Cuentos para crecer: El cañón de la paz

El cañón de la paz

El cañón de la paz

En la lejana Rusia vivía un famoso fundidor de campanas llamado Sergei Vassilevitch Varbaratov. Sus campanas tenían un sonido tan armonioso que cuando tocaban, hasta los ángeles se detenían para escucharlas.

Sergei Vassilevitch estaba casado con Natalia Sofía, una mujer alta y robusta, con quien tenía dos hijos: Leonid Michail y Vladimir Nikolai Varbaratov. Leonid Michail era un recio muchacho que desde pequeño ayudaba a su padre en el taller y en poco tiempo aprendió los secretos del arte de fundir campanas. Vladimir Nikolai, en cambio, era un niño peculiar, que evitaba el taller y prefería pasar el tiempo entre libros polvorientos, conversando con los criados y criadas, o haciendo experiencias con flores, hierbas y plantas en las tierras de su padre.

“Ah, si fuera alto y fuerte como su hermano”, suspiraba el padre, “le podría comprar una huerta para que se ganara la vida…” Pero Vladimir Nikolai no era alto ni fuerte, sino de constitución delicada, y no se parecía nada a un agricultor. Sin saber qué hacer con su hijo menor, el padre a menudo levantaba los ojos al cielo y exclamaba:

–¡Sólo Dios sabe lo que será de este chaval!

–¡Santa Bárbara, intercede por él! -suplicaba su madre a la santa patrona de los campaneros.

Así pasaba el tiempo, y las preocupaciones de Sergei Vassilevitch aumentaban cada año.

Un día de invierno llegó a casa de Sergei Vassilevitch un enviado del Zar para anunciarle que debía presentarse en el palacio cuanto antes. “Seguro que me va a encargar una nueva campana”, pensó satisfecho el campanero. Así, vistió un hermoso abrigo de piel de marta y se dirigió a Moscú en su trineo. Allí lo esperaba el Zar en persona, pero no era una campana lo que éste quería.

El Zar le contó un grave problema: los tártaros atacaban sin cesar los pueblos de frontera, saqueaban los campos y robaban a los aldeanos.

–Están cada vez más osados -rugía el Zar-. No sé cómo proteger mi reino.

–Mi arte no será de gran ayuda en este caso, Mi Señor -comentó Sergei Vassilevitch-. Las campanas anuncian paz, no guerra.

–Tienes razón -admitió el Zar-, pero en todas partes se dice que nadie sabe fundir los metales como tú. Te pido que hagas un cañón tan grande y poderoso que ningún otro en la Tierra se le compare. Quiero colocarlo en el valle por donde pasan los tártaros. Retumbará como un trueno y, al igual que un rayo, derribará al enemigo. Al ver el tamaño de las balas, los tártaros se verán obligados a replegarse hacia las montañas.

–Nunca he construido un cañón, Mi Señor -objetó el campanero, con un asomo de duda en la voz que desagradó al Zar, por lo que añadió de inmediato-, pero puedo intentarlo de todos modos.

Sergei Vassilevitch y su hijo mayor pasaron varias semanas haciendo planes. Cuando llegó la primavera, estaba todo preparado. Se coció el molde de barro y se encendió el horno. Los metales estaban listos. El día señalado para la fundición, en un carruaje dorado y acompañado de algunos generales, acudió el Zar en persona para ver el proyecto del campanero.

Con unas enormes ollas se vertieron en el molde los metales fundidos, mientras los gases silbaban al salir por los orificios del tubo. Al cabo de varias horas, el metal por fin se enfrió y se partió con cuidado el molde. Se pudo ver entonces el cañón más grande e impresionante que jamás hubiese existido, decorado con espléndidas figuras en relieve.

El Zar examinó de cerca la obra. Lo que le despertó mayor admiración fue la imagen de Santa Bárbara. Delineada en la parte trasera del tubo, con una mano se apoyaba en una torre y en la otra sostenía una rama en flor.

–Si el cañón no fuera tan urgente por causa de la amenaza tártara -dijo el Zar-, sólo esta imagen de Santa Bárbara le ganaría un lugar de honor en mi castillo. Lo bautizaremos como Cañón de Santa Bárbara.

