Marcelo Colussi
Estamos viviendo ahora el momento cúspide de la pandemia de coronavirus que, según informan los entendidos, se podrá prolongar aún un par de meses. La diseminación del virus sigue en ascenso, así como las muertes. El miedo ya se ha apoderado de toda la humanidad, y las medidas de contención cada vez se endurecen más: cuarentenas, toques de queda y ley marcial marcan el paisaje mundial. Se prioriza esa militarización de la vida cotidiana sobre, por ejemplo, el uso de un medicamento de demostrada efectividad, como el cubano Interferón alfa 2b recombinante. Sin dudas, esa es una expresión más de una lucha de clases que no ha terminado -ni va a terminar- con la infección: medidas punitivas (contención/represión de derecha) sí, productos del socialismo cubano no.
¿Qué queremos significar con esto? Que la dinámica que motoriza el mundo, el conflicto económico-social inmanente, la lucha a muerte de clases enfrentadas, sigue presente. El imperialismo estadounidense, expresión máxima del sistema capitalista global, no puede aceptar bajo ningún punto de vista que un país socialista -para el caso, una pequeña isla caribeña sin mayores recursos: Cuba- muestre un logro tan elocuente de su desarrollo científico como ese medicamento. La pugna entre sistemas, entre ideologías enfrentadas, que no es sino la expresión del enfrentamiento social que mueve la historia humana: la lucha de clases, sigue tan al rojo vivo como siempre. La emergencia sanitaria que vive hoy el planeta no puede terminar con eso. ¿Por qué habría de terminarlo acaso?
En esa lógica, solo para graficarlo con un par de ejemplos, en medio de la pandemia Estados Unidos amenaza fuertemente con una invasión militar a la República Bolivariana de Venezuela, principal reserva petrolífera del mundo (la hegemonía planetaria se asegura con fuentes energéticas), amenaza peligrosa que puede desatar un conflicto de proporciones inimaginables (Venezuela es apoyada por Rusia y China, y cuenta en su arsenal con aviones bombarderos con capacidad de portar armamento nuclear). O lo sucedido en Guatemala, donde una oligarquía retrógrada y conservadora -asistida de modo genuflexo por unos legisladores vergonzosos- intentó pasar una ley que, aprovechando la crisis sanitaria, la eximiera de impuestos por ¡cien años!, sin dejar de considerar que ese empresariado (“empresaurios”, para algunos) paga el raquítico salario mínimo (algo más de 300 dólares mensuales) solo al 40% de los trabajadores emplanillados.
Es importante puntualizar esto porque, junto a esta nueva “plaga bíblica” que parece haber caído sobre la humanidad, las contradicciones de base no se alteraron ni un milímetro. Asistimos, definitivamente, a una crisis financiera monumental, más profunda aún que la del 2008, que algunos han querido atribuir a la aparición de la pandemia, pero que en realidad muestra las insalvables falencias de un sistema injusto, despiadado, que produce más de lo necesario, pero que por sus mismos límites intrínsecos no puede satisfacer necesidades básicas de la población mundial. “El hambre continúa expandiéndose año a año, cada día mueren 24,000 personas de hambre y por causas relacionadas con la desnutrición son 100,000, lo que da un total de 35 millones de muertes al año”, expresó Jean Ziegler, consultor de organismos internacionales. “Cuando según datos de la FAO (Fondo para la Agricultura y la Alimentación de la ONU) en el mundo se producen alimentos para alimentar a 12,000 millones de personas (…), cada niño que muere de hambre es un asesinato”.
El COVID-19, con una letalidad de alrededor del 5%, está matando alrededor de 400 personas diarias, promediando los cuatro meses en que viene desarrollándose, junto a muertes que bien podrían evitarse con los cuidados respectivos de otras afecciones: los 3,014 que mata cada día la tuberculosis, o los 2,430 de la hepatitis B, los 2,216 de la neumonía, los 2,110 del VIH-SIDA o los 2,002 de la malaria, de acuerdo a datos de la Organización Mundial de la Salud, en muchos casos “enfermedades de la pobreza”, enfermedades que denotan la falta de atención para las poblaciones.
La diferencia de clases, con una clase que lo posee todo (porque explota) y otra que vive en la indigencia (porque es explotada), sigue siendo el núcleo de nuestra organización social. Este virus es “democrático”, se ha dicho, porque puede infectar por igual a un parásito real como Carlos de Inglaterra o a un primer mandatario, como Boris Johnson, así como al más pobre del mundo. Falacia repulsiva: el virus ataca a cualquiera, pero no cambia la relación de clases. ¿Podría cambiar eso este germen patógeno que ha matado ya 50,000 personas al momento de escribir estas líneas, un 95% de los cuales son seres humanos mayores de 65 años? ¿Por qué lo cambiaría?
