Un grupo de ángeles estaba reunido alrededor de una hoguera de luz, no de fuego, porque era de noche y lo que querían era iluminarse, no pasar calor.
Todos discutían acaloradamente sin darse cuenta de que el tiempo de reunión se estaba acabando y no habían solucionado nada.
Se trataba de un tema muy importante: Turiel, el ángel de la guarda de Sergio, estaba cansado de no hacer nada. El niño no le hacía caso porque no creía en su existencia y su tarea se limitaba a vigilar sus sueños para que las pesadillas no llegaran hasta él. Ni siquiera necesitaba protegerle porque Sergio era un niño muy tranquilo y procuraba no exponerse a situaciones peligrosas: no montaba en bicicleta, ni en monopatín, ni siquiera se subía a los árboles. Tampoco le gustaban las aventuras.
Por ello Turiel estaba dispuesto a todo para conseguir demostrar las cualidades que tenía y que no podía mostrar cuidando de Sergio. Había convocado una reunión con sus compañeros para pedirles consejo, incluso para proponerles un cambio de niño.
Pensaba que estaba muy cualificado para dedicarse a la tarea de proteger a cualquier niño que lo necesitara, por muy travieso que fuera: prefería trabajar mucho antes que estar en paro.
Sus compañeros le dijeron que no fuera impaciente, que a lo mejor al año siguiente lo necesitaría y pediría su ayuda.
Cuando todos habían opinado a favor o en contra del cambio, Ramael propuso algo que a todos sorprendió:
—Turiel, ¿por qué no te alejas por un tiempo de Sergio y solo le observas a distancia? A lo mejor descubres que puedes hacer por él cosas distintas a las que te habías imaginado y ves para qué te necesita.
A todos les pareció muy buena idea, pues era muy raro cambiar de niño, sobre todo a esas edades, pero Turiel no parecía muy convencido.
—Tu idea me parece muy interesante pero yo seguiría sin hacer nada.
—¿Crees que observar es no hacer nada? ¿Piensas que descubrir qué es lo que verdaderamente necesita es no hacer nada? Estás muy equivocado, ya lo comprobarás -contestó Ramael.
Al final Turiel aceptó.
—Bueno, si os parece acepto la solución pero solo por un tiempo. Si en siete días no consigo descubrir cómo puedo ayudarle, os volveré a llamar para encontrar otra solución.
Turiel bajó a la Tierra y buscó a Sergio. El niño jugaba tranquilamente mientras sus padres estaban en el salón. Se mantuvo a distancia, como le habían dicho, y, de pronto, ocurrió algo.
Los padres de Sergio estaban discutiendo, gritaban, y el niño simplemente dejó de jugar y se tapó los oídos.
Unas lágrimas aparecieron en sus ojos aunque intentaba que no resbalaran.
Turiel sintió la necesidad de acercarse y abrazarlo con sus alas, pero recordó que solo debía observar. Entonces se puso a escuchar los pensamientos del niño:
«Ya están otra vez discutiendo: seguro que es por mi culpa. Papá quiere que vaya al campamento y mamá no quiere porque piensa que allí puedo correr muchos peligros, que todavía soy pequeño, y papá opina que ya va siendo hora de salir de casa y conocer otros lugares, a otros niños y aprender cosas nuevas.»
Turiel comprendió que Sergio se sentía culpable de que sus padres discutieran. Se tapaba los oídos para no oír nada aunque se enteraba de todo.
Un fuerte golpe provocó que tanto Sergio como Turiel dieran un brinco. El padre de Sergio se había ido de casa dando un portazo. Ahora él sabía lo que ocurriría: mamá vendría a su habitación llorando y lo abrazaría. Y así sucedió:
—¡Mi pequeño Sergio! -le dijo-. Menos mal que estoy aquí para protegerte. Tu padre solo quiere que crezcas y que aprendas cosas peligrosas, pero todavía eres pequeño.
Y Sergio le contestó:
—Mamá, ya no soy tan pequeño, tengo ocho años y me gustaría tener amigos y aprender cosas nuevas. Pero, si vas a estar preocupada, no iré al campamento.
Esa escena se había repetido varias veces y lo único que cambiaba era el momento del portazo. A veces Sergio contaba los segundos: 1. 2, 3, 4, 5 ¡Plas!, intentando acertar en qué segundo daba su padre el portazo.
