La Patrulla de Bares: El templo de los bares

Patrulla de Bares Especial para Cambio Político

Misión: Temple Bar
Dónde: Dublín, Irlanda (ver mapa al final de la crónica)

El Cronista en sus incansables periplos por lejanas comarcas en el ejercicio de su osada y noble labor, viajó hasta el remoto y gélido reino de Hibernia, más conocido por el vulgo como Irlanda, tierra de fabulosas leyendas, hadas y duendes míticos, un lugar ideal para que un caballero andante demuestre su heroísmo. La más agradable de sus epopeyas narra que la ínsula quedó totalmente despoblada durante el Diluvio Universal y que sus primeros nuevos aldeanos fueron un maestro cervecero y un mercader de bebidas alcohólicas, de ahí las señaladas virtudes del reino.

Previa una minuciosa investigación, nuestro héroe decidió que lo más conveniente para su labor de indagación científica era asentarse en una curiosa barriada denominada Temple Bar, que literalmente se podría traducir por “el templo de los bares”, semejante expresión que por sí sola mueve a acelerar los latidos del corazón. Pero no es exactamente así, puesto que el origen del nombre se debe al noble caballero Sir William Temple, quien tenía allí su casa solariega a inicios del siglo XVII y no es que el aristócrata regentara una taberna, sino que el vocablo “bar” es el nombre de un sendero junto al río en la lengua vernácula. En todo caso el vecindario en cuestión tiene la mayor densidad de bares al norte del paralelo 44 (o sea, de España) y no en balde es la principal atracción turística de la capital hibérnica.

El primer lugar visitado fue Fitzsimons, que se precia de tener cuatro bares distintos en igual número de niveles de su edificación. En vista de las limitaciones de tiempo y garganta de la labor cronística se escogió el nivel principal que tenía todos los elementos propios de lo que se puede esperar de un pub irlandés: una enorme barra en la que destacan una variedad de dispensadores de cerveza de barril, por lo menos una decena; un escenario en donde unos músicos locales interpretaban covers de los principales artistas irlandeses, tales como Van Morrison, U2 y The Cranberries; mobiliario rústico de madera, paredes llenas de tiliches y sobre todo una concurrencia entusiasta y ruidosa de parroquianos que da un ambiente de gran algarabía. La cata gastronómica comprendió un guisado irlandés, el plato típico por excelencia del país, que es bastante humildito, un estofado con carne de cordero, papas y verduras. A decir verdad, nada del otro mundo y qué gran fortuna que haya un océano de por medio para salvar la integridad del Cronista por tal afirmación, dado que los nativos dublinenses no destacan precisamente por su pacifismo.

Lo bares irlandeses distan de ser paraísos gastronómicos, los lugareños acuden a ellos con la directa intención de emborracharse, pero tal vez por tratarse de un vecindario turístico todos los pubs de vanagloriaban de ofrecer la más legítima comida típica irlandesa como hamburguesas, lasagnas y alitas de pollo al estilo cajun. Difícil labor hubo que enfrentar. La siguiente incursión fue The Quays, una agradable taberna con un interior rústico de madera, una enorme barra, montones de cerveza de barril, un par de juglares interpretando a U2, Van Morrison y The Cranberries y una multitud de escandalosos comensales. Aquí se degustó un “fish and chips”, la comida callejera por excelencia de los británicos, un pescado empanizado acompañado con papas a la francés, nada para perder el sueño.

El Cronista comenzaba a sentir desazón, viajar tantas leguas y no poder satisfacer sus apetitos. La siguiente escala fue el Oliver St. John Gogarty, el lugar que parecía tener más pegue porque era el más grande y concurrido. Adentro, una gran barra, muchas cervezas, mobiliario de madera, un guitarrista cantando temas de The Cranberries, U2 y Van Morrison y decenas eufóricos parroquianos compitiendo por ver quién hablaba más duro. Aquí el Cronista espero y esperó para ser atendido y nada. Vio a su izquierda y sus vecinos de barra estaban igual. Vio a su derecha y sus lozanas prójimas también estaban sin ser atendidas, así que adoptó la única decisión lógica para semejante situación, que fue irse. Definitivamente para ponerlo en una lista negra internacional, qué mal que atienden, ya saben, nunca vayan al Gogartys.

Había que darse un desagravio. Nuestro héroe se dirigió a Frankie’s, el lugar con pinta más pipis del vecindario. Todo era nuevo. No había música en vivo. En lugar de cervezas lo que se veía eran botellas de vino. Eso sí, lleno a reventar pero todo el mundo conversando decentemente. Dado que los comarcanos además de la gloriosa cerveza Guinness presumían de sus reses se procedió a degustar una generosa porción de carne que le hizo el honor a la jactancia. Pero aquello parecía Avenida Escazú, había que volver a buscar algo más auténtico.

Se acababa el tiempo, así que el Cronista continuó recorriendo las adoquinadas calles del Temple Bar y terminó en un verdadero chinchorro: The Mezz, con los muebles de madera más ajados, las cajas de birra apiladas a los lados, la barra más larga, los feligreses más borrachos y cuatro escandalosas bandas de rock que se alternaban tocando a U2, The Cranberries y Van Morrison. ¿Y de comida? Sólo un plato, feijoada porque el cocinero era brasileño, eso sí, todo lo que uno pudiera comer por 7 euros (unos 4300 colones). Una vez más, ¡el periplo de la crónica terminó con final feliz!

 
Pero recapitulando, Dublín no califica para ser el paraíso de las cantinas. Y menos de las bocas. Nada de duendes ni de hadas que lo saquen a uno de pobre. Ni siquiera se pudo testificar alguna buena pelea callejera de las que forman parte del orgullo irlandés. Y hace un frío que pela. Con razón los romanos no se preocuparon en conquistarlos.

Patrulla de Bares
Fachada en donde se aprecia la bandera tica, nada menos que flanqueada por las banderas de Irlanda y de la cerveza Guinness. Ya se había corrido la voz de que el Cronista estaba recorriendo la comarca.
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