Sin embargo, la realidad que hoy constata el mundo entero contradice de manera frontal ese discurso. La ONU ha confirmado oficialmente que la población palestina en Gaza padece una hambruna, resultado directo del asedio impuesto por Israel. No se trata de una catástrofe natural, sino de una situación fabricada: la privación sistemática de alimentos, medicinas y suministros básicos como herramienta de guerra.
El uso del hambre como arma constituye una de las violaciones más graves al derecho internacional humanitario. Es un crimen de guerra según los Convenios de Ginebra. Y, a pesar de ello, Israel no solo lo aplica, sino que lo hace mientras se presenta ante el mundo como la nación que defiende los valores de Occidente. ¿Qué clase de moralidad puede justificarse en el acto de dejar morir de inanición a miles de niños, mujeres y hombres?
Las democracias no se miden por la retórica de sus gobernantes, sino por sus actos. Y hoy los actos de Israel, con un bloqueo que estrangula a la población civil, exhiben un rostro de crueldad incompatible con toda pretensión de superioridad moral. La justificación de que todo se hace en nombre de la seguridad no puede borrar el hecho de que la desnutrición, el colapso hospitalario y el hambre en Gaza no distinguen entre combatientes y civiles.
El costo humano es tan evidente que ya no puede ocultarse tras campañas mediáticas ni discursos de altos funcionarios. El hambre no miente. La hambruna es un hecho, y su existencia demuestra que Israel ha renunciado a esa supuesta supremacía moral que tantas veces ha proclamado.
Occidente, que ha respaldado por décadas este relato, debe preguntarse con seriedad si puede seguir sosteniendo la ficción de un Israel democrático y ético, mientras la ONU certifica que ha permitido —y provocado— la peor de las calamidades: la muerte por hambre de un pueblo entero.
En este momento, no es la narrativa oficial israelí la que habla, sino la evidencia: un Estado que se proclama faro moral y democrático, y que al mismo tiempo inflige hambruna deliberada, no puede sostener esa doble máscara. La supremacía moral se mide en hechos, y los hechos son hoy elocuentes y devastadores.