Apolina busca a Dios
Apolina era infinitamente curiosa. La primera palabra que pronunció no fue ni «papá», ni «pastel», sino «por qué». ¿Y por qué las nubes son blancas? ¿Y por qué los peces son rojos? Hasta ahí, la cosa se podía aguantar. Pero con la edad, las preguntas cambian. Un día se preguntó quién era ese Dios del que tanto hablaban.
—Dios, es como un abuelo, con una barba blanca.
—Pero no es un ningún Papá Noel. Dios creó el mundo, y a nosotros también, Dios vive en el cielo. Eso es, cariño —respondió su mamá.
—¿Ah, sí? Y cuando Dios era pequeño, ¿dónde vivía? Seguro que tuvo que ir al colegio, al menos a partir de los seis años.
Mamá suspiraba muy fuerte:
—Hija mía, Dios nunca fue pequeño, siempre ha sido muy mayor y muy bueno. Y gracias a él, nosotros somos mayores y buenos.
—Pero, en ese caso —preguntó Apolina—, ¿cómo es que me robaron mi bicicleta, el domingo pasado? ¿Eh, mamá?
La mamá de Apolina suspiró moviendo la cabeza.
—Es verdad. Dios no impide ni los terremotos, ni los robos de bicicleta, ni las peleas en el patio del colegio. Dios no puede impedir que los hombres se maten unos a otros, así son las cosas. Ahora, por favor, déjame trabajar.
Era la primera vez que Apolina y sus preguntas eran rechazadas. Se plantó en medio de su cuarto, con los brazos en jarras.
—Dios, si existes, haz que aparezca en el acto una torta de chocolate con pepitas dentro. ¡Inmediatamente!
Pero nada se movió. Evidentemente.
—Por favor, para que veas que soy buena… digamos… un pirulí. Un chupa chups de coca-cola.
Cerró los ojos con mucha fuerza y los abrió.
—Haz un milagrito, aunque sea muy pequeño, ¡para que crea en ti!
Pero, por supuesto, ningún prulí, ningún chupa chups bajó del cielo.
Al día siguiente, en el colegio, Apolina le hizo la pregunta a Clara, a Enrique, a Jaime.
—Mi mamá dice que Dios no existe. Yo creo que Dios es Papá Noel —respondió Jaime—. Los dos tienen una larga barba blanca, y nunca los ves. Es, sencillamente, que en Nochebuena, baja a la Tierra con un traje rojo.
Clara le dijo:
—Mi papá me dijo que hay montones y montones de dioses. Está el dios del viento, el dios de la lluvia, el dios del trigo y todo eso.
Y Enrique le dijo:
—Mi mamá cree que Dios siempre se esconde, que es invisible, y para encontrarlo hay que ir lejos, muy lejos… al desierto, al cielo. O a un bosque.
Todas aquellas explicaciones parecían tener sentido, lo que aún complicaba más las cosas. Apolina preparó su mochila. «Enrique tiene razón: todo ocurre en los bosques —pensaba—. Allí es donde Caperucita Roja se encontró con el lobo; allí fue donde Ricitos de Oro vio a los tres osos. En cuanto a mí, iré al bosque a encontrar a Dios.» Y así fue como Apolina se internó en lo más profundo del bosque. Caminó durante kilómetros y kilómetros antes de cruzarse con alguien. Por fin apareció ante ella un pequeño pájaro pinzón que brincaba alegremente.
—¡Hola, pinzón! ¡Busco a Dios! —dijo Apolina.
—Dios es la primavera, los nidos, las ramitas, los gusanitos, y un poco de sol de regalo —respondió el pequeño pintón revoloteando—. ¡Adiós!
Apolina suspiró moviendo la cabeza. Esa era la típica respuesta de un pinzón… Siguió andando sin desanimarse. Tras recorrer varios cientos de metros, un conejo gris pasó muy rápido ante ella. Apolina le grito su pregunta:
—¿No habrás visto a Dios por casualidad?