–No le debe de agradar mucho el nombre a Santa Bárbara, que tan bien conoce las amarguras de la guerra y la violencia de sus muertes -murmuró Natalia Sofía sin poder contenerse.

Con la ayuda de una grúa el cañón fue izado y colocado en el carro, al que se le uncieron dieciséis caballos que, con máximo esfuerzo, pudieron hacer mover aquella mole.

El Zar se volvió hacia el campanero:

–Eres un gran maestro fundidor, Sergei Vassilevitch Varbaratov. Has creado una pieza magnífica y quiero recompensarte concediéndote una gracia. Dime cuál es tu deseo.

Sergei Vassilevitch pensó largamente, hasta que su mirada se detuvo en el hijo menor, Vladimir Nikolai, discretamente apartado.

–Mi Señor, os agradezco esta merced. Tengo, sí, un gran deseo. Mi hijo Vladimir Nikolai, que allí veis, no tiene dotes de fundidor. No sé bien qué hacer con él, y ello me causa mucha pena y preocupación. Si lo hicieseis coronel del cañón de Santa Bárbara y de los artilleros, me quitaríais un peso de los hombros.

Los generales que acompañaban al Zar se rieron de la petición, pero el Zar anunció:

–Lo prometido debe cumplirse.

Y así, llevando un fastuoso uniforme, unas botas de blando cuero y montado en su caballito, Vladimir Nikolai parecía en efecto un pequeño coronel.

Por suerte, en el grupo de los artilleros había un viejo cabo que tenía experiencia en el oficio. El cañón se puso en movimiento, junto con setenta y siete pesadas balas y dos carros repletos de sacos de pólvora. Vladimir Nikolai no se volvió hacia sus padres ni una sola vez, para que no le vieran las lágrimas en el rostro.

Rusia es un país tan vasto como el cielo. El grupo demoró muchas semanas en llegar con su cañón al valle por donde penetraban los tártaros en sus invasiones. El Cañón de Santa Bárbara fue colocado en una colina mansa, desde donde, rodeado de hierba, reinaba como un dragón violento y feroz que centelleaba al sol. El cabo ordenó construir una sólida torre para almacenar los sacos de pólvora y las setenta y siete balas. Asimismo apostó vigías que darían la alarma si se aproximasen los tártaros.

Vladimir Nikolai no mostraba gran interés por todo aquello. Caminando alrededor del cañón mientras deshacía la tierra oscura entre los dedos, murmuró ensimismado:

–Esta tierra es fértil, ideal para sembrar trigo dorado…

Montados en pequeños caballos, de vez en cuando se dejaba ver un tártaro, o un grupo de dos o tres. El cabo creía que por tan pocas personas no merecía la pena cargar el cañón: prefería exhibirlo y alardear:

–Con un solo disparo, el cañón de Santa Bárbara puede matar a cien personas o más.

Mandó traer de la torre una de las setenta y siete pesadas balas para la admirasen y tocasen. Los tártaros, sin embargo, no se atrevían a aproximarse al cañón. Aquella arma admirable los impresionaba tanto que en sus tiendas comentaban con detalle lo que habían visto.

Ese año no hubo un único ataque en toda la región.

Mientras tanto, los artilleros cavaron una fuente y construyeron casas de madera rodeadas de cercas coloridas. Y aunque el cañón continuaba brillando como el oro, una vez por semana lo lustraban. Cuando finalmente acabaron los trabajos, los artilleros descansaban ociosos al sol. Algunos ya se habían puesto barrigones. Los dieciséis caballos también estaban más redondos, pesados y perezosos.

Llegado el invierno, Vladimir Nikolai no se estaba quieto. En la aldea más cercana encontró un buen herrero, a quien le pidió que transformara siete balas en otros tantos arados. Para avivar el fuego de la fragua, el herrero la rociaba con un poco de pólvora, pero con cuidado para no hacer volar la casa.

El cabo había dado autorización, ya que setenta balas aún eran suficientes.

Cuando la primavera ahuyentó al invierno, Vladimir Nikolai arrancó a los soldados de la vida ociosa que llevaban. Mandó uncir los arados a los caballos y labrar la tierra que se extendía hasta perderse de vista. La mayoría de los soldados, por haber nacido en el campo, sabía abrir surcos en línea recta, y al mando del pequeño coronel, sembraron granos de trigo cuidadosamente escogidos. Pasado poco tiempo, el cañón parecía navegar en un mar de rubias mieses.

