Armando Vargas Araya
La libertad de expresión y la calidad de la democracia son afectadas hoy por un paroxismo de intolerancia. Se constriñe el respeto a las ideas y a las creencias de los demás, cuando son diferentes o contrarias a las propias. La libertad de pensamiento, de expresión y de circulación de las ideas es un derecho humano fundamental; aún más, constituye la madre de todas las libertades en un sistema democrático popular y representativo, alternativo y responsable. Tolerar es aceptar lo que se podría condenar, es dejar pasar lo que se podría impedir o combatir. La intolerancia coarta la libertad: al achicarse los márgenes de la tolerancia, mengua el vigor de la convivencia democrática.
“¡Triste época la nuestra!”, exclamó el sabio Albert Einstein. “Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio”. Porque la intolerancia sale a flote en el caldo de cultivo de la monomanía, cuando se juzgan las cosas sin tener de ellas cabal conocimiento, basándose en desfavorables opiniones previas y tenaces. La intolerancia idiotiza y la estupidez engendra intolerancia.
La tolerancia se funda en la aceptación del pluralismo como valor esencial para garantizar el respeto de la integridad personal y patrimonial de las personas. Es la antigua regla de oro: “Procede con los demás, como deseas que los demás procedan contigo”. A mayor intolerancia, más posibilidades de fomentar, ejecutar y encubrir agresiones contra ciudadanos individuales o segmentos de la población. La tolerancia es indispensable en sociedades cada vez más diversas y plurales en razón de factores sociales, económicos, culturales y políticos. Mientras que en la esfera política las personas pertenecen a una misma comunidad de ciudadanos –todos con iguales derechos–, en el resto de la vida social las personas pertenecen a mundos muy distintos, desiguales y hasta inconexos. La tolerancia es, en gran medida, el cemento que amarra la sociedad con la comunidad política.
“¿Qué es la tolerancia?”, se pregunta un pensador francés, quien responde: “Es una clase de sabiduría que supera el fanatismo”. La tolerancia desempeña en la vida colectiva el mismo papel que la cortesía en la vida interpersonal. Tolerar no es un máximo, es un mínimo. Es una virtud de la vida política. Como la simplicidad es la virtud de los sabios y la sabiduría lo es de los santos, la tolerancia es virtud para los que no son ni lo uno ni lo otro, es decir todos nosotros.
La sociedad costarricense está partida en dos mitades casi iguales. Esta división se aprecia incluso en las parejas y en las familias. Unos quieren continuar y perfeccionar un modelo de sociedad arraigado en la solidaridad. Otros proponen la alternativa de una sociedad signada por la competencia. Esta bifurcación de los caminos comenzó hace dos décadas y ha cobrado rasgos más fuertes en años recientes. El país crece pero no hay desarrollo; vale decir, los frutos del crecimiento económico no se distribuyen en beneficio del mayor número sino de una minoría poderosa. La generación de riqueza es un proceso social, la apropiación de las ganancias es un proceso privado. Este patrón de inequidad es un fenómeno global, al cual se ha referido estos días el Papa Benedicto XVI así: “Es necesario eliminar las causas estructurales ligadas al sistema de gobierno de la economía mundial, que destina la mayor parte de los recursos del planeta a una minoría de la población”.
Las dos visiones de sociedad, una solidaria y otra competitiva, chocan aquí alrededor de un proyecto de convenio comercial con la potencia hegemónica. Es como el choque de placas tectónicas que, en este caso, genera sismicidad social. Unos y otros consideran que el país se hunde o se salva, según se rechace o se apruebe el tratado de las divergencias. Los extremos pro y contra niegan el derecho a los otros de pensar diferente, como también rechazan cualquier posibilidad de posiciones intermedias. Y así la intolerancia se impone sobre un proceso que debería ser racional, no visceral.
El egregio Voltaire dice: “Debemos tolerarnos mutuamente porque todos somos débiles, inconsecuentes, sujetos de mutabilidad y error. Un junco que el viento ha tirado en el fango ¿dirá acaso el junco vecino, tirado en dirección contraria, ‘repta a mi manera miserable, o exigiré que te arranquen y te quemen’?”
