Especial para Cambio Político
Misión: Bar La Bamba |
Aunque parezca necio dar la dirección de La Bamba, pues es un punto de referencia en Sabanilla, para los que sean medio soviéticos y no se hayan ubicado, queda unos 500 metros al este de la iglesia católica, al final de la cuesta en donde está el colegio Metodista. Y para más señas, es una esquina en donde siempre hay un montón de carros, imperdible (ver mapa).
De hecho hace algunos meses La Patrulla intentó fallidamente incursionar en este noble local, pero la nutrida delegación, la escasez de asientos y el hecho que el lugar siempre está al límite de su capacidad, nos obligaron a saciar nuestros apetitos en otro lado, pero esta vez hubo suerte y nos arrellanamos para disfrutar de su legendaria cocina.
Primero hay que describir un poco el inmueble, pues por fuera parece una casa vieja de madera y por dentro lo es, destaca una foto tomada en 1935 y está igualita, la única diferencia es el rótulo luminoso con el águila. Así que más respeto pues estamos ante tres cuartos de siglo de venerable historia. Y a pesar de su fama, cero ampliaciones, adentro si acaso hay espacio para una barra y cuatro mesas, así que si uno llega con 10 personas hay que echar a la mitad de los comensales. Como es usual en este tipo de refugios, la decoración tiene de todo, destacan unas lamparitas de halógeno que están tan a tono con el lugar como un maje con vestido entero un domingo en la playa de Puntarenas; luego hay un enorme mapa de Costa Rica en una pared que antes era claro y ahora ha recogido el humo de muchos años de cigarros; hay un monitor de seguridad en donde uno le puede volar ojo a la “nave”, una novedad en el gremio; un rótulo hecho en computadora que dice “en este lugar está prohibido ver telenovelas” (se agradece); un souvenir de Kuala Lumpur (¿?) y algo que este Cronista tenía años de no ver, en donde está la caja: un bolígrafo guindando de una cuerda de pescar y con una plomada al otro lado. Más extraño aún resultaba ver una polea, pero pronto se descubrió su razón de ser cuando una dama se dirigió a su respectivo baño, alguien gritó “¡puerta!” y el cantinero tiró de la polea para abrir el único rincón que permite algo de privacidad en la exigua edificación.
Pero nuestro oficio es comer y he aquí la muestra de lo degustado. El menú no es muy abundante, no estaba la famosa boca “mentada de madre” [*] pero sí hay algunas exclusividades, por ejemplo un pollo al vapor, obvia influencia china, pero nada que lo traen en una fuentecita de bambú, llega en un plato bien lleno de grasa, este Cronista aún se pregunta cómo hacen para que un plato al vapor termine pateando las reglas de la sana nutrición. Una de las estrellas de la noche resultó ser el bambino, que es una empanada rellena con queso, orégano y tomate, algo así como un calzone de pueblo, su enormidad causó admiración y envidia entre los presentes, de hecho le entraron entre tres y aun así sobró, aquello fue como el cuento El viejo y el mar de Hemingway, la presa se resistía a morir, y como somos un poco incómodos diremos que el sabor no se correspondió con la apariencia, tal vez poniéndole un poquito más de sal. Y hemos de decir que con la primera ronda de boquitas nos trajeron un chilito de la casa que estaba exquisito, preparado con mucho orégano y que no picaba tanto, así que este Cronista procedió a agregárselo con fruición a sus viandas. La otra estrella de la noche fue otro original, el Bamba Churri, que es una versión propia del chifrijo, sólo que en lugar de chicharrón usan chuleta ahumada y bien tostadita, y en lugar de frijoles tiernos le ponen rojos, o sea, todo un éxito. Obviamente había hambre para entrarle a más cosas, como los tradicionales frijolitos molidos también merecieron comentarios favorables. La torta de carne fue lo más singracia de la velada, demasiado seca y tan llena de masa que parecía de McDonald’s. Volviéndose a las bocas piropeables, se incluye la sopita negra, en la que uno puede pedir la cantidad de huevos que le agregan, nada más imagínensela con ese buen chilito. Son espectaculares las tortas de huevo, se pueden pedir solas, con carne y camarones y a diferencia de otros lugares, estas no son muy anchas pero sí muy altas, y las traen de una vez con media docena de tortillas para que alcance. En medio del festín, el Cronista seguía alabando el chilito, que no picaba pero que daba muy buen sabor. El menú tiene algunas otras cosillas más tradicionales, eso sí todas salidas del recetario del Dr. Grasa, si bien la torta de carne salió singracia la hamburguesa es pasable, y otro que es altamente recomendado es el pollito frito.
En este bar no hay saloneros, hay que ir a la barra a ordenar y servirse, pero como ésta usualmente está llena, entre tanta estrechez destaca la solidaridad entre los asistentes que se pasan los platos y las birras para que lleguen a sus ansiosos destinatarios. Y si todo el mundo pide bocas al mismo tiempo, alguien tiene que comer de a parado porque en las mesitas no cabe tanto. Conclusión: un lugar de los nuestros, tome nota Ministra de Cultura, obligatorio declararlo Patrimonio Nacional.
Y esa noche el Cronista, gracias al abundante chilito, tuvo las agruras más horribles de su vida y comprendió el porqué de la «mentada de madre».
* La boca consistía en tres tortillas tostadas, en el primer piso iba un chorizo arreglado con mucho chile, el segundo piso era de frijoles arreglados, y el útlimo de ensalada para calmar un poquito la quemazón, según nos contó uno de sus actuales dueños, nieto del fundador Albino Vindas Hernández.
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