Manuel D. Arias M.
¿Has sentido esa opresión en el pecho, que te impide respirar? ¿Has percibido esa tristeza que te arranca la vida y te revuelve el alma? ¿Has tenido ganas de arrancarte las entrañas, para lanzar tus vísceras ensangrentadas a los lobos con piel de oveja que pululan por este mundo? Sí, eso siento, cada vez que leo o escucho a quienes destilan odio, irracionalidad e intolerancia.A veces, no puedo negarlo, cuando se asesina a un ser humano, como George Floyd, simplemente por el color de su piel, entonces mi angustia se torna en ira, que se revuelve y bulle en un corazón cansado que quisiera convertirse en un Vesubio, en un destructor Krakatoa que vomite fuego.
Me duele, hasta lo más profundo de mi humilde humanidad, como una espada clavada en mi vientre, esa arrogancia de algunos, que sin mérito alguno y sin contemplar su propia miseria, se erigen en jueces de quienes no encajamos en ese vanal y sin sentido concepto de “normalidad”.
Mi capacidad de seguir poniendo un pie detrás del otro, con el idílico propósito de continuar viviendo, resulta casi imposible, cuando se ha de cargar con ese sucio lastre de mitos, estereotipos y prejuicios que abundan en las sociedades del siglo XXI y que yo, de forma ingenua, pensé que ya eran añejos resabios de un pasado maldito.
Soy ciego, no puedo ver, no hay luz en mis ojos, ni en mis pupilas, ni en mis muertas retinas…. Pero, en ocasiones pienso: ¿no es mejor así? ¿Para la mierda que hay que ver? Y, entonces, cuando el volcán de la ira amenaza con una monstruosa erupción, desearía que todos los seres humanos también fueran ciegos, ya que sin ojos no hay colores que sirvan de pretexto para discriminar, humillar, torturar y asesinar.
Solidaridad, empatía, respeto, libertad…. Todas son nociones fútiles contra el odio que, como serpiente venenosa, anida en el corazón de tantos y tantos que, cuando se sienten avalados por la manada, no dudan en linchar, lapidar o crucificar.
Me dan lástima, estos seres egoístas, egocentristas y reaccionarios, que creen en esa ristra de mentiras, medias verdades y fantasías que otros, los que se sienten Alfa, les han metido en sus cerradas cabezas, con el fin de convertirles en ovejas, sin capacidad de trascendencia o de raciocinio.
¿Y la soledad? Compañera que me chupa la sangre y me roba la vida, aún es mejor que ellas y ellos, porque me invita a hacer lo que son incapaces de hacer: pensar.
Raza, etnia, religión, cultura, lengua, sexo, identidad de género, preferencia sexual, discapacidad, clase social, ideología, visión de mundo, forma física y un infinito etcétera, todas son falaces etiquetas para imaginar un enemigo, contra el cual volcar la rabia, la frustración y el miedo que provoca vivir en una sociedad en la que el bienestar de la economía es más importante que la vida de la gente, como lo demuestran, un día sí y otro también, esos apóstoles del libre mercado, de la globalización y de la desregulación que se creen dueños de la Tierra y que, de la manera más estúpida, se sienten por encima de la vida y la muerte.
Cuando el enojo pasa, acompañado de la soledad perenne vuelvo a meditar y, nuevamente, sólo puedo llorar por esos ignorantes que, en medio de su estulticia, se atreven a deshumanizar a quienes no calzamos con su limitada visión de “normalidad”.
Y entonces, conmovido por la música triste que resuena bajo la lluvia, recuerdo el vano sacrificio de aquel humilde galileo, cuyo mensaje de amor ha sido manipulado, tergiversado y denigrado por quienes han encontrado en la fe otro modo de manipular y de enardecer a las masas.
¡Ay de quienes rinden culto a ese dios individualista, supremacista, mercantilista, misógino, machista, homófobo, irracional y tiránico! Aunque yo no creo en el dogma de esas escrituras que ustedes llaman “sagradas”, son ustedes una perversa y fiel caricatura de lo que su mismo profeta, Juan de Patmos, llamó el “anticristo”.
No obstante, aún tengo algún atisbo de fe, no tanto en un Ente Superior, que bajará de los cielos para guiar a su rebaño, sino en la capacidad de las personas, como hijos de un Dios vivo, de encontrar su propio camino a la verdad, a la razón y al amor incondicional.
Asimismo, recuerdo a tantas y tantos, ungidos de amor, que se entregaron al martirio, para ser chivos expiatorios de los que odian: Gandhi, Malcolm X, Martin Luther King Jr., Salvador Allende, Monseñor Romero y un larguísimo etcétera. Honesta y humildemente, ahora, en tiempos del COVID-19 y del ascenso del nuevo fascismo, encarnado por viles personajes como Trump, Bolsonaro, Maduro, Ortega o Johnson, no quiero pensar que toda esa sangre derramada no haya servido para nada, pero…. Tristemente, cada día, son más los que renuncian a pensar, a disentir y a saber, lo que les convierte en siervos y esbirros del fascismo del nuevo milenio.
Pan, techo, salud, educación, trabajo, justicia, solidaridad, democracia, libertad… ¿Serán más que un sueño? ¿O un paréntesis de optimismo en el descenso humano hacia una nueva barbarie?
Mis dedos hoy resuman tristeza, porque pierdo la fe cada vez más en mis semejantes. La lluvia sigue y la música que hoy me acompaña, junto a mi eterna amiga la soledad, no parecen dispuestas a emitir sentencia.
Por eso te pregunto a vos, lector de estos párrafos: ¿habrá un día azul y fresco, cuando pase esta tormenta? ¿O, por el contrario, es éste el principio del fin?
Sea como sea: yo estoy dispuesto, aunque no pueda ver, a avanzar hacia la proa de este frágil barco que llamamos Tierra, con el fin de sumar mi pecho al de quienes están dispuestos a servir de coraza contra la tempestad que se avecina.
¿Me acompañas?