Guadi Calvo
Desde el ocho de junio de 2022, con el ataque a la localidad de Kpinkankandi, prefectura de Kpendjal, perpetrado por una khatiba de la franquicia de al-Qaeda en el Sahel, el Jamāʿat nuṣrat al-islām wal-muslimīn o JNIM (Grupo de Apoyo al Islām y a los musulmanes), el norte de Togo comenzó a arder.
Aquella brigada terrorista estaba compuesta por casi un centenar de muyahidines que fueron rápidamente contenidos por el ejército, que le provocó más de una decena de bajas, la pérdida de una gran cantidad de armamento, además de la incautación de unas cincuenta motocicletas en las que se movilizaban.
Casi un mes antes, el once de mayo, un grupo de sesenta muyahidines había atacado el puesto militar en Kpendja, donde ejecutaron a ocho soldados e hiriendo a otros diez.
Ambos puntos se localizan en la región de Savannah, con poco más de quinientos mil habitantes, convertida en el objetivo principal de las bandas terroristas que desde hace más de una década se expanden a su antojo a lo largo del Sahel y ya son una presencia constante en Togo.
La situación de inseguridad ha sido alentada, como la mayoría de las veces, por los altos índices de pobreza que hacen a la población más propensa, por interés o por miedo, a aceptar las ofertas de estos grupos, e incluso a permitir a los más jóvenes que se integren a sus filas. Mientras las posibilidades de desarrollo y crecimiento se convierten en una promesa política del gobierno, que jamás se cumple.
En este contexto, la vida de estas comunidades ha empeorado a consecuencia de estar entre dos fuegos. Por un lado, las presiones de los terroristas que los obligan a colaborar con información y dándoles cobertura y asistencia a sus militantes, al tiempo que, a la llegada del ejército, vuelven a ser castigados por colaborar con los terroristas.
El ejército togolés se encuentra desplegado en esta región cumpliendo la segunda etapa de la operación Tarha-Naka (en Tamashek, la lengua de los bereberes, Amor a la Patria), luego de haber participado en ejercicios militares junto a los ejércitos de la Alianza de los Estados del Sahel o AES (Níger, Malí y Burkina Faso) en Tillia (Níger), a unos trescientos kilómetros al noreste de Niamey. Con el fin de fortalecer la coordinación operativa de las fuerzas armadas de esas naciones. Si bien Togo no es miembro de la AES, es considerado como un socio estratégico, en una lógica de cooperación regional ante la amenaza del terrorismo transfronterizo.
La pesadilla se inició en Togo, la noche del nueve de noviembre de 2021, cuando un grupo de hombres armados atacó el puesto de avanzada localizado en la aldea de Sanloaga (prefectura de Kpendjal). Si bien la acción no causó víctimas, ese ataque marcó el fin de la relativa calma que vivía el país hasta entonces, más allá de conocer muy bien lo que estaba sucediendo al otro lado de la frontera y entender que la llegada de los terroristas era cuestión de tiempo, ya no solo para Togo, sino para otros países del golfo de Guinea (Benín, Ghana y Costa de Marfil).
Ya en marzo de 2019, el ataque contra un puesto fronterizo móvil en Nouaho en la provincia burkinesa de Boulgou, próximo a las fronteras de Ghana y Togo, que dejó cinco muertos, uno de ellos un sacerdote español, había avisado la inminencia de aquella presencia entonces difusa.
Aquel fantasma se ha corporizado rápidamente con operaciones constantes y cada vez de mayor magnitud, que tienen como epicentro las prefecturas de Kpendjal, Kpendjal-Ouest, Tône y Oti, de la región de Savannah.
Desde finales de 2023, cuando ya se habían registrado una veintena de ataques que habían dejado una treintena de muertos y otros tantos heridos a manos de muyahidines provenientes de Burkina Faso, que ya no solo se conforman con hostigar sobre la línea fronteriza, sino que se están adentrando cada vez más profundo al sur del país. Atacando tanto posiciones militares como poblaciones civiles, multiplicándose semana tras semana.
En Togo opera la rama burkinesa del JNIM conocida como Ansarul Islām (Defensores del Islām), fundada en 2016 por el legendario Ibrahim Dicko, presumiblemente muerto en 2017. También, aunque en menor escala, se registra la presencia de milicias del Daesh y otras pequeñas organizaciones. Estas últimas, si bien no son más que bandas de delincuentes comunes, buscan conchabo en alguna de las grandes organizaciones. Repitiendo el mismo fenómeno que se da en el noroeste de Nigeria, donde esta clase de criminales terciariza operaciones para Boko Haram.