En verdad el actual acceso de intolerancia es la aceleración de otro proceso social detectado en nuestro país desde 1998 por estudiosos de la evolución de la cultura democrática. Desde entonces se comprobó la existencia de vetas intolerantes en amplios segmentos de la población. Una prueba de fuego para medir la tolerancia política de la población es el examen de sus actitudes en relación con los derechos de aquellas personas que, en principio, le inspiran menos simpatía. Son éstas las que potencialmente resultan el blanco fácil de la intolerancia.
Hace dos años se comprobó, en un nuevo estudio académico, que el valor promedio del índice de tolerancia política es de 57,9 en la escala de 100. Un importante segmento de la población (que ronda entre el 40% y el 50%), muestra un importante nivel de intolerancia. Si se compara con mediciones anteriores, este resultado señala que en materia de tolerancia política el país apenas ha variado en casi una década. En otras palabras, diez años más de experiencia democrática no han producido una ciudadanía más tolerante. La expectativa teórica de que una democracia estable tenga uno de sus pilares en las actitudes de tolerancia política de la población, no se cumple en el caso costarricense. Tampoco la expectativa de que una democracia madura tenga niveles superiores de tolerancia política que democracias recientes.
Cuán cierta es aquella máxima que reza: “Sólo merece ser llamado liberal el que comprende que lo único que no se puede tolerar, es la intolerancia”. Quien solo es justo con los justos, generoso con los generosos, misericordioso con los misericordiosos, no es ni justo, ni generoso, ni misericordioso.
La intolerancia niega espacio a la expresión de opiniones distintas. Asimismo, descalifica al otro no por sus ideas sino con ataques denigrantes contra la persona. La racionalidad es reemplazada por la animosidad, el cerebro por el hígado, la comprensión por el odio. Se condena al otro, sin permitir que se conozca a cabalidad su planteamiento. El otro es presentado no como un compatriota que piensa diferente, sino como el enemigo a aniquilar. Se desfigura el pensamiento disidente y se lo coloca en la perspectiva de adversarios del sistema o del país. Instituciones respetables como la academia o la iglesia son degradadas por la retórica confrontativa, sectores completos como el magisterio o los trabajadores son ninguneados. El acceso a los órganos de comunicación es limitado para unos y abusado por otros. Las normas constitucionales y legales son arrinconadas en el ámbito de la libertad de expresión, como son invocadas cuando de libertad de tránsito se trata. El espíritu público de la democracia se degenera y se emponzoña.
Es verdad que “creer en verdades objetivas no dificulta la tolerancia. Se genera intolerancia cuando se niega una verdad objetiva muy importante: que es inmoral violentar las conciencias”. Una tiranía podrá impedir que una persona exprese lo que cree, pero no lo que piense. O bien, hay que suprimir el pensamiento mismo y debilitar el Estado en consecuencia… No hay inteligencia sin libertad de juicio, ni sociedad próspera sin inteligencia.
En un ensayo titulado “Recuperemos a Costa Rica”, el preclaro Rodrigo Madrigal Nieto escribió el año pasado que en los más aciagos días de España, mientras unos saludaban con la palma de la mano derecha abierta, arriba; y los otros con el puño izquierdo amenazante, en alto, pero no quisieran darse la mano, iría abriéndose un abismo que muchos años tardarían en cerrar la paz y la concordia costosamente recobradas. Del huevo de la serpiente que puso aquella intolerancia desaforada, salió la Guerra Civil de 1936 que costó más de 700.000 vidas. Imposible olvidar el horrendo grito de “¡Muera la inteligencia y viva la muerte!” que sintetizaba el estado de ánimo de una de las partes. Ante la intolerancia en aumento aquí, advertía don Rodrigo: “El desaliento que nos agobia puede precipitarnos a una crisis que desgarre la fibra de nuestra nacionalidad”.
En nuestra patria estamos a tiempo de contener y desarticular la intolerancia, de atajar la división de la familia nacional, de encontrar una vía media que supere el diferendo. Esta es responsabilidad que nos concierne a todos en la esfera personal, familiar, laboral porque Costa Rica nos pertenece a todos, no solo a los gobernantes que son empleados temporáneos de la nación. Nuestra consigna debe ser ¡Viva la inteligencia, arriba la vida! La intolerancia envenena y enferma, por eso hay que controlarla y dominarla, sustituirla por la tolerancia, la libertad y el derecho.
Palabras en el Acto Solemne de Graduación, Universidad Estatal a Distancia, promoción LXXIII, Teatro Melico Salazar, 23 de noviembre de 2006.