Álvaro Cuadra
Hace ya más de medio siglo, un 22 de noviembre de 1963, en Dallas, Texas, fue asesinado el presidente de los Estados Unidos, John F. Kennedy. Hoy nos resulta evidente que se trató de un crimen político, un magnicidio destinado a alterar el rumbo del gobierno estadounidense en aquella época.
Cómo también resulta obvio, el asesinato del presidente de los Estados Unidos no se improvisa; requiere de una logística y una preparación de meses, acaso años, de un grupo de expertos en estos temas. Los “especialistas” en este tipo de operaciones pertenecen al oscuro mundo del sicariato y al lado B del mundo militar, más precisamente, al ámbito de las “operaciones especiales” de los servicios de inteligencia.
No se requiere ser muy perspicaz para advertir que la “Operación Dallas” no es un trabajo de aficionados ni, mucho menos, el ataque de un desquiciado “lobo solitario”. Todo hace presumir que se trata de un trabajo muy profesional de factura interna. Es impensable atribuir una operación tan sofisticada a una entidad extranjera, mucho menos, en plena Guerra Fría. Poco importa la identidad de los sicarios, lo cierto es que estamos frente a una conspiración de envergadura con resultado de muerte.
Como en todo crimen político, se impone la pregunta sobre las causas o motivaciones para una solución de este tipo. La política es, casi por definición, el espacio donde se confrontan fuerzas e intereses. La muerte de J.F.K solo se justifica porque su figura era un estorbo ante grandes intereses corporativos en juego.
La respuesta más plausible se encuentra en el llamado “complejo militar industrial” de los años sesenta. El maridaje del Pentágono con las grandes industrias estadounidenses es uno de los pilares de la economía de este país. No es difícil imaginar la molestia de estos sectores ante la política de Kennedy de disminuir la presencia militar en el mundo, especialmente en Vietnam y el Oriente Próximo. Esto significaba el fin de contratos multimillonarios de grandes empresas estadounidenses con los militares.
Como suele suceder, muy habitualmente, en este gran país del norte: el pueblo estadounidense fue engañado una vez más. Una vez consumado el crimen, la poderosa industria mediática se encargó de justificar las fábulas distractoras de la versión oficial para mantener incólume la ficción de una gran democracia del mundo occidental. Desde la ingenua historia de un “chivo expiatorio” llamado Oswald hasta los “informes” del FBI o la Comisión Warren. Tras el dantesco asesinato, verdadero Golpe de Estado, Estados Unidos dejó de ser lo que alguna vez soñaron sus padres fundadores.
Tal y como consigna la historia del siglo XX, este gran país se sumió en una espiral de guerras alrededor del mundo hasta nuestros días… El pacto militar – industrial vuelve a ser refrendado por cada nuevo inquilino de la Casa Blanca. Así, el actual presidente Donald Trump ha aumentado el gasto militar a la cifra de 54.000 millones de dólares. En la trágica ecuación que define a esta nación, entre una Democracia y un Imperio, ha sido su vocación imperial el estigma que sigue señalando su derrotero histórico.
Doctor de la Sorbonne. Paris-France