Aunque todavía ningún sector de Togo ha sido ocupado militarmente por alguna facción terrorista, el constante incremento de los contingentes de desplazados que abandona Savannah, como en todos los casos en que se repite esta situación, suele ser el preámbulo del asentamiento de algún grupo armado que, además de saquear los bienes, impone la sharia (ley coránica) y establece el zakat, la contribución obligatoria que forma parte de los cinco pilares del islām.
Para marzo del año pasado, ya se había registrado el desplazamiento de unas diez mil personas en diversas localidades de Savannah (Dapaong, Mandouri, Tchimouri, Ponio, Tambonga y Korbongo). Además, se localizaban varios campamentos humanitarios con cerca de cuarenta mil refugiados burkineses, que ya habían escapado de la guerra en su país.
Peligro: zona militar
Fueron suficientes dos ataques terroristas en menos de un mes, sumado a la experiencia de lo que sucede en Burkina Faso, para que las autoridades de Lomé declararan el trece de junio de 2022 el estado de emergencia para la región de Savannah. Con el fin de darle un marco legal a los excesos que se preveían por parte de los militares. En su lucha contra la insurgencia wahabita.
Desde entonces, a ese medio millón de togoleses que habitan la Savannah se les ha complicado de manera extrema su vida cotidiana. Más allá de la inquietud permanente de ser víctimas de algún atentado terrorista o un secuestro, deben soportar a diario los toques de queda nocturnos, la prohibición de reuniones, restricciones impuestas por el estado de emergencia. Además, tienen restringido el libre tránsito y, para aquellos que se pueden movilizar, el constante asedio de los check points móviles, donde las demoras y los malos tratos, y en muchas oportunidades robadas, recuerdan más a una fuerza de ocupación que al ejército que ha llegado a servir a sus compatriotas. En el caso de las mujeres, como siempre es peor, más allá de sufrir las mismas humillaciones que los hombres, ellas se deben someter a manoseos que en muchos casos terminan en violaciones.
La atmósfera de guerra latente, sumada a la violencia ejercida por las fuerzas armadas contra civiles, ha convertido la realidad de numerosas comunidades en invivibles, haciendo que cada vez sean más los que decidan abandonarlo todo y escapar lejos de ese infierno.
La instalación de puestos militares, el trazado de líneas de trincheras a lo largo de la frontera con Burkina Faso, los retenes y los constantes chequeos han exterminado prácticamente el comercio transfronterizo, el que siempre había sido muy activo.
A la crónica inestabilidad económica de muchos locales, ahora se les agrega dos fenómenos: por un lado, la inflación provocada por la escasez de mercaderías en algunos rubros, mientras que el precio de los productos como el arroz o maíz se desploma por el exceso de oferta y la falta de compradores, fenómeno que también impulsa la desocupación.
Esta problemática, además, asegura un gran faltante de alimentos para la próxima temporada, ya que está pronta la llegada de la estación de lluvias, momentos en que los campesinos se preparan para la próxima campaña de siembra.
En lo estrictamente social, la vida también ha sido trastocada en prácticamente todas las poblaciones de Savannah; el toque de queda a partir de las ocho de la noche impide la realización de casamientos, asistencia a funerales o la ida a las mezquitas para las oraciones nocturnas. Ni siquiera durante la reciente celebración del Eid al-Adha, también conocida como la “Fiesta del Sacrificio”, o durante el sagrado mes del Ramadán, el confinamiento de la población continuó.
A pesar de la estricta acción militar, las bandas terroristas continúan con sus hostilidades, habiéndose adaptado incluso antes que la población civil a su presencia. Los ataques contra diversos objetivos: aldeas, puestos militares y convoyes se han multiplicado.
El plantado en los caminos de artefactos explosivos improvisados (AEI), en la mayoría de las veces, son preámbulos de emboscadas, donde se asesina y se roba material militar. Mientras que el secuestro de civiles y el robo de ganado tampoco se detiene.
La crisis de seguridad, con la presencia militar, ha quedado todavía más expuesta porque su llegada parece haber traído la guerra hasta las puertas mismas de las aldeas. Antes los terroristas eran una presencia difusa, que podrían estar o no; ahora el enemigo está presente y siempre atento a golpear.
La situación también ha llevado a que el gran mercado de ganado de Koundjoaré termine con sus rodeos. La gran actividad agrícola y ganadera ahora se encuentra prácticamente paralizada. El pueblo está casi deshabitado, ya que más de tres mil personas han escapado de la inseguridad en el ardiente norte de Togo.
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