Turiel se quedó pensativo: ¿Sería su misión ayudar a Sergio a no sentirse culpable? ¿Ayudarle quizá a sentirse fuerte para expresar sus deseos? Decidió esperar y seguir observando. Al día siguiente, como siempre, Turiel le acompañó al colegio y, allí, a distancia, se puso a observar. Sergio era el niño más formal de todos, intentaba hacer todo perfecto, pero no le veía disfrutar. Era demasiado serio para su edad y los otros niños se reían de él o le daban de lado porque no jugaba a sus juegos ni se reía con sus bromas.
La profesora le llamó aquel dia:
—Sergio, eres un buen alumno, uno de los mejores de la clase, pero me preocupa que no tengas amigos. Debes saber que puedes aprender y divertirte a la vez. Creo que te vendría muy bien ir al campamento este verano. ¿Qué te parece?
—No puedo ir porque mi madre no quiere -dijo bajando la cabeza.
Hablaré con tus padres -dijo la profesora.
Turiel sonreía mientras contemplaba la escena desde una esquina de la clase. Ahora sabía cómo ayudar. Por fin había encontrado algo muy importante que hacer.
Sergio se acostó esa noche muy preocupado. Quería hablar con su madre y decirle que sí, que él quería ir al campamento, que ya no era un bebé. Había tomado una decisión, pero ¿de qué forma se lo diría para no provocar más peleas?
Cuando se durmió, Turiel se acercó y le susurró al oído:
—Sergio, soy Turiel, tu guía y amigo. Sé cómo te sientes y quiero ayudarte. No te preocupes. Cuando hables con tu madre yo te prestaré mi fuerza, yo pondré en tu boca las palabras oportunas, tú estáte tranquilo.
Al día siguiente llegó el momento. Sergio se dirigió a su madre en cuanto la vio y le dijo:
—Mamá, yo quiero ir al campamento: quiero hacer amigos, aprender cosas nuevas y divertirme. Papá y tú habéis discutido por esto pero a mí no me habéis preguntado.
Tanto su madre como él se quedaron asombrados del tono de voz. Sergio había hablado con seriedad y fuerza, antes no solía hablar así. Además, había mirado a su madre directamente a los ojos, sin agachar la cabeza, como solía hacer.
—Ya hemos hablado de eso, cariño -le respondió su madre-. ¿Acaso tu padre te ha convencido?
—No, mamá, nadie me ha convencido. Es que yo quiero ir.
—Eres muy pequeño todavía, quizá el próximo año.
—Mamá, no soy un bebé y a veces me tratas como si lo fuera. Además tú me prometiste un regalo si sacaba buenas notas, ¿no es cierto? Pues bien, este es el regalo que te pido: que me dejes ir de campamento
—Bueno, lo pensaré…
Su madre quiso cortar la conversación porque no estaba acostumbrada a dialogar y menos aún a oír a su hijo hablarle así.
Sergio se fue a su cuarto y en cuanto cerró la puerta se puso a saltar de contento, Turiel nunca lo había visto así antes.
—No te veo, ni te oigo. No sé si eres mi amigo invisible o mi ángel de la guarda, pero he sentido tu fuerza y he escuchado las palabras que me has soplado. ¡Gracias, gracias! Ahora me siento mejor.
Turiel se acercó a él y lo abrazó tiernamente con sus alas.
Los padres de Sergio hablaron con la señorita y decidieron apuntarle al campamento. Sergio empezó a tener amigos y a sentir de vez en cuando la ayuda de Turiel.
Turiel, como es habitual, acompañó a Sergio al campamento de verano y tuvo mucho trabajo porque participaba en todas las aventuras que podía. Le ayudó de muchas formas y le susurró al oído buenos consejos.
Desde entonces Turiel tiene tanto trabajo que puede demostrar todas sus habilidades y, por supuesto, ya no quiere cambiar de niño.
Begoña Ibarrola
Cuentos para sentir: Educar las emociones
Madrid, SM, 2003
El Proyecto CUENTOS PARA CRECER consiste en la publicación de relatos destinados en especial a niños y adolescentes, así como a todos los que encuentran placer en la lectura.
Debido al tipo de historias ofrecidas, este proyecto permite reflexionar sobre una serie de valores considerados esenciales para el desarrollo del carácter, como la tolerancia, la solidaridad, el espíritu de diálogo y la honradez, proporcionando además un valioso instrumento de aprendizaje.
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