Gracias a la ayuda del tiempo, a fines de agosto ya habían cosechado y trillado los granos. ¿Pero dónde habían de guardar tan abundante cosecha? Sin dudarlo un instante,Vladimir Nikolai hizo trasladar todas las balas y los sacos de pólvora a una casilla de madera, y transformó la torre en granero.

Los tártaros, que durante todo el año observaron las idas y venidas de los soldados, ahora se dejaban ver más a menudo. Vladimir Nikolai fue amable y les ofreció trigo: la cosecha había sido tan generosa que podría alimentar a los soldados y a los dieciséis caballos durante más de tres años…

–¿No queréis sembrar también vosotros? -les preguntó un día en que los tártaros habían ido a buscar unos sacos de cereal.

–Vamos a preguntar -y se alejaron al galope.

Al día siguiente, llegaron muchos desconocidos montados en sus caballos. El cabo dio órdenes para cargar el cañón a toda prisa, pero la pólvora se había humedecido en la casilla y el cañón no sería capaz de disparar. No que hiciera falta. El príncipe de los tártaros se acercaba cabalgando entre la multitud bárbara, ricamente vestido con pieles; alrededor del cuello, un collar de garras de oso.

Vladimir Nikolai lo trató con cortesía y le ofreció una copa de vino. Por fin le preguntó:

–¿Qué piensan hacer, entonces? ¿También van a cultivar la tierra?

–La verdad es que nos gustaría, pero no podemos hacerlo solo con las manos. Y no tenemos arados ni semillas -respondió el príncipe.

–Eso tiene fácil solución -le prometió Vladimir Nikolai, y ordenó fundir cuarenta y nueve balas del cañón.

Ahora que sólo quedaban veintiuna balas y ni un puñado de pólvora seca, el cabo se afligía pensando en que los tártaros pudieran atacarlos.

Pero a los tártaros ni se les ocurría tal cosa. En la primavera, comenzaron a arar y sembrar, y finalmente pudieron cosechar sus propios granos. Como en las tiendas no tenían lugar para tantos sacos de cereal, comenzaron a construir viviendas más sólidas. Vladimir Nikolai les ordenó a los soldados que ayudaran, y estos, pasado poco tiempo, tuvieron que admitir que los tártaros ya no daban tanto miedo como antes. Algunos hasta se casaron con guapas mujeres tártaras.

–¿Por qué asaltabais las aldeas? ­-preguntaban a veces los soldados.

–Nos obligaba el hambre y la necesidad -respondían, aunque algunos confesaban que era también por el sabor de la aventura.

Pasaron tres años y el Zar envió un mensajero. Se nombraba general a Vladimir Nikolai Varbaratov y se le otorgaba una medalla de oro, ya que en todo ese tiempo no se tuvieron noticias en Moscú de un único ataque bárbaro. Más tarde, el Zar mandó llevar el cañón de Santa Bárbara a su palacio, donde aún hoy se conserva.

Los artilleros escogieron a Santa Bárbara como su santa patrona, pues un cañón que nunca tenga que dispararse es el sueño de paz de cualquier soldado…

El Zar llamó a Vladimir Nikolai a la corte y lo nombró su consejero.

Sergei Vassilevitch Varbaratov y su esposa, Natalia Sofía, estaban tan felices con sus dos hijos que no sabían quién los dejaba más orgullosos: si el robusto fundidor de campanas, Leonid Michail, o el inteligente fundador de paz, Vladimir Nikolai.

Willi Fährmann
Folget dem Stern
München, Omnibus, 2004
(Traducido y adaptado)

El Proyecto CUENTOS PARA CRECER consiste en la publicación de relatos destinados en especial a niños y adolescentes, así como a todos los que encuentran placer en la lectura.

Debido al tipo de historias ofrecidas, este proyecto permite reflexionar sobre una serie de valores considerados esenciales para el desarrollo del carácter, como la tolerancia, la solidaridad, el espíritu de diálogo y la honradez, proporcionando además un valioso instrumento de aprendizaje.

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