Pablo Gámez Cersosimo
Uno de los debates soslayados en la actualidad es la erosión del contrato social. Y las fracturas que están generando las empresas tecnológicas —cada vez más opacas y sin rendición de cuentas— son profundas, especialmente porque tecnologías como la inteligencia artificial (IA) están desmantelando el andamiaje del trabajo y la economía, dando paso a lo que tiene característica de ser un tecno feudalismo.
El Informe sobre Tecnología e Innovación 2025 de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD), documenta que la IA podría afectar al 40% de los puestos de trabajo en todo el mundo. La automatización y el desplazamiento de empleos son preocupaciones reales.
Ciertamente, la IA está dando forma al futuro económico del mundo, pero 118 países, en su mayoría del Sur Global, están ausentes de los principales debates sobre la gobernanza de la IA.
Desde Rousseau, el contrato social se basa en la noción de ciudadanía: un sujeto (económicamente) activo, capaz de reclamar derechos y asumir responsabilidades dentro de una estructura justa.
Pero ese equilibrio se está desmoronando.
El “cerebro sintético” promete “maximizar eficiencia, acumulación y productividad”. Lo hace a un costo socioambiental impune. La robótica humanoide es la máxima expresión de una nueva morfología digital que nos sitúa en una geografía desconocida. Una en la que se nos puede desplazar por “irrelevantes” ante la condición algorítmica.
Poca duda cabe que lo que está en juego, ahora, es la propia relevancia de la existencia humana dentro de la estructura económica.
Siempre justificada bajo diversos marcos ideológicos y políticos, la desigualdad ha sido un pilar de los sistemas económicos. Con el avance de la IA, tropezamos con un nuevo mecanismo de exclusión: la sustitución del trabajo humano por procesos automatizados que no solo aumentan la productividad, sino que también desplazan a los trabajadores sin ofrecerles un camino claro de reintegración en la economía.
Y, de esta manera, convirtiéndolos en obsoletos antes de que tengan la oportunidad de reinventarse. En esta realidad, pasamos a ser parte de la obsolescencia programada, característica inherente del diseño de la revolución digital.
“Esta creciente disparidad podría provocar una crisis social comparable a la que vivió Europa durante el período de entreguerras, creando un terreno fértil para el auge de movimientos fascistas”, advierte Geoffrey Hinton—Premio Nobel de Física por su trabajo en redes neuronales.
Dario Amodei, CEO de Anthropic, anunció que el desempleo estructural podría superar el 20% en pocos años—afectando empleos de baja cualificación y a profesionales altamente capacitados.
Bajo el control de unas pocas empresas tecnológicas, “la transición” no es regulada, debatida. Verticalmente es impuesta ante una inercia política a todos los niveles. La velocidad del cambio tecnológico, su escala global y la sofisticación de sus métodos sugieren que somos testigos de una reconfiguración del pacto social. Pero esta vez en un entorno dominado por una poderosa jerarquía tecno-feudal.
Para James Alan Robinson, Premio Nobel de Economía en 2024, la IA no solo ampliará la brecha entre los países desarrollados y aquellos que aún luchan por un crecimiento sostenible, sino que también profundizará las desigualdades dentro de cada nación.
A buen ritmo, la IA está llevando a un mundo donde el tecno-capitalismo elimina la necesidad de trabajadores, consolidando una élite aún más inaccesible. ”Cambiará el funcionamiento de la economía política de la sociedad; reconfigurará el equilibrio de poder, por ejemplo, en el mercado laboral”, explica Helen Toner, exconsejera de OpenAI.
La IA hará posible crecer económicamente un 10% anual (como dice Amodei) y, al mismo tiempo, excluir a la mitad de la población del sistema económico. Los asistentes de IA harán el trabajo, en un sistema programado para ya no necesitarnos.
Quiere decir que hemos pasado a ser irrelevantes por diseño.
– Investigador externo de Naciones Unidas. Autor del libro Depredadores Digitales (2022, Círculo Rojo).