La actual pandemia de coronavirus puede marcar un parteaguas en la historia. No está totalmente claro eso, no se sabe cómo seguirán luego las cosas, pero todo indica que este evento no es un elemento menor. Sin dudas, por la magnitud que ha cobrado, tendrá repercusiones grandes y duraderas. Todavía no está claro cuáles, pero vale la pena estudiar el panorama en profundidad -no solo desde el imprescindible punto de vista virológico o socio-epidemiológico sino, para el caso: histórico-político- para entender dónde estamos, qué podemos esperar de lo que vendrá, y qué hacer para promover efectivamente el cambio de ese sistema económico-político y social que mata más que cualquier enfermedad: el capitalismo.
Seguramente cambiarán cosas, porque terminada que fuera la pandemia habrá más muertos y más pobreza. O, al menos, más pobreza para las clases subalternas, eterna e históricamente olvidadas. Numerosas son las voces que dicen que este sistema no va más, que tiene que caer, que hay que reemplazarlo. Estamos absolutamente de acuerdo. Las esperanzas de una transformación se han disparado. Para tomar alguna entre tantas de esas voces: “Otro mundo emergerá de los escombros que deja la pandemia. Tenemos que trabajar para que sea un mundo no solamente otro, sino un mundo donde quepamos todos, sin exclusiones, con dignidad, sin injusticias, con igualdad, sin opresores, con libertad, sin egoísmos, con convivencia en comunidad, sin una voz única, con coros plurilingües de esperanzadora utopía. Está en nuestros corazones concebirlo y en nuestras manos diseñarlo, construirlo y habitarlo. (…) Los siglos contados del capitalismo parecen estar abriendo las compuertas de otro modo de producción y de vida, en la conclusión inexcusable de su fase neoliberal”, expresa, por ejemplo, Adalid Contreras. Loable, sin dudas. Pero ¿emergerá? ¿Solo porque el neoliberalismo está agotado?
A decir verdad, no está claro cómo empezó todo esto del virus, si efectivamente hay agenda oculta, si hay fuerzas que se benefician de la crisis. Si las hubiera, con seguridad no es el campo popular. Que esto abra posibilidades de cambio, de transformación social real: quizá -lo cual puede discutirse mucho-. Pero que necesariamente hará emerger un nuevo orden mundial más solidario, justo y equitativo: ¿no suena a puro deseo? Recuerda lo dicho por Freud en relación a la ilusión de las religiones: “Sería muy simpático que existiera dios, que hubiese creado el mundo y fuese una benevolente providencia; que existieran un orden moral en el universo y una vida futura; pero es un hecho muy sorprendente el que todo esto sea exactamente lo que nosotros nos sentimos obligados a desear que exista”. En ese sentido: sería hermoso que terminara la explotación capitalista y surgiera ese mundo solidario, justo y sin exclusiones ni egoísmos (algo así como un paraíso). Pero eso no pasa de formulación de un deseo. La pandemia de esta afección, ¿por qué traería ese cambio? “El capitalismo no caerá si no existen las fuerzas sociales y políticas que lo hagan caer”, decía con exactitud el dirigente de la Revolución Rusa Vladimir Lenin. Por tanto, como expresara el argentino Atilio Borón, “la consigna de la hora para todas las fuerzas anticapitalistas del planeta es: concientizar, organizar y luchar; luchar hasta el fin”.
Que vamos hacia una superación de la globalización neoliberal y un fin del capitalismo financiero por efecto de la pandemia como más de algunos han dicho, no es seguro. Es, igualmente, una expresión de deseos. ¡Qué bueno si fuera cierto!, pero… ¿por qué sería así? Además -y esto es lo más importante-: ¿a qué nuevo orden social pasaríamos? Los megacapitales que, de momento, manejan el mundo -que no son chinos-, si bien están en crisis ahora, no parecen derrotados. El capitalismo sabe recomponerse. Los Estados nacionales ya están saliendo a rescatarlos. El campo popular, como siempre, es el más dañado.
