Cruces gamadas en Costa Rica

Manuel D. Arias Monge

Manuel Damián Arias

Estoy cansado; pero, sobre todo, muy triste y decepcionado de mi país y de mis conciudadanos. En este afán, generalizado, que se ha contagiado a la mayoría, de buscar amigos y enemigos, propios y extraños, cómplices y adversarios, estamos perdiendo, como sociedad costarricense, aquello que nos unía.

El ataque, obstinado y sin sentido, contra el gobierno de turno, atizado por políticos y populistas irresponsables, que no hacen otra cosa que pensar en las próximas elecciones, sin tomar en cuenta a las próximas generaciones, ha construido un relato de odio que, debido a los problemas estructurales de una economía capitalista de libertinaje de mercado, sólo genera exclusión y ruptura, con un abismo cada vez más odioso y sangrante, entre unos sectores y otros.

No sólo ha sido el sistemático y muy bien urdido proyecto excluyente, contrario a los derechos humanos y de las libertades individuales y sociales, que se estructuró alrededor del Partido Restauración Nacional en los pasados comicios, con la inmoral complicidad de fuerzas políticas oportunistas, como la derecha del Partido Liberación Nacional, los seguidores de Juan Diego Castro, el calderonismo conservador tradicionalista o el Movimiento Libertario, sino que, además, este discurso, de propios y extraños, de normales y raros, de tribus enfrentadas al calor de la defensa de una visión utópica de la nación costarricense que nunca fue real, es lo que ha agravado ese proceso de polarización y desencuentro, que amenaza con salirse de las manos.

Los movimientos populares de izquierda, marxista o no, han demostrado su más absoluto fracaso en Costa Rica, ya que no han sabido formar al proletariado, el cual, carente de guía y de dirección, ante la frustración que genera el actual sistema económico, la creciente injusticia social, el deterioro del Estado del bienestar, la corrupción cancerosa que roe los cimientos de la institucionalidad republicana y el consumismo de una pequeña porción privilegiada de la sociedad, — la oligarquía de los “nuevos ricos” —, han decidido lanzarse en manos de nuevos profetas apocalípticos, que bajo la fachada de la incendiaria mezcla entre religión y política, han construido un relato fascista que se ha instalado, de manera hegemónica, dentro de los sectores que, por abandono de las políticas neoliberales, forman hoy parte de una cada vez más deprimida y empobrecida clase media y, sobre todo, entre los sectores populares, que no cuentan con una voz ante los canales de la democracia liberal, representativa y burguesa.

El enemigo, como hace siempre el fascismo, es ahora el “diferente”. Los nicaragüenses, los gays, las feministas, los negros, los chinos, etcétera. De ahí un brote enfermizo de las peores expresiones de la barbarie y de la inhumanidad, que se ponen de manifiesto en acciones, — orquestadas desde cúpulas ocultas que mueven los hilos —, que derivan en “marchas” que, como sucedió el pasado sábado 18 de agosto de 2018, traen a primer plano la violencia y el resentimiento de quienes se sienten, justificadamente, excluidos de un modelo capitalista que concentra la riqueza en manos de unos pocos, mientras empeora la calidad de vida y las oportunidades de movilidad social de las mayorías.

No es la primera vez que, ante la evidencia, se trazan líneas que parecen presentar un paralelismo histórico entre la Costa Rica de la primera década del siglo XXI y la Alemania de los años 30. Me han llamado de todo, por esta comparación; pero, ¿no basta ver que, en San José, ya se han hecho presentes simbologías de la tradicional extrema derecha, como la esvástica, mientras algunos costarricenses piensan que puede existir algo tan sin sentido y tan ridículo como la “sangre pura de los ticos”?

Hoy, al llegar al trabajo, fui confrontado por compañeros a los que les guardo profunda estima, por mi denuncia de lo que sucedió el sábado y por mi negativa a achacar al gobierno de turno la responsabilidad por unos actos que son, a todas luces, inauditos e injustificables. Al igual que, en otros períodos y en otras latitudes, entonces se me atacó por haber tenido la oportunidad de haber estudiado en la Universidad; en otras palabras, quienes tenemos cierta formación intelectual no podemos, supuestamente, entender a quienes hoy se arrogan la representatividad del pueblo, bajo el estigma nefasto de las cruces gamadas, porque también somos “diferentes” y, en cierta medida, “adversarios”. Algo que, evidentemente, es falso, ya que provenimos del mismo sector oprimido, que no es y no será jamás el dueño de los grandes capitales. Al menos hasta que el neoliberalismo sea sustituido por un sistema más solidario y humano.

