Enrique Gomáriz Moraga
Si alguien tuvo la idea de que, después del asalto al Congreso de Estados Unidos, había visto todo lo malo que podía suceder en la democracia estadounidense, ya puede ir abandonando la esperanza: lo peor está por llegar en ese enorme país, de la mano de un Donald Trump renacido, que, al parecer, es candidato seguro del Partido Republicano en las elecciones de 2024. Existe una creciente coincidencia de parte de muchos de observadores acerca de que se avecina una tempestad social y política conforme se aproxime esa fecha electoral.Un reciente artículo de Robert Kagan en The Washington Post, titulado “Nuestra crisis constitucional ya está aquí”, muy comentado, parece condensar esos oscuros presagios. Según Kagan, de origen republicano, “Estados Unidos se dirige a la mayor crisis política y constitucional que ha sufrido desde la Guerra Civil; con una alta probabilidad de que en los próximos años sucedan incidentes de violencia masiva, haya ruptura de la autoridad federal y el país se divida entre enclaves de combatientes rojos (republicanos) y azules (demócratas)”. Para Kagan, hay que abandonar la ilusión de que Trump sufriera una rápida pérdida de visibilidad e influencia tras su derrota electoral y las múltiples acusaciones en su contra, incluyendo su complicidad en el asalto al Congreso.
El expresidente no sólo mantiene gran peso en su partido, sino que cuenta con el dinero y las bases de seguidores suficientes para repetir holgadamente como candidato republicano en las próximas elecciones. Además, está aprovechando por completo un elemento poco previsto: el rápido debilitamiento que está sufriendo la Administración Biden. Varios asuntos han acelerado ese debilitamiento. Un primer impacto en su prestigio tuvo lugar con la forma en que se retiraron las tropas de Afganistán. Incluso entre los partidarios del tradicional aislacionismo americano, la precipitada salida dejó un horrible sabor de boca. Pronto afloraron las divisiones internas dentro del Partido Demócrata que han ido minando la idea de Biden de impulsar desde el principio un fuerte plan de reactivación económica. A estas alturas, el presidente todavía no tiene garantizada la aprobación del doble paquete de estímulos económicos y de inversiones públicas por valor de más de tres billones de dólares para salir de la pandemia y recuperar la economía. Y el peligro se extiende al conjunto del sistema económico, colocado a Estados Unidos ante la insólita situación de tener eventualmente que declararse en quiebra en las próximas semanas. Algo que tendría efectos negativos en la maltrecha economía mundial. Desde luego, hay que olvidarse por descontado de la mayor promesa electoral de Biden: lograr la reunificación moral y política del país. El horizonte que se abre es justo el contrario: un incremento rampante del odio y del desconocimiento de toda norma de decencia en el combate político.
En estas condiciones, resulta imposible acometer la modernización que el sistema político estadounidense necesita, tanto en el plano de la arquitectura institucional, como respecto de la cultura sociopolítica de la ciudadanía. En cuanto a la arquitectura institucional, los vetustos procedimientos e instancias que sirvieron para levantar la Unión, hoy son un lastre para el conjunto del sistema. Insisto en los dos ejemplos que mencioné en otra oportunidad: el sistema electoral y el gobierno de la judicatura. Las autoridades federales se eligen de forma competitiva y respetando derechos fundamentales, pero torciendo la regla del sufragio universal, una persona un voto, mediante la fórmula indirecta de los colegios electorales. Un procedimiento que tuvo su origen en la necesidad de dar suficiente voz a todos los estados, más allá de su extensión y poblamiento, y que estuvo matizado por ciertas concesiones a los estados del sur, tendencialmente contagiadas de racismo. Es evidente que, a la altura del siglo XXI, no se justifica esa distorsión del sufragio universal.
Algo semejante sucede con la elección de la cúspide de la judicatura. El peso de la presidencia y de las mayorías parlamentarias, es decir, de los otros poderes, es decisivo. Puede afirmarse que, por injerencias semejantes, la Unión Europea ha llamado al orden a Polonia y Hungría. Esta situación se agrava por el hecho de que los integrantes del Tribunal Supremo lo son de forma vitalicia. Todo ello se cimenta con una cultura normativa originalista, donde priva todo lo que tenga origen en los padres iniciadores. Un ejemplo al respecto guarda relación con el derecho de portar armas de la ciudadanía común, que evoca la necesidad de los colonos de defender sus ranchos de amenazas inmediatas, pero que hoy es uno de los asuntos que causa mayor dolor en la sociedad estadounidense.
Sobre esa arquitectura institucional envejecida, se ha levantado una cultura cívica y política de baja calidad, que ha ido empeorando progresivamente, produciendo una división que ya no es sólo partidaria sino cultural y de visión de mundo. Y esa división sociopolítica ha ido avanzando como una bola de nieve hasta alcanzar la dimensión que hoy atemoriza a tantos estadounidenses. Y lo peor es que, si el deterioro de la Administración Biden se profundiza, la recuperación de la opción Trump se afirmará categóricamente. Cuesta trabajo creer en una nueva presidencia de semejante patán en la Casa Blanca, pero no hay que despreciar la regla de que todo lo que está mal siempre puede empeorar mucho más.