Harold Meyerson
Si George W. Bush fue presidente de los Estados Unidos de Norteamérica entre 2000 y 2008, y si Donald Trump lo es hoy, se debió a que el procedimiento de elección del mismo no es democrático, así de sencillo. Para que pueda serlo algún día no lejano explica Harold Meyerson qué hay que hacer en dos artículos breves para su bitácora en The American Prospect. –SP
¿Regla de la mayoría? Todavía no, conciudadanos norteamericanos
Ayer el Tribunal Supremo dictaminó por unanimidad que en materia de elecciones presidenciales, el pueblo está por encima. Bueno, en lo que toca a los estados.
El dictamen del lunes afirmaba el poder de los estados para castigar a los electores presidenciales [del Colegio Electoral] que no voten por el candidato que gane el voto popular del estado en nuestras elecciones presidenciales cuatrienales o para substituirlos por electores que lo hagan.
En los estados, por tanto, el pueblo manda. En los Estados Unidos, no tanto…si es que manda algo.
El dictamen del Tribunal deja sin tocar el Colegio Electoral, en la medida en que el caso planteado ante el Tribunal no se refería a la existencia del Colegio Electoral. Pero una existencia cada vez más absurda y descaradamente antidemocrática sí que es. En dos de nuestras cinco últimas elecciones presidenciales (2000 y 2016), una mayoría relativa de norteamericanos votó por candidatos (Al Gore y Hillary Clinton, respectivamente) que perdieron en el Colegio Electoral frente a candidatos (George W. Bush y Donald Trump, que ya es desagradable) que habían recibido menos votos populares que ellos. Lo que equivale a decir que el Colegio Electoral niega el primer principio de la democracia: la mayoría (o al menos la mayoría relativa) manda.
Para devolver cierta apariencia de democracia a nuestra República, quince estados, además del Distrito de Columbia (D.C.), han promulgado leyes que exigen que sus electores [del Colegio] voten al ganador de la disputa nacional por el voto popular, con la condición de que ese pacto entre en vigor sólo cuando haya suficientes estados que se hayan unido al acuerdo para garantizar la victoria en el Colegio Electoral del vencedor del voto popular. Hasta ahora, esos quince estados, más el D.C., equivalen a 196 votos electorales, bastante por debajo de los 270 necesarios para ganar en el Colegio Electoral.
¿Hay forma de esquivar el Colegio Electoral, un trabajito dieciochesco introducido en la Constitución en un momento en que los autores del documento pensaban que sólo un puñado relativo de norteamericanos de la élite sabrían algo de los candidatos presidenciales, y en el que los constituyentes del Sur tenían miedo de que elecciones presidenciales cien por cien populares pudieran favorecer a candidatos del Norte no necesariamente predispuestos hacia la esclavitud?
Puesto que el Colegio Electoral favorece a los estados pequeños (dado que cada estado tiene dos votos extra reflejo de su representación en el Senado), resultaría difícil revocar la disposición del Artículo II de la Constitución que exige su concurso. Y puesto que tres cuartas partes de los estados deben ratificar cualquier cambio constitucional, sólo harían falta trece estados pequeños para bloquear la abolición del Colegio.
En 2018, no obstante, escribiendo en estas páginas, Erwin Chemerinsky, especialista en Derecho Constitucional y decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de California, Berkeley, arguyó que el dictamen del Tribunal sobre una-persona-un-voto que aplica el establecimiento de la V Enmienda de igual justicia bajo la ley convierte al Colegio Electoral en inconstitucional. Todavía no ha llegado ningún caso así hasta el Tribunal y no está para nada claro que se impusiera la argumentación de Chemerinsky. Pero, desde luego, debería intentarse.
Por lo que a eso respecta, si alguna vez los demócratas se llevan de calle al país en unas elecciones, deberían intentar una completa revocación de la disposición del Artículo II. La mayoría de los norteamericanos, si alguna vez piensan en ello, están instintivamente a favor de la idea de soberanía popular, aunque los republicanos se estén voviendo en contra —hasta ahora, implícita, más que explícitamente—a medida que el electorado del país se vuelve más diverso desde el punto de vista racial. La campaña podría basarse en dejar que el pueblo decida, en lugar de que lo haga alguna obscura institución. El verdadero Estado profundo norteamericano, al fin y al cabo, el que frustra la capacidad de los norteamericanos de regirse siguiendo el principio de la regla de la mayoría, es el Colegio Electoral y el Senado norteamericano.
Los norteamericanos son también más conscientes de sus funcionarios federales electos que de sus funcionarios en los estados. Compárese el número de norteamericanos que pueden recordar el nombre del vicepresidente con el número que puede decirnos el nombre de su vicegobernador. Pero con nuestro actual sistema, el voto popular determina directamente quién será tu vicegobernador, pero no quién será tu vicepresidente.
¿Colegio Electoral? Tal como dijo Voltaire una vez: écrasez l’infâme. [aplastad al infame].
