Enrique Gomáriz Moraga
Muchos de los que se preguntan sobre el origen de la actual encrucijada estadounidense se detienen en la obra La Democracia en América, escrita por Alexis de Tocqueville y publicada en París a mediados del siglo XIX (1835 en su primera parte y 1840 en su segunda). El interés por estudiar la democracia en Estados Unidos tenía entonces múltiples causas, sobre todo a partir de la percepción de que se trataba de la primera democracia verdaderamente liberal en el mundo, dado que no partía de la transición (revolucionaria o reformista) desde una sociedad aristocrática como sucedía en Europa. Pero la obra de Tocqueville tiene también interés en sí misma: se trata de uno de los trabajos más reconocidos de la sociología política, que entiende la democracia como un sistema no sólo referido a las instituciones, sino también a las relaciones entre gobernantes y gobernados, entre instituciones y ciudadanía.Cabe pues analizar la crisis actual en Estados Unidos desde esos dos planos: la arquitectura institucional de su sistema político y el estado de la cultura sociopolítica del conjunto de la ciudadanía.
En cuanto a la arquitectura institucional existe un creciente consenso acerca de que buena parte de las principales instituciones han quedado anticuadas respecto de la sociedad actual. Fueron concebidas en unos Estados Unidos en formación que ya no existen. Y las reformas necesarias se han ido postergando continuamente. Dos ejemplos evidentes: el sistema electoral y el gobierno de la judicatura. Las autoridades federales se eligen de forma competitiva y respetando derechos fundamentales, pero torciendo la regla del sufragio universal, una persona un voto, mediante la fórmula indirecta de los colegios electorales. Un procedimiento que tuvo su origen en la necesidad de dar suficiente voz a todos los estados, más allá de su extensión y poblamiento, y que estuvo matizado por ciertas concesiones a los estados del sur, tendencialmente contagiadas de racismo. Es evidente que, a la altura del siglo XXI, no se justifica esa torsión del sufragio universal, pero los intentos de reformar el sistema electoral siguen durmiendo en el poder legislativo.
Algo semejante sucede con la elección de la cúspide de la judicatura. El peso de la presidencia y de las mayorías parlamentarias, es decir, de los otros poderes, es decisivo. Puede afirmarse que, por intentos semejantes, la Unión Europea ha llamado al orden a Polonia y Hungría. Esta situación se agrava por el hecho de que los integrantes del Tribunal Supremo lo son de forma vitalicia. Todo ello se cimenta con una cultura normativa originalista, donde priva todo lo que tenga origen en los padres iniciadores. Un ejemplo al respecto guarda relación con el derecho de portar armas de la ciudadanía común, que evoca la necesidad de los colonos de defender sus ranchos de amenazas inmediatas, pero que hoy es uno de los asuntos que causa mayor dolor en la sociedad estadounidense.
El otro gran problema del sistema político en Estados Unidos refiere a la cultura cívica y política de la ciudadanía. Como se ha insistido, ya no se trata únicamente de una división en las preferencias política o partidarias, sino en una profunda división sociocultural de la sociedad norteamericana. Una partición que tiene raíces profundas. La extensa obra Stiffed. The betrayal of the american man (Estafado. La traición hecha al hombre americano), de la premio Pulitzer Susan Faludi, compuesta en la segunda mitad de los años noventa, realiza un buen repaso del resentimiento acumulado por el hombre blanco estadounidense, que, no sólo por razones económicas, acabó manifestándose enérgicamente con la elección de Donald Trump. La obra de Faludi tiene, además, la gracia de mostrar como un buen análisis de género puede mejorar sensiblemente la lectura del conjunto de la sociedad.
Faludi señala como el hito de ese malestar la ruptura del sueño americano desde los años setenta, según el cual cada hombre iba a ser dueño de su propio destino. Ese sueño había dominado prácticamente todo el siglo XIX y buena parte del siguiente (después de sufrir el aldabonazo de la crisis del 1929). De hecho, en la postguerra ese sueño reverdeció y duró casi intocado durante dos décadas más. Pero las turbulencias económicas y la irrupción de la globalización, distinguiendo entre ganadores y perdedores, empezó a desbancar el sueño americano. Buena parte del hombre blanco estadounidense se sintió cada vez mas objeto en vez de sujeto de su propio destino. Y con el cambio de siglo tuvo más conciencia de que se extendía una cultura progresista (que en otros lugares llaman “consenso progre”) que ponía en cuestión al capitán histórico de los grandes (empresas) o pequeños navíos (familias) que era ese hombre hegemónico. Así, la población blanca notaba la disolución de su poder cultural en manos de minorías de color y, en el caso de los hombres, por la insubordinación de buena parte de las mujeres.
Cuando Obama llegó al gobierno, ya era consciente de la profunda división sociopolítica y cultural de la sociedad, a partir del resentimiento creciente de la mitad de la población. En su toma de posesión hizo la firme promesa de reunificar la nación. Y fue la principal promesa electoral que no pudo cumplir. Mas bien, durante su mandato el consenso progresista se ponía en práctica, pero el resentimiento silencioso de la otra mitad aumentaba. Algo que se puso de manifiesto en las siguientes elecciones. Por otra parte, tanto en una mitad como en la otra, continuaba manifestándose la existencia de los tradicionales bolsones de ciudadanía formal, aquella que presenta una radical indiferencia por los asuntos públicos. Esa tendencia fue advertida ya por Tocqueville, quien señalaba la tendencia a valorar el individualismo acentuado de una sociedad que consideraba el valor de la libertad como sinónimo de independencia personal. El exceso de esa percepción, que se constituyó como uno de los pilares del sueño americano, fue considerado como un riesgo por el estudioso francés, que advertía: “Para que la democracia prospere se precisan ciudadanos que se interesen por los asuntos públicos, que tengan capacidad de comprometerse y que deseen hacerlo; punto capital al que hay que volver siempre”.
La profunda división cultural, lastrada por grandes bolsones de gente indiferente hacia la cosa pública, permite calificar a la ciudadanía estadounidense con una alta proporción de baja calidad democrática. El escritor norteamericano Dave Eggers decía que había al menos un cuarto de electores a los que no les gustaba la democracia. Me parece una cifra muy optimista. Los setenta millones de votos que ha obtenido el impresentable Trump indican que esa cifra supera el 40% cuando menos.
Joe Biden, consciente también de la profunda división de su nación, insiste en que una de las tareas principales de su mandato será conseguir unir el país o, al menos reducir esa división. Pero una visión más rigurosa muestra que la crisis es estructural, tanto respecto de la arquitectura institucional como de la función relacional del sistema político, y que su superación, si llega, será una cuestión a muy largo plazo. Incluso puede afirmarse que Biden saldrá bien librado si al menos consigue detener la caída en picado de la calidad del funcionamiento de un sistema político ya anacrónico.