Luis Paulino Vargas Solís
Hay ciertos rasgos que se han vuelto característicos de la economía costarricense: los problemas del empleo, el crecimiento anémico, la desigualdad, los desequilibrios regionales y, claro está, la cuestión fiscal. Es un síndrome que se ha vuelto crónico, y que, con oscilaciones poco significativas, se han venido reiterando, una y otra vez, a lo largo de un decenio completo, desde fines de 2008 y hasta la fecha.
La versión oficial, o sea, la que comparten las élites políticas, las cámaras empresariales, los poderes mediáticos y el gremio de economistas, hace de la cuestión fiscal el problema clave, y en cuanto al empleo, le lanza las culpas precisamente a quienes lo sufren, al aducir que todo se resolvería si la gente tuviese las destrezas y calificaciones que las empresas transnacionales de zona franca demandan.
Para persuadir de que el epicentro del trastorno está en lo fiscal, se ha construido una historia mítica que ha tenido notable éxito como operación de encubrimiento ideológico. Resulta entonces que empleados y empleadas del sector público son la clase rica y privilegiada de Costa Rica, y que tenemos un Estado muy grande y una carga de impuestos muy altas. Estos dos últimos datos son perfectamente falaces, y no soportan la comparación con ningún país de alto nivel de vida del mundo.
Y acerca de los “privilegios” del funcionariado público, es demostrable que el crecimiento de sus ingresos promedio apenas excede del crecimiento del PIB por habitante. De modo que, al cabo, más que un crecimiento excesivo de los salarios en el sector público, lo que tenemos es un rezago muy fuerte en los ingresos en el sector privado. Así, al finalizar 2019, éstos se encuentran –en términos de su poder adquisitivo real– por debajo de su nivel de fines de 2010. Incluso en el promedio nacional –incluyendo a quienes trabajan en el sector público– no hay avance alguno. Todo lo cual configura un escenario inédito: un período tan largo, sin mejoría del poder adquisitivo de la población, excede por mucho lo que se observó en los años ochenta, tras la severa crisis de inicios de ese decenio.
La aguda escasez de empleos decentes, y la carencia de organizaciones autónomas de representación ante la patronal, pone a las personas trabajadoras en situación de mucha vulnerabilidad y hace posible el pertinaz estancamiento de los ingresos. Esto, en combinación con el abaratamiento de las importaciones resultante de la tendencia de mediano y largo plazo (que inició a finales de 2005) hacia un tipo de cambio colón-dólar sobrevaluado, son los factores principales detrás de la baja inflación que se viene registrando, ya desde 2009, pero más claramente a partir de 2015.
Los problemas de fondo, encubiertos tras una densa humareda ideológica, tienen que ver principalmente con dos cuestiones.
Primero, la incapacidad de la estrategia de desarrollo vigente, para impulsar la productividad de la economía, es decir, para levantar la capacidad productiva promedio de cada trabajadora y trabajador. Esta es una limitación que le es consustancial y que arrastra desde sus orígenes a mediados de los ochenta del siglo pasado. El problema está en que el proyecto neoliberal ha buscado redefinir las bases del desarrollo de la economía, actuando simplemente sobre los mecanismos de precios (a veces liberalizando, a veces subsidiando y protegiendo), echando en el olvido que construir una economía de alta productividad, requiere de un esfuerzo deliberado y concertado, con perspectivas de largo plazo.
Segundo, el efecto distorsionador proveniente de fuerzas financieras de origen externo (incluso los flujos de dinero sucio) que se han manifestado principalmente en la perdurable revalorización del tipo de cambio colón-dólar. Ello ha repercutido negativamente sobre la competitividad de la economía, y ese efecto se vuelve mucho más sensible precisamente por el insatisfactorio nivel de la productividad. No es tan solo un problema que afecte a los sectores vinculados a la exportación y el turismo, ya que igualmente daña aquellas actividades económicas que compiten con productos importados.
Ambos problemas son consecuencias inherentes a la estrategia o modelo de desarrollo. Nacen de decisiones de política económica, particularmente –en lo que al segundo aspecto se refiere– el libre movimiento de capitales combinado con los nuevos criterios de regulación aplicados de forma indiscriminada al sistema financiero, los cuales promueven prioritariamente los índices de rentabilidad. Lo anterior, situado en un contexto mundial caracterizado por la abundancia de capitales, repercute finalmente en una sobreoferta tendencial de dólares y en una fuerte expansión del crédito. Lo cual da lugar a un proceso que se despliega por dos vías interconectadas: la sobrevalorización del colón y el creciente endeudamiento.
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Todo esto recorta el dinamismo de aquellas actividades económicas que poseen mayor capacidad de creación de empleos. Se ofrece así un coctel propicio a la precarización de los empleos y el estancamiento de los salarios. Es al modo de una “devaluación interna”, o sea, una respuesta fácil y oportunista, pero insostenible, por la que ha optado el empresariado ante una situación de competitividad y rentabilidad en declive, y aprovechándose para ello de la agudizada vulnerabilidad de las personas trabajadoras. Las propuestas de reforma legal en materia de “desregulación laboral, eventualmente proveerían un barniz de legitimidad jurídica a un régimen de generalizada y agudizada precarización laboral.
Resulta entonces que el dinamismo de la economía, aunque muy empobrecido, debe muchísimo a la deuda de personas y familias, o sea, y principalmente, crédito para consumo y vivienda. La suma de estos dos rubros ha pasado a representar arriba del 60% del crédito total al sector privado, en tanto éste último, como porcentaje del Producto Interno Bruto, se multiplicó por más de 3 (de 18,5% a 61,1%) entre 1997 y 2018.
Acontece que durante el período 2008 a 2018, la economía costarricense creció a un gris 3,26% promedio anual, o sea, un 36% por debajo de sus estándares históricos del cuarto de siglo 1983-2008. Cuando, por otra parte, ese crecimiento tuvo su sostén principal precisamente en el consumo privado. Éste, que representa dos terceras partes del PIB, creció durante el período 2008-2018 al 3,84% promedio anual, o sea, casi un 18% por encima del promedio correspondiente al PIB.
Que esa variable de consumo privado haya evolucionado de la forma indicada, y haya de tal modo contribuido a sostener el pobre crecimiento de la economía, es más llamativo si recordamos que los ingresos en el sector privado, parecen estar condenados a un estancamiento perpetuo.
Si, no obstante esto último, el consumo privado ha tenido el relativo dinamismo que observamos, se debe principalmente a dos cosas: la relativa mejora de los ingresos en el sector público, y –más importante aún– la respiración artificial que le ha proporcionado el crédito y, por lo tanto la deuda. Lo primero advierte sobre algo que los nubarrones ideológicos mantienen oculto: en la práctica, el déficit fiscal ha sido menos dañino de lo que se pretende, cuando más bien ha contribuido a mantener la economía en territorio positivo.
Por lo demás, es claro que los vientos en contra son poderosos, como frágiles las bases que sostienen el edificio de la economía costarricense.
– Economista, Director CICDE-UNED
Fuente: Soñar con los pies en la tierra