El regreso de la ultraderecha en Chile

El callejón sin salida de la izquierda atlantista

Chile

Por Geraldina Colotti

El 11 de marzo de 2026, con la toma de posesión del nuevo presidente de Chile, el país regresará oficialmente a los años oscuros del pinochetismo. En la segunda vuelta de las elecciones, el domingo 14 de diciembre, José Antonio Kast, el candidato de las derechas que se unieron para la ocasión, ganó con el 58,16% de los votos contra la representante de la izquierda, Jeannette Jara, que obtuvo el 41,84%.

Y será el primer exponente de la extrema derecha en liderar el país tras el fin de la dictadura de Augusto Pinochet (1973-1990): el presidente con el mayor número de votos en la historia. A la cabeza del Partido Republicano, de extrema derecha, recibió 7.252.410 sufragios, una cifra impulsada también por la implementación del voto obligatorio. Y ganó en todas las regiones.

Jeannette Jara, militante del Partido Comunista (pero dispuesta a dejarlo en caso de victoria electoral), fue candidata por el pacto Unidad por Chile y, en cambio, obtuvo el peor resultado de la izquierda desde el retorno a la democracia. Con su 41%, se mantuvo por debajo del exsenador Alejandro Guiller, que en 2017 había alcanzado el 45%. Los 5.216.289 votos realizados en el balotaje no fueron suficientes, dado que prevaleció en solo 32 de los 345 municipios del territorio chileno.

“La democracia habló fuerte y claro”, dijo Jara felicitando al ganador. Su voz, sin embargo, fue la de una clase política progresista agotada, incapaz de ofrecer una alternativa real al modelo neoliberal. La aplastante victoria de Kast no es un incidente de la historia, sino el síntoma de una enfermedad política más profunda.

La candidatura de Jara, concebida como el dique contra la ultraderecha, se reveló como la paradoja del “Frei Montalva inverso”. Como en 1964, cuando la DC de Frei fue financiada por el establishment occidental (incluida la CIA) para evitar el «peligro rojo» de Allende, Jara en 2025 representó el «mal menor» para una izquierda temerosa y desarticulada, cooptada por las dinámicas atlantistas e incapaz de un proyecto realmente transformador que las revueltas populares pidieron a gritos.

El análisis crítico no puede ignorar la «simetría obscena» de las campañas electorales: el terror anticomunista de los años sesenta, con los fantasmas de Stalin y de los carros de combate, se reflejó en el llamado de la izquierda actual a «detener el fascismo». Ambos discursos operaron sobre el mecanismo psicológico del miedo, llevando a un voto negativo y a la esterilidad política. Jara no prometió una transformación convincente; prometió no ser Kast. Una victoria que, según el intelectual Peterson Escobar, habría concedido otros cuatro años de «administración tibia del desastre, de concesiones permanentes al capital, de mantenimiento de las estructuras de dominación con un rostro amable». Una victoria pírrica que solo habría pospuesto el ajuste de cuentas con las ilusiones progresistas.

La derrota, por amarga que sea, pone ahora a la izquierda ante la necesidad de recuperar al menos el proyecto político del socialista Allende que, aunque no fuera un Fidel Castro, ponía concretamente en el centro la cuestión social y la anticolonial, y no la gestión tibia del neoliberalismo.

El triunfo de Kast, hijo de un proyecto transnacional mucho más estructurado que una simple anomalía local, fue recibido inmediatamente con júbilo por la internacional del odio. El presidente ultra de Argentina, Javier Milei, fue uno de los primeros en felicitarlo. Pero la señal más inquietante vino de Washington: Marco Rubio, secretario de Estado de los EE. UU. y figura prominente de la Administración de Donald Trump, declaró que «los Estados Unidos esperan colaborar con su Administración». Este alineamiento revela que Kast no es un fenómeno espontáneo, sino la «filial local» de una estrategia global, apoyada por redes ultraconservadoras como el Foro de Madrid, el Yunque y la Political Network for Values, finalizadas a una restauración reaccionaria que desmantele los derechos conquistados desde 1945.

En el frente opuesto, la timidez ideológica de la izquierda institucional chilena ha complicado su posición en el contexto latinoamericano. La postura asumida respecto a Venezuela y al gobierno de Nicolás Maduro es emblemática: el tibio, ambiguo y tardío pronunciamiento de Jara y de figuras como la escritora Isabel Allende contra la agresión en curso en el Caribe (pero con tantos distingos respecto al gobierno bolivariano y a las relaciones sur-sur) ha descontentado a la izquierda radical, que ha visto una traición de la solidaridad continental, y por cierto no ha convencido a las derechas chilenas.

Muchos representantes de los movimientos chilenos han venido a Venezuela para participar en los diversos congresos internacionales que se están llevando a cabo, a pesar del bloqueo aéreo de los Estados Unidos: a partir del médico Pablo Sepúlveda Allende, nieto de Salvador Allende, figura de primer plano en la solidaridad internacional.

Mientras Kast se alinea explícitamente con la hegemonía estadounidense en declive y su proyecto restauracionista, la alternativa de Jara había quedado atrapada en el atlantismo. Analistas como Pablo Sepúlveda Allende o Escobar consideran que Chile necesita una política exterior que mire al Sur Global, integrándose en los BRICS y recuperando la UNASUR y la CELAC, para diversificar su posición internacional.

Por esto, advierten que la presidencia Jara habría continuado sufriendo las presiones de Washington y del FMI, quedando vasalla de un modelo de dependencia que el thatcherismo del siglo XXI deja gestionar al centro-izquierda para luego presentarse como la única alternativa al «desastre» administrado.

El triunfo de Kast plantea un interrogante dramático e inmediato respecto al conflicto Mapuche en la macrozona Sur. Los Mapuche, cuya lucha por la autodeterminación y la restitución de las tierras ancestrales está históricamente ligada a la resistencia contra el Estado chileno y la expansión capitalista, han visto en el gobierno progresivamente cerrarse la posibilidad de una tibia apertura, si bien insuficiente para desactivar la violencia estructural y la militarización.

El programa de José Antonio Kast, centrado en la «mano dura» y la defensa de la propiedad privada, no prevé mediaciones. Por el contrario, se vislumbra un endurecimiento de la militarización de la Araucanía y una criminalización sistemática de la protesta indígena. Su visión de «orden» y «seguridad» está indisolublemente ligada a la lógica extractivista y de explotación de los recursos naturales.

Bajo Kast, la demanda Mapuche será tratada no como una reivindicación histórica de derechos y autodeterminación, sino como un mero problema de «terrorismo» interno a reprimir. Este enfoque, que se asemeja directamente a las políticas de la dictadura, promete agravar el conflicto, convirtiéndolo en uno de los frentes de resistencia más agudos que la izquierda y los movimientos sociales deberán enfrentar a partir del 11 de marzo de 2026.

El ascenso de un pinochetista al poder no puede sino significar un recrudecimiento de la violencia estructural contra las naciones originarias y un látigo de mayor violencia sobre los hombros de quienes producen la riqueza.

Resumen Latinoamericano

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