El conejo se paró en seco y se alisó sus bigotes con aire triste.
—Apenas unos meses atrás, te habría dicho que estaba aquí, lejos de las balas y de las escopetas. Pero un cazador mató a mi madre el domingo pasado. Entonces, ¿de qué sirve tener un Dios si permite que te maten?
—Es verdad —dijo Apolina— Nosotros también tenemos terremotos, y catástrofes, y hambrunas… Y a mí también, el domingo pasado, me robaron…
Pero el conejo ya había salido huyendo.
La luz empezaba a bajar, y Apolina tenía mucha hambre y sed. La pregunta le hacía un enorme agujero y se movía en zigzag por su estómago. Y, en el instante en que pensaba en su cuartito, tan acogedor pero lleno de preguntas, lo vio… No a Dios, sino a un diminuto trol con una melena azul rey que formaba como un pequeño halo en la noche oscura. Apolina se arrodilló y puso su vocecita más fina, pues sabía que los troles a veces desaparecen en un abrir y cerrar de ojos, cuando se asustan.
—Dime, pequeño trol… Quiero ver a Dios, preguntarle si nos ama, o si le importamos un rábano —dijo Apolina—. ¿Sabes dónde puedo encontrarlo?
—Oh, oh —respondió el trol con su minúscula voz—, lo siento mucho, hija mía, pero es imposible ver a Dios. ¿Y sabes por qué?
—¡No! —exclamó Apolina.
— Dios es muy tímido, y siempre se está escondiendo. Dios está en el sol, por encima de los álamos, calentito y redondo. Está en el aroma de las hojas, en la primavera que vuelve tras el invierno, en la nube rosa que se pone, muy lejos, en la música, tan hermosa y triste que hace que se te salten las lágrimas. Cuando estás enamorada y cuando lees un libro maravilloso que conmueve todo tu ser, Dios también está ahí.
Y el pequeño trol movió la cabeza.
—No encontrarás a Dios en el ruido, no lo encontrarás si corres muy deprisa, si te ríes estruendosamente, y puede que tampoco lo encuentres si lo buscas con demasiado empeño. Yo, a veces, cuando me quedo sentado, así, con la nariz al viento, con el sol en el rostro, pues bien, escucho y veo a Dios, aunque tenga los ojos cerrados.
Apolina ya no decía nada, pero pensaba: «Yo también», y el trol miró a Apolina poniendo el dedo en su boca.
—Ahora, niñita, ¡vuelve pronto a casa! Tampoco hay que explicarlo todo, ni analizarlo todo. Si no, Dios se va por donde ha venido. No solo es tímido, también odia las explicaciones.
Apolina se despidió del trol agradeciéndole mucho su ayuda.
Y se puso en camino con algo menos de curiosidad, y mucha más emoción en la garganta.
Cuando llegó a su casa, se sentó al piano. Y tocó, durante mucho tiempo, hasta que se le saltaron las lágrimas. Era la primera vez que le pasaba algo así. Era un pequeño milagro, ¡y mucho mejor que un pirulí de coca-cola! Para el pinzón, era la primavera, para el conejo, era el silencio.
—Por lo que a mí respecta, mi Dios es la música —decretó.
Con el paso del tiempo, Apolina se convirtió en una pianista, lo que, curiosamente, atenuó un poco su curiosidad.
Sophie Carquain
Pequeñas historias para hacerse mayor
Madrid, Editorial Edaf, 2006
El Proyecto CUENTOS PARA CRECER consiste en la publicación de relatos destinados en especial a niños y adolescentes, así como a todos los que encuentran placer en la lectura.
Debido al tipo de historias ofrecidas, este proyecto permite reflexionar sobre una serie de valores considerados esenciales para el desarrollo del carácter, como la tolerancia, la solidaridad, el espíritu de diálogo y la honradez, proporcionando además un valioso instrumento de aprendizaje.
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