Por Manuel De La Iglesia *
Resulta irresistible, al menos a partir de cierta edad, seguir de cerca el desenlace de los casos más mediáticos y simbólicos relacionados con la muerte provocada en situaciones límite. ¿Se reconocerá alguna vez el derecho a la muerte digna?
Aunque en Occidente no nos agrada mucho conversar acerca de este trance, el poeta de Orihuela lo dejó claro: “Con tres heridas vengo: la de la vida, la del amor, la de la muerte”.
Entonces, ¿cómo no recordar el caso de Ramón Sampedro – interpretado magistralmente por Javier Bardem en “Mar adentro”-, el marino que quedó tetrapléjico a sus 25 años después de un desgraciado accidente y que batalló insistentemente por un suicidio asistido? La sorda respuesta de la Administración derivaba a un Código penal que amenazaba con penas de prisión -¡de hasta diez años!- a quien osare cometer el delito de ayudar a morir a alguien. Ramón pasó treinta años inmovilizado en una cama hasta que convenció a una buena amiga, después enjuiciada y absuelta por falta de pruebas, de que le consiguiese un veneno que él mismo se suministró, absorbiéndolo con una pajita. O, desde otra perspectiva, ¿cómo olvidar al ya fallecido doctor Luis Montes, abanderado del derecho a morir dignamente, quien sufrió una tenaz persecución por el gobierno autonómico de entonces del Partido Popular en Madrid, lo que le costó el cese en los puestos de responsabilidad que ocupaba, hasta que la justicia, años después, lo declaró inocente? O, más recientemente, el caso de María José Carrasco, quien padecía de esclerosis múltiple desde hacía treinta años y esperó pacientemente a que se aprobara de una vez por todas la ley sobre la eutanasia. Hasta donde sé, el caso está todavía bajo instrucción judicial y el marido podría acabar en el banquillo de los acusados por un posible delito de “cooperación al suicidio de una persona que sufre enfermedad”. No es probable, pero el poder judicial nos tiene acostumbrados a emitir alguna sentencia escandalosa de vez en cuando.
En nuestro vecino país se siguió con gran expectación el caso de Vicent Lambert, quien, después de un accidente de moto, llevaba más de una década en estado tetrapléjico. Al cabo de años de tratamiento, el equipo de doctores, con el acuerdo de la esposa, recomendó interrumpir la atención médica que lo mantenía artificialmente con vida, pero los padres se opusieron. En Francia se permite que los cuidados médicos no se prolonguen más allá de lo razonable, pero está prohibida la eutanasia. Y comenzó la batalla legal. Como la justicia es lenta en todas partes, no hizo falta su veredicto; Lambert murió antes. Aunque se entiende perfectamente la negativa de unos padres a dejar fallecer a su vástago -¿no afirmaba un dicho oriental que “la felicidad consiste en no ver morir a un hijo”?- debemos preguntarnos por ese empecinamiento en negarnos a la muerte, la nuestra o la de un ser querido, en los casos en los que la única alternativa es prolongar la agonía de forma artificial hasta que, harta la parca, se nos lleva de todas maneras con su zarpazo mortal.
En España, es bien sabido, carecemos todavía de una ley de eutanasia o de muerte digna, si bien, tanto PSOE como UP y Cs han afirmado su voluntad de aprobarla en esta próxima legislatura. El PP, por el contrario, en línea con la tradición judeo-cristiana de no arrogarse la voluntad de Dios, el único Ser que debe disponer de nuestras vidas, anunció su rechazo. Es un argumento que recuerda la respuesta de los miembros del clero a los que Carlos III solicitó un informe sobre cómo hacer navegable el Manzanares desde Madrid hasta su desembocadura en el Jarama: “Si Dios hubiera querido que el Manzanares fuera navegable, lo hubiera hecho más caudaloso”. ¿Por qué no pensaron que si Dios no hubiera querido de ninguna manera que el Manzanares fuera navegable habría impedido el desarrollo de los conocimientos técnicos necesarios para ello? Misterios de la Santa Madre Iglesia. Pero volviendo al caso que nos ocupa, se juega con un temor metido hasta la médula en la sociedad occidental que se extiende incluso a la mera mención a la muerte como si, al nombrarla, pudiéramos convocarla o invocarla. La Santa Madre Iglesia podría formular un nuevo mandamiento: “No querrás substraer a tu Señor ninguna de sus competencias”.
