Enrique Gomáriz Moraga
El término progresismo, especialmente en referencia a la identificación de las fuerzas políticas, nunca tuvo un contorno demasiado definido. En su origen, estuvo relacionado con la idea de progreso, que tuvo bastante éxito en el siglo que recorre de 1850 a 1950, y que aludía a las personas que confiaban en el progreso continuo, basado principalmente en la ciencia y la tecnología. Esa certeza definía regularmente a un progresista en aquel cambio de siglo. Pero esa idea del progreso pronto colisionó con la crítica epistemológica: primero de la Escuela de Frankfort y luego de la deconstrucción postmoderna, que mostraron la unilateralidad de la fe en el progreso. Actualmente, Fernando Savater resume así la crisis de la idea del progreso continuo: “La idea de progreso, entendida como un avance irremediable y glorioso hacia lo mejor (el equivalente laico de la divina Providencia), se ha debilitado lógicamente tras las guerras mundiales, los campos de concentración, el totalitarismo bifronte, etc. Hoy sabemos que las ciencias adelantan una barbaridad, pero también adelanta la barbaridad sin ciencia”.Sin embargo, el término progresista comenzó a tomar cierta autonomía en el plano de la arena política. Se usaba en la Europa del cambio de siglo para significar algo más difuso que la denominación de izquierdas o de izquierda democrática, ocupado centralmente por las fuerzas socialdemócratas, pese a su división entre reformistas y revolucionarios. En todo caso, afirmar que el termino progresista procede de la Revolución Francesa es mostrar una ignorancia supina de la historia europea. El progresismo es una adscripción de la segunda mitad del siglo XIX: eran progresistas buena parte de los liberales o simplemente la gente que estaba en la periferia de los partidos de izquierda. En América Latina, primero lo fueron los liberales de principio de siglo y luego los que agregaban improntas nacionalistas, como Lázaro Cárdenas o Haya de la Torre. En Europa fue frecuente que el estalinismo utilizara el término progresista de una forma vicaria, para conformar frentes para la paz o de progreso no explícitamente comunistas. Progresista era así una persona que tenía ideas favorables al avance social o político, pero que no se consideraba directamente de izquierdas.
En las últimas décadas del pasado siglo, comenzó a aparecer una corriente de izquierdas que gustaba denominarse “nueva izquierda”, que retomaba la herencia de la esa idea procedente de la izquierda revolucionaria, principalmente en América Latina. Esa noción de novedad comenzó a relacionarse con la idea de progresismo a finales del siglo pasado. La publicación en 1998 del articulo en The Economist “Nuevas ideas para la vieja izquierda”, que firmaron Castañeda y Mangabeira Unger fue una referencia señalada. Y así empezó a hablarse de una corriente progresista formada por líderes como Luiz Inácio Lula da Silva, José Dirceu, Dante Caputo, Carlos «Chacho» Álvarez, Ciro Gomes, Ricardo Lagos o Adolfo Aguilar Zinser.
Mas recientemente, en 2018, el Instituto Sanders, en torno al senador Sanders, impulsó la propuesta de reunir a diferentes sectores de izquierda de distinta orientación, pero fuera de la Internacional Socialista (que reúne a los partidos socialdemócratas). Partidos verdes, movimientos sociales, sobre todo ambientalistas, y sectores de la izquierda radical, como Yanis Varoufakis, o segmentos de Podemos, como Podem en Cataluña. En América Latina esa diversidad alcanza hasta las corrientes populistas, como representan el boliviano Álvaro García Linera o el exmandatario Rafael Correa. La Internacional Progresista fue formalmente lanzada en mayo de 2020 y ha sufrido tensiones internas desde entonces.
De esta forma, el progresismo latinoamericano es un conglomerado ideológico diverso, que el presidente argentino Alberto Fernández suele acoger, en términos de gobiernos, con la amplia categoría de “gobiernos populares”, donde cabe desde los de Lula o Bachelet hasta los de Madura u Ortega. Dicho de otra forma, caben en esa categoría tanto gobiernos de centroizquierda como populistas. No opera pues la clara línea divisoria que refiere a la defensa de la democracia. Pero esta es precisamente una de las claves que permite explicar por qué se producen las caídas de las fuerzas y los gobiernos que se reclaman del progresismo, o, parafraseando a Pablo Stefanoni, una de las causas que explican cómo se ha jodido el progresismo en América Latina. La otra causa importante refiere al combate contra la corrupción. Varios partidos que se propugnaban abanderados contra los gobiernos corruptos, una vez que han llegado al Ejecutivo se han mostrado realizando las mismas practicas criticadas y envueltos en monumentales escándalos de corrupción. Parecen dispuestos a seguir la ley de hierro, según la cual la soberbia moral e ideológica conduce con frecuencia a la miseria política.
Cuando se hacen ejercicios especulativos sobre la configuración de un partido progresista, algunas veces se retorna a la vieja idea de los años noventa acerca de que la clave refiere a un partido vinculado con los movimientos sociales, los cuales serían quienes cautelarían la ejecución de las políticas sociales. Ese partido no necesitaría de amplias bases militantes para conseguir el apoyo del electorado para acceder al gobierno. Ese esquema conceptual esta basado en supuestos teóricos erróneos.
En primer lugar, ya se sabe que la sustitución de la ciudadanía sustantiva por las organizaciones de la sociedad civil es un camino sin destino. Un país, como El Salvador, puede tener fuertes organizaciones de la sociedad civil y un comportamiento político de baja consistencia democrática. Como se recoge de los estudios sobre la democracia en América Latina de comienzos de este siglo, la clave no está en las organizaciones de la sociedad civil, sino en la creación de ciudadanía democrática. Claro, eso implica una crítica radical a los modelos populistas, algo que esos partidos que se reclaman del nuevo progresismo no están dispuestos a hacer, entre otras razones, porque, como indica Alberto Fernández, son alguna suerte de aliados.
El otro supuesto erróneo se refiere a que la posibilidad de que un partido pequeño pueda llegar al gobierno pivota sobre su vinculación con los movimientos sociales. La realidad es que los partidos no tienen hoy la necesidad de bases amplias por su estrecha relación con los movimientos sociales, sino a causa de la revolución de la comunicación. Hoy los partidos compiten con distintos medios de transmisión de información. Como se ha dicho, las redes sociales y el teléfono inteligente sustituyen con éxito la comunicación de cientos de miles de militantes. Por eso un partido pequeño puede tener un impacto electoral apreciable. Aunque eso también tiene sus límites. Un partido sin bases locales siempre tendrá debilidad en las municipalidades y aun en el Congreso de los Diputados.
El nuevo progresismo es una construcción política evanescente, que no va a sustituir política ni teóricamente a la izquierda democrática. La socialdemocracia consistente es la verdadera representación del socialismo democrático. Podrá ser unas veces más moderada y otras más radical, pero responde bien a su categoría fundante: el desarrollo social y la defensa de la democracia. Solo a partir de ahí absorbe otros principios emancipadores, como la equidad de género o la defensa del ambiente. Y eso no se sustituye con la simple emulación del activismo político.