Vieja estrategia, esa del fascismo, de poner a las masas en contra de la intelectualidad crítica y consciente, de la cual seme achaca ser un miembro más. Sin embargo, ellos tienen razón en algo: los disque intelectuales de este país fracasan y fracasan, o ni siquiera les interesa, crear conciencia cívica de clase y contribuir al cambio social, porque la intelectualidad costarricense vive de las comodidades pequeño burguesas de sus privilegios, en vías de extinción, como burócratas bien remunerados, que han desangrado al Estado con pensiones de lujo y otras gollerías odiosas, sobre todo en el ámbito académico y de otras instituciones estatales.

El resentimiento social, incapaz de canalizarse por medio de sindicatos que defiendan derechos y no privilegios, o de fuerzas políticas de izquierda verdaderamente con base popular, ha derivado en una sociedad que, añorando un pasado construido sobre fábulas de igualdad y de justicia social, ha sido el caldo de cultivo ideal para el neoconservadurismo nacionalista y religioso, opuesto a los derechos humanos fundamentales de minorías que, tradicionalmente, cuestionan el estatus quo.

Así, el discurso misógino, homófobo, xenófobo, aparófobo y esencialmente contrario al humanismo, ha tomado un rol central, como una supuesta contestación al punto de vista oficial, sin que sus reproductores sean conscientes de que, en realidad, son marionetas de una oligarquía que sería capaz de sacrificar a la democracia y sus instituciones, en procura de continuar su dominio económico y material de la sociedad.

Mano dura, tolerancia cero, derechos para las víctimas y no para los victimarios, pena de muerte, cierre de fronteras a los inmigrantes que vienen a robar y quitar el trabajo a los costarricenses, no a la “intervención” de instituciones extranjeras (como la CIDH), sujeción a un concepto bíblico de un Dios de castigo, recuperación de valores conservadores, adopción de un modelo único de familia tradicional (estadísticamente minoritario) y exacerbación de un nacionalismo folclórico, casi “futbolero” y de gradería de sol, que saca los instintos más básicos, herencia de nuestros antepasados primates, a la hora de “defender”, a garrotazos, el territorio o la “patria”, son síntomas de esa enfermedad que se propaga, sin que sus víctimas se den cuenta de que, en la realidad, es a ellas y ellos a quienes más perjudica, porque cimienta la base para que nada cambie y los de arriba sigan siendo siempre los mismos.

Rebuznar en contra de la inmigración, la interrupción terapéutica del embarazo, el matrimonio igualitario, todo aderezado de noticias truculentas y falsas, así como de irresponsables llamados a la “defensa” de lo tradicional, son la herramienta perfecta para instigar una ignorancia que se complace en su propia incultura, lo que habilita el control social, para quienes desean perpetuar el status quo.

Así las cosas, el panorama no es muy alentador, ya que conduce al extremismo que, en otras latitudes, ha revitalizado a las propuestas políticas neo-fascistas, como la de Donald Trum, en Estados Unidos; Marine LePenn, en Francia; Vladimir Putin, en Rusia; o Aurora Dorada, en Grecia.

La única represa para contener el fascismo es ese 23 por ciento de personas que, de acuerdo a la BBC, tienen formación terciaria en Costa Rica y al 60 por ciento del electorado que, en abril pasado, se manifestó en contra de la propuesta de los “restauradores” fascistas. Sin embargo, el equilibrio es demasiado delicado y cualquier error podría revitalizar a esta extrema derecha que se presenta como “cristiana” o como de “mano dura”. ¿Hay alternativa? Sí, pero tal vez ya es demasiado tarde.

Contra el fascismo, las armas son: la educación, sustentada en la razón, la lógica y la ciencia; la formación de una conciencia de clase que promueva el cuestionamiento del status quo y que vuelva a plantearse la utopía de una sociedad mejor para todas y todos sus miembros, sin distinciones de ninguna especie; y un mensaje cristiano claro, de humildad, amor al prójimo y empatía humana, acorde con la Teología de la Liberación o con las posiciones progresistas de iglesias protestantes tradicionales, como la luterana.

Sólo en el tanto de que las y los ciudadanos, sobre la base de que todos tenemos los mismos derechos, oportunidades y obligaciones, tomen conciencia de que han sido manipulados, entonces podrán despertar para empezar a buscar la luz de la verdad, que nos traerá libertad a todas y todos los seres humanos.

Periodista

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