El desprecio de lo masculino fortalece la ideología Trump

Enrique Gomáriz Moraga

Enrique Gomariz

El neurocientífico Melvin Konner, autor del libro “Mujeres ante todo”, afirma muchas cosas razonables, pero hay una en la que se equivoca de medio a medio: no percibe que el desprecio de lo masculino tenga efectos políticos importantes y cree que la idea de la prescindencia del cromosoma Y es algo que los hombres deban tomarse con deportividad y sentido del humor. Eso lo recomienda, sobre todo, a los hombres que repudian el contenido de su libro y le envían una oleada de mensajes de odio. Su problema consiste en que no percibe lo que hay bajo esa superficie.

Tenía que ser una feminista norteamericana, quien, desde un enfoque de género, algo de lo que Konner no es precisamente un experto, percibiera esa componente en la actual división sociocultural de Estados Unidos y la poderosa fuente de apoyo electoral que supone para una opción política como la de Donald Trump. Hay que leer el libro de la premio Poulitzer Susan Faludi, titulado Stiffed. The betrayal of the american man (Estafado. La traición hecha al hombre americano), para entender como el profundo malestar masculino resulta una de los componentes más importantes del rechazo al consenso progre que facilitó el acceso a la Casa Blanca a un indecente como Donald Trump y que parece que podría conseguirlo de nuevo.

Pero antes de abundar en la tesis de Faludi, creo conveniente revisar alguno de los supuestos antropológicos del neurobiólogo Konner. Porque es necesario distinguir asertos atinados de sus biofantasias (como las describe el mismo) y sus limitaciones. Creo que tiene mucha razón Konner cuando afirma que hemos tirado la biología por la puerta y ahora se nos cuela por la ventana. Afortunadamente, ya estamos de vuelta del culturalismo extremo que considera que lo ambiental es mucho más importante que lo biológico. El problema es que el regreso de lo biológico ha llegado de la mano de la manipulación genética. Se han hecho famosos los trabajos de laboratorio de la doctora Monika Ward, donde consigue ratones machos a los que suprime varios genes de su cromosoma Y, logrando que su constitución genética ya no sea XY (característica del sexo masculino) sino X0, lo que demuestra que en ultima instancia el cromosoma Y es completamente prescindible, aunque esos machos tengan dificultades para reproducirse. Ese tipo de investigaciones, llevan con frecuencia a la conclusión apresurada -que comparte Konner- de que la tecnología genética permitirá a las mujeres prescindir de los hombres para la reproducción de la especie. Algo bastante plausible, desde luego, que fascina a muchas mujeres. Pero se olvidan de un detalle: la biotecnología también podrá en un futuro operar en sentido contrario y los hombres podrán gestar por sí mismos, sin necesidad de depender para ello de las mujeres. Con lo que estamos de regreso a un asunto de poder y de bioética. En efecto, la manipulación genética permitirá tanto a mujeres como a hombres prescindir del otro sexo. Pero eso ¿es algo deseable?

A Konner no se lo parece, pero por ese camino intenta una respuesta al origen de los miles de años de supremacía masculina. Antropólogos e historiadores han buceado en las causas de ese fenómeno y creen encontrarlas en la acumulación económica, la institucionalización defensiva de las sociedades primitivas y varias más. Konner tiene el buen criterio de pensar en los antecedentes biológicos de esa supremacía. Cierto, los primates mas cercanos (compartimos el 98% de los genes con los chimpancés) siguen la norma de la mayoría de los mamíferos de una división de trabajo, donde los machos se encargan de la cartera de defensa. Pero Konner retrocede aún más atrás: la división por sexo en las especies tiene una causa no menor: la diversificación biológica. El sexo es el responsable de la capacidad de adaptación y la versatilidad, especialmente de los mamíferos superiores. Como dice, medio en broma, el neurobiólogo, un objetivo bastante digno.