No es igual en otras culturas. TV 2 proyectó hace algunas semanas “La Balada del Narayama”, una obra excelsa del japonés Shohei Imamura que ganó la Palma de oro en 1983. Basada en una novela de Fukazawa publicada en 1956, la película, a través de escasos diálogos y duras imágenes, consigue destilar estos grandes dilemas de la humanidad deteniéndose en las tradiciones de una sociedad agraria de fines del XVIII o comienzos del XIX. El film centra la historia en la familia de Orín, compuesta en su núcleo central por su primogénito Tatsue, el hijo de éste y su esposa, y el nieto que viene en camino -el bisnieto de Orín-. Como se trata de una sociedad de subsistencia, capaz de alimentar tan sólo a los miembros “productivos” de la familia y a sus “crianças”, los ancianos, cuando va a nacer un nuevo niño/a, o una vez nacido, deben subir al monte Narayama y dejarse morir, para que haya una boca menos que alimentar. Orín no teme a la muerte y asume con valentía su papel para que la vida siga en sus descendientes. Llegado el momento, pide a Tatsue que la ayude a llegar a la cima del Narayama, a lo que él accede con gran disgusto, pues adora a su madre.
Y, pues claro, a uno le gustaría parecerse a esa abuela llena de valor y de generosidad, que no se asusta al final de la vida cuando ve llegado su momento. Las razones de ese final pueden ser distintas a la falta de alimentos, pero tan o más poderosas: enfermedades incurables, falta de ganas de vivir a edades muy avanzadas, dependencias severas… Otro poeta, el gran Machado, llamaba también a esa entereza: “La muerte es algo que no debemos temer porque, mientras somos, la muerte no es, y cuando la muerte es, nosotros no somos”.
En cualquier caso, tengamos o no ese valor, lo que uno exigiría, al menos, es ese derecho a morir dignamente y a que nadie decida por nosotros. Sobre todo si lo hemos dejado por escrito, para que no queden dudas, en un testamento vital.
La película de Imamura muestra también otras aristas y complejidades, donde se esconde la tragedia. El abuelo de la casa de unos vecinos de Orín, que pronto será bisabuelo, no quiere morir. Cuando llega el momento, su hijo lo lleva a rastras hasta la montaña; así lo exigen la tradición y la supervivencia familiar. El hombre se resiste durante todo el trayecto y el hijo, en uno de los forcejeos en la ladera de la montaña, acaba arrojándolo al precipicio. Imamura nos conduce así a un acto horrible de homicidio que dista universos de la eutanasia y la muerte digna. Por suerte nadie discute el derecho a vivir, a que no nos maten o a que nos denieguen remedios, aún en casos extremos de agonía, si tal es la voluntad del paciente o de los familiares allegados.
Pero se discute, sí, el derecho a morir. Y ¿qué sucede cuando aparece el dilema, como en el caso de Lambert, quien, para complicar más la decisión, no había dispuesto un testamento vital escrito? Por suerte, queda acudir a la justicia. Pero, por desgracia, además de carecer de una ley de eutanasia que nos ampare, la justicia se toma su tiempo en dictar sentencia. Así que, el derecho a morir dignamente queda todavía muy lejos para la mayoría de la población del planeta.
El final de la Balada de Narayama es conmovedor. Si alguien no la ha visto y quiere disfrutarla, le sugiero que interrumpa aquí la lectura. Para quienes sigan leyendo: el hijo, con una tristeza infinita, deja a Orín en la cima de la montaña y comienza el descenso. De repente, cae la nieve. La alegría vuelve a su corazón: a causa del frio, la agonía de la madre será corta. Tatsue corre a abrazarla de nuevo, pero la madre, en posición del loto, permanece absorta y ya ha comenzado a irse. Con un leve gesto de su mano pide al hijo que se aleje. Tatsue se retira en silencio y la deja morir en paz.
Ojalá que entre los retos pendientes para la nueva legislatura, que no son pocos ni menores, el Parlamento español apruebe finalmente una ley que reconozca el derecho a una muerte digna. Respecto a las posiciones más intransigentes de la jerarquía eclesiástica, que aparecerán insistentemente cuando se debata tal ley, merece la pena recordar el debate que enfrentó, durante una reunión de la British Association for the Advancement of Science, al obispo Samuel Wilberforce con Thomas Huxley, el biólogo darwinista que llegaría a presidir la Royal Society británica. Wilberforce preguntó irónico: “¿Está Vd. emparentado con los monos por el lado de su abuela o de su abuelo?” Y Huxley respondió flemático: “Prefiero descender de un mono que de un obispo”.
@mundiario
* Doctor en Ciencias Económicas por la Universidad Complutense de Madrid, se especializó en Economía Internacional y Desarrollo. Trabajó para la cooperación española en distintos puestos en la Agencia Española de Cooperación Internacional en Madrid y durante casi quince años en Nicaragua, Honduras, Cuba y Uruguay. Artículo enviado a Other News por el autor y publicado en Mundiario