The American Prospect
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Otro monumento confederado más que destruir: el Colegio Electoral
Para cualquiera que todavía se pregunte por qué hay que echar abajo los monumentos confederados, permítaseme referirles una famosa frase del gran bardo del Sur blanco, William Faulkner. En el universo del Sur blanco —es decir, en cuestiones de racismo blanco —, escribió Faulkner, «El pasado nunca está muerto. Ni siquiera es pasado».
Las estatuas de Robert E. Lee, Jefferson Davis, y los de su traicionera laya se erigieron para perpetuar y reforzar la supremacía blanca, de aquí que sean objetivos completamente válidos para su derribo. Pero Norteamérica sufre de una herencia especial de racismo más dañina que los monumentos, y el gran movimiento de Black Lives Matter [“Las vidas de los negros importan”] que está tratando de crear un país más igualitario tiene que tomar también esa herencia como blanco.
Me refiero al Colegio Electoral.
Tal como como discutí en mi “On TAP” [en The American Prospect] el martes [7 de julio], el Tribunal Supremo, al derogar a principios de esta semana la capacidad de un elector presidencial [del Colegio Electoral] de votar por otro candidato que no sea el apoyado por los votantes de su estado, afirmó que las mayorías populares determinarán a quien apoye un estado para presidente, pero no a quién apoyará el país. Al Gore recibió medio millón más de votos que George W. Bush en 2000, pero perdió el voto del Colegio Electoral. Hillary Clinton recibió casi tres millones de votos más que Donald Trump, pero perdió también en el Colegio Electoral.
Aunque llevo escribiendo acerca de los orígenes racistas del Colegio Electoral durante varias décadas, y ya empecé durante las semanas del largo recuento de las elecciones de 2000, no lo debatía en mi apunte de la bitácora digital el martes. Mi amiga Karen D’Arc me apuntó esa omisión (su tono normalmente armonioso se elevó hasta decibelios desacostumbradamente elevados durante la llamada telefónica), y tuvo toda la razón al hacerlo.
El Colegio Electoral fue uno de los últimos detalles sobre el que los redactores de la Constitución se pusieron de acuerdo. Dos factores llevaron a su creación. El primero fue la creencia predemocrática de que sólo un puñado de hombres escogidos de entre la élite del país tenían las mientes y las disposiciones para seleccionar a un presidente. El segundo fue la insistencia de los redactores de los estados esclavistas de que la presidencia no debería ser determinada por el voto popular, pues el electorado con derecho a voto (en esa época, hombres blancos con propiedades) en los Estados del Norte, no esclavistas, sobrepasaba y seguiría probablemente sobrepasando al electorado con derecho a voto en el Sur. Su temor consistía, por supuesto, en que con un sistema de voto popular, un candidato antiesclavista pudiera un día llegar a la presidencia. De ahí que creasen el Colegio Electoral, que beneficiaba a la esclavitud y al Sur al otorgar a cada estado, sin que importase su población, dos votos extra (reflejo de su representación en el Senado), y agrupando los esclavos en el recuento de la población computando a cada uno como tres quintos de una persona.
Desde la perspectiva del Sur, el sistema funcionó de manera brillante. Si el Partido Demócrata no se hubiera dividido en 1860 en dos alas (una en el Norte, indiferente a la esclavitud y otra en el Sur, rabiosamente proesclavista), el Colegio Electoral habría perpetuado la esclavitud hasta Dios sabe cuándo. Una vez abolida la esclavitud y ratificada en 1870 la XV Enmienda a la Constitución, el Sur tuvo que buscar otras formas de suprimir el voto de los negros, y con sus actuales amigos republicanos del Tribunal Supremo, lo ha conseguido hasta el mismo día de hoy.
Pero a medida que los Estados Unidos se vuelven más racialmente diversos, y a medida que el principio de gobierno del Partido Republicano se ha convertido manifiestamente en la supremacía blanca, esa derecha republicana racista no puede más que aferrarse al poder poniendo su confianza en el Colegio Electoral, atravesado ante el principio y la realidad de la regla de la mayoría (habiendo favorecido durante largo tiempo la supresión de los derechos de las minorías, los republicanos han acabado también favoreciendo la supresión de la regla de la mayoría, ahora que está claro que no pueden lograr el apoyo de la mayoría entre los votantes del país).
En resumen, el Colegio Electoral refleja y perpetúa los mismos valores que reflejaban y perpetuaban esos monumentos confederados. Quienes crean que Las Vidas de los Negros Importan tienen que derribar también esa monstruosidad profundamente antidemocrática.
The American Prospect
Harold Meyerson es columnista del diario The Washington Post y editor general de la revista The American Prospect, está considerado por la revista The Atlantic Monthly como uno de los cincuenta columnistas mas influyentes de Norteamérica. Meyerson es además vicepresidente del Comité Político Nacional de Democratic Socialists of America.
Fuente: The American Prospect
Traducción:Lucas Antón para sinpermiso.info