La cuestión es que no es frecuente que se relacione esa función ventajosa de la diferencia sexual y sus consecuencias en la división sexual del trabajo con el fenómeno y el momento en que se produce la distancia cualitativa que constituye el homo sapiens respecto del resto de mamíferos. Los arqueólogos responderán de inmediato: ello guarda relación con el aumento del tamaño y la reorganización de circuitos del cerebro. Incluso pueden medirlo cuantitativamente: del cerebro de 500 gramos de los homínidos al kilo y medio del homo sapiens. Ahora bien, este aumento del cerebro y, por tanto, del cráneo, no sólo introdujo mayores dificultades en el parto, sino que, sobre todo, implicó mucho mas tiempo de incorporación del softwer en el cerebro del infante humano. La autonomía que un primate puede lograr en un año, debe multiplicarse al menos por cinco en el caso de la especie humana. En pocas palabras, las tareas reproductivas necesarias para poner en pie el descendiente humano se hicieron cruciales. Ello implicó una acentuada división sexual del trabajo en la especie dominante. En breve, el salto del primate superior al homo sapiens se hizo sobre la mayor carga del trabajo reproductivo de las hembras humanas. El problema es que eso apenas se reconoció culturalmente, a excepción de algunas expresiones de la adoración de la fecundidad en algunas sociedades primitivas.

Ese eslabón de la cadena evolutiva de la especie humana tampoco es reconocido con frecuencia por los neurobiólogos aficionados a la antropología histórica, como le sucede a Melvin Konner. Sin embargo, es esencial para reconocer la plataforma sobre la que luego operaron otros factores para establecer la supremacía masculina en el origen de las sociedades históricas. Desde entonces, se produjo un androcentrismo que ensalzó los atributos masculinos que fueron durante mucho tiempo funcionales a la expansión de las sociedades dominantes. Valores como la conquista y el descubrimiento de nuevos espacios, acompañados regularmente de la fuerza, se afirmaron poderosamente durante toda la modernidad. Hoy, cuando resulta una evidencia la sobredominación humana del planeta, se está llegando a la conclusión de que es necesario cuidar el globo si quiere salvarse la propia humanidad. Así, el valor del cuidado, tradicionalmente femenino, comienza a ascender rápidamente en la escala civilizatoria. Todo indica que un reequilibrio entre los sexos que supere la supremacía masculina, se asocia bien con las exigencias actuales de la especie.

Pero acometer ese cambio apuntando contra los hombres puede provocar efectos no deseados. Susan Faludí señala como el hito de ese malestar que fortaleció una reacción contraria tiene su base en la ruptura del sueño americano desde los años setenta, según el cual cada hombre iba a ser dueño de su propio destino. Ese sueño había dominado prácticamente todo el siglo XIX y buena parte del siguiente (después de sufrir el golpe de la crisis del 1929). De hecho, en la postguerra ese sueño reverdeció y duró casi intocado durante dos décadas más. Pero las turbulencias económicas y la irrupción de la globalización, empezaron a descomponer el sueño americano. Buena parte del hombre blanco estadounidense se sintió cada vez más objeto en vez de sujeto de su propio destino. Y con el cambio de siglo tuvo más conciencia de que se extendía una cultura progresista que ponía en cuestión al tradicional capitán histórico de los grandes (empresas) o pequeños navíos (familias) que era ese hombre hegemónico. Así, la población blanca notaba la disolución de su poder cultural en manos de minorías de color y, en el caso de los hombres, por la insubordinación de buena parte de las mujeres. Y esa pérdida de poder sin una perspectiva de pacto ganar-ganar, siempre ante el dedo acusador de los otros, ha provocado un creciente malestar que ha resultado un poderoso combustible para propuestas políticas como la de Donald Trump.

Todo indica que debe haber varias formas de superar la supremacía masculina, que no impliquen una ofensiva contra los hombres. Y, en este contexto, jugar con la idea de la prescindencia masculina no sólo es efectivamente sexismo inverso y flagrante violación de los derechos humanos, además de una trasgresión bioética, sino que provoca en el corto plazo nefastas reacciones sociopolíticas que nadie desea.

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