El pecado de ser nicaragüense

Aníbal Javier González Padilla

Aníbal Javier González

A pesar que nuestro arraigado nacionalismo es una invitación a gritar -a pulmón abierto- que somos nicaragüenses por gracia de Dios, no dejo pensar que en las circunstancias actuales tal afirmación me parece más un acto demencial que un grito de fervor patrio pues haciendo las sumas y las restas nos damos cuenta que tenemos más razones por la que abochornados que motivos para sentir un algo de orgullo.

¿Cómo sentir orgullo por un país donde los diputados han renunciado a su condición humana para convertirse en mansos y dóciles borregos que llenan su curul para obedecer los designios de la Pareja del Mal a la vez que se desvanecen alabanzas hacia los dictadores?

¿Cómo sentir orgullo de mi país Nicaragua que dejó de ser una República para convertirse en el feudo, en la fincan, en la hacienda de la familia más funesta de nuestra historia y que cercena sin piedad las libertades todas para eternizarse en el poder?

A cinco años de las protestas de abril, los participantes de aquella gesta cívica, seguimos pagando con sufrimiento y penurias nuestra osadía y atrevimiento de pretender una Nicaragua distinta, una que esté a la altura de las democracias hispanoamericanas en virtud de estar a la vanguardia de las dictaduras más crueles y sanguinarias de las tres américas.

Cuando mi familia se metió de lleno a apoyar el Tranque (bloqueo de carretera) del Empalme de Boaco, nadie de nosotros nos imaginamos las consecuencias bestiales que debíamos afrontar y eso a pesar que para aquel entonces yo tenía apenas quise años.

Aún recuerdo con mucha tristeza el llanto profundo e inconsolable de mi madre cuando mi padre fue amenazado por el delegado de la dictadura quien le dijo que debía irse porque los paramilitares nos iban a caer en la madrugada. Nos habíamos quedado sin alternativas, debíamos de salir allí cuanto antes y así lo hicimos, entrando a Costa Rica aquel veintitrés de julio por el paso fronterizo de la Ñoca.

De allí para acá todo ha sido tristezas, sufrimientos y limitaciones, muchas limitaciones, pero hallamos consuelo pensando que lo peor que nos pueda pasar aquí no se compara con lo que nos espera si regresamos a Nicaragua.

Si existe en nosotros los campesinos una virtud sin duda es la sinceridad y yo de corazón confieso que no culpo a los y las ticas que no nos quieren aquí, no son culpables esos hermanos costarricenses que sienten que nosotros ocupamos sus espacios y hurtando sus derechos, ante mi Dios que no los culpo, como tampoco culpo a la Oficial de Migración que me forzó a decir que yo estaba en este país por razones económicas y no por motivaciones políticas, su misión era cerrar cualquier hendija legal que me permitiera optar al estatus de refugiado que me es tan indispensable para tener en este país una vida medianamente digna.

Por el hecho de haber protestado los nicaragüenses estamos condenados a vivir de manera terrible y apenas soportable pues en nuestro país nos persiguen y en este nos rechazan y debemos escoger entre ese rechazo de tintes xenófobos y aporofóbicos o regresar a Nicaragua para ser apresados y torturados por una dictadura cuyo índice de maldad no halla sitio en ninguna escala.

Entre tantas penas y sufrimiento pienso que ser nicaragüense es un pecado que debemos pagar en vida pues aún los que no han salido de allá viven entre el silencio y la zozobra.
Dios libre a Costa Rica de la izquierda que tan jodidos nos tiene a los nicaragüenses.

El autor es nicaragüense solicitante de refugio.

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