquilla sobre sus normas y expectativas.
Así es cómo se consigue y se aplica la supremacía judía a ambos lados de la línea verde.
Manipulamos demográficamente la composición de la población esforzándonos por incrementar el número de judíos y limitar el número de palestinos. Permitimos la migración judía – con ciudadanía automática – a cualquier lugar que controle Israel. Para los palestinos, lo cierto es lo contrario: no pueden adquirir un estatus personal en ninguna parte fuera de los controles, aunque su familia sea de aquí.
Manipulamos el poder a través de la asignación – o negación – de derechos políticos. Todos los ciudadanos judíos (y todos los judíos pueden convertirse en ciudadanos), pero menos de una cuarta parte de los palestinos bajo dominio de Israel, gozan de ciudadanía y pueden, por tanto, votar. El 23 de marzo, cuando los israelíes vayan a votar por cuarta vez en dos años, no será una “fiesta de la democracia”, como suelen denominarse a menudo las elecciones. Antes bien, será otro día en que los palestinos, excluidos, contemplen cómo determinan otros su futuro.
Manipulamos el control de la tierra expropiando enormes porciones de tierra palestina, manteniéndola fuera de su alcance en lo que respecta al desarrollo de los palestinos, o utilizándola para construir ciudades, barrios y asentamientos judíos. Dentro de la línea verde, llevamos haciendo esto desde que se estableció el Estado en 1948. En Jerusalén Este y en Cisjordania es lo que llevamos haciendo desde que se inició la ocupación en 1967. El resultado es que las comunidades palestinas – de cualquier lugar entre el río y el mar – se enfrentan a una realidad de demoliciones, desplazamientos, empobrecimiento y aglomeración, mientras los mismos recursos de la tierra se adjudican a nuevos desarrollos judíos.
Y manipulamos – o más bien, restringimos – los movimientos de los palestinos. La mayoría, que no son ni ciudadanos ni residentes, depende de los permisos y puestos de controles israelíes ara viajar entre una zona y otra, así como para viajar internacionalmente. Para los dos millones de la Franja de Gaza las restricciones de viaje son de lo más severo: no se trata sólo de un bantustán, pues Israel la ha convertido en una de las mayores cárceles a cielo abierto sobre la Tierra.
Haifa, mi ciudad natal, fue una realidad binacional de paridad demográfica hasta 1948. De unos 70.000 palestinos que vivían en Haifa antes de la Nakba, quedó luego menos de una décima parte. Han pasado casi 73 años desde entonces y hoy Israel-Palestina es una realidad binacional de paridad demográfica. Yo nací aquí. Quiero – y tengo la intención de – quedarme. Pero quiero – exijo – vivir en un futuro muy distinto.
El pasado representa traumas e injusticias. En el presente, se reproducen todavía más injusticias. El futuro ha de ser radicalmente distinto: un rechazo de la supremacía, erigido sobre el compromiso con la justicia y nuestra humanidad compartida. Llamar a las cosas por su nombre – “apartheid” – no supone un momento de desesperación: antes bien, supone un momento de claridad moral, un paso en un largo caminar inspirado por la esperanza. Ver la realidad como lo que es, nombrarla sin encogerse, y ayudar a que produzca la materialización de un futuro justo.
Hagai El-Ad es activista israelí LGBTI y de derechos humanos, es director general de B´Tselem desde 2014. Formado como físico en la Universidad Hebrea de Jerusalén y en la de Harvard, fue director de la Asociación pro Derechos Civiles de Israel y de la Casa Abierta de Jerusalén por el Orgullo y la Tolerancia. Ha comparecido en dos ocasiones ante el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, en 2016 y 2018, para abordar la situación palestina.
Fuente: The Guardian
Traducción:Lucas Antón para sinpermiso.info