Ante la patética evidencia que los Estados nacionales, luego del vaciamiento que significaran décadas de esquemas neoliberales, no pueden atender a su población en aspectos fundamentales, es un hecho que esas políticas son una maldición para las capas populares. Estados Unidos y los países europeos, exponentes por antonomasia del “libre mercado”, no pueden gestionar la emergencia sanitaria. Mientras tanto, países donde el Estado sigue siendo rector (socialismo, socialismo de mercado o capitalismo de Estado, como Cuba, China o Rusia), manejaron mucho más efectivamente la epidemia. Este agotamiento del neoliberalismo y de la globalización (¿se empobrecieron esos capitales?), según cierta visión, hará resurgir los Estados nacionales en una suerte de neo-keynesianismo. Es una hipótesis, pero surge una vez más la pregunta: ¿qué fuerza popular forzará ese cambio? Los cambios histórico-políticos se logran solamente a base de luchas (“La violencia es la partera de la historia”, decía Marx). Hoy, más allá del miedo monumental que se ha inoculado en las poblaciones con el interminable bombardeo mediático sobre el virus, no se ve una organización de masas lista para dar el asalto revolucionario. Las izquierdas permanecen un tanto (o bastante) descolocadas, y el post-pandemia no augura necesariamente un aumento del fervor popular transformador. Si hoy hay crisis, no es solo por la pandemia; además, las crisis la pagan los de abajo. ¿Se expropiaron esos megacapitales y los manejan ahora las capas populares?
Lo que sí puede entreverse como una tendencia a futuro (futuro muy cercano, que ya comenzó con este manejo de la crisis) es un hiper control poblacional con confinamientos obligados, leyes marciales, esquemas autoritarios y manejo discrecional de toda la información, con mayor y cada vez más sofisticada censura. La digitalización de la vida cotidiana ya comenzó.
En China, con un Estado hiper centralizado manejado con mano de hierro por el Partido Comunista, ese control parece haber servido para frenar efectivamente la epidemia en la ciudad de Wuhan. ¿Servirá también, recordando la elucubración de Orwell, para hiper-controlar toda la población global? ¿Dónde estará la cabeza de todo ese control? Recordemos lo dicho en su momento por el espía Edward Snowden: lo que años atrás parecían relatos de ciencia ficción, son hoy verdades concretas. En China, cada ciudadano es monitoreado a diario por esa maquinaria; ello fue lo que sirvió para derrotar la epidemia. No está de más recordar que más allá de todas las críticas que se puedan -y deban- hacer al modelo chino, a su burocracia y a la explotación de su clase trabajadora, el gobernante Partido Comunista guarda ideales socialistas. El Estado allí dio una respuesta efectiva a su población, y la epidemia desapareció.
En Europa y en Estados Unidos la situación es deplorable, y la apelación al libre mercado parece un sarcástico chiste de humor negro. A no ser que se piense en planes secretos donde la aniquilación de “viejitos” estaba preparada. “Vivir hoy más años es un hecho muy positivo que ha mejorado el bienestar individual. Pero la prolongación de la esperanza de vida acarrea costos financieros, para los gobiernos a través de los planes de jubilación del personal y los sistemas de seguridad social, para las empresas con planes de prestaciones jubilatorias definidas, para las compañías de seguros que venden rentas vitalicias y para los particulares que carecen de prestaciones jubilatorias garantizadas. Las implicaciones financieras de que la gente viva más de lo esperado (el llamado riesgo de longevidad) son muy grandes. Si el promedio de vida aumentara para el año 2050 tres años más de lo previsto hoy, los costos del envejecimiento -que ya son enormes- aumentarían 50%. (…) Para neutralizar los efectos financieros del riesgo de longevidad, es necesario combinar aumentos de la edad de jubilación (obligatoria o voluntaria) y de las contribuciones a los planes de jubilación con recortes de las prestaciones futuras”, anunciaba el “Informe sobre la estabilidad financiera global” del Fondo Monetario Internacional, Capítulo 4, en abril de 2012. ¿Premonitorio? Repitamos: 95% de las víctimas de la pandemia son gente mayor de 65 años.
¿Qué sigue a la pandemia? Si se trata de Estados fuertes, hegemónicos, el Estado policial parece verse al final del túnel, lo cual ya comenzó con este ejercicio de reclusión mundial forzosa. Como dijo Camilo Jiménez: “Disolvieron todas las protestas del mundo sin un solo policía. ¡Brillante!”. ¿Qué sigue: el modelo chino, el control que denunciara Snowden? En esa lógica puede inscribirse la idea de vacunación universal obligatoria que ronda en más de algún ambiente.
En el año 2015, Bill Gates, uno de los personajes más ricos del mundo, promotor del neomalthusianismo y principal patrocinador de la OMS, dijo públicamente: “Si algo ha de matar a más de diez millones de personas en las próximas décadas, probablemente será un virus muy infeccioso más que una guerra. No misiles, sino microbios”. ¿También premonitorio? Ahora tanto Estados Unidos como China están buscando denodadamente la vacuna contra el coronavirus. El laboratorio estadounidense Johnson y Johnson anunció que para inicios del 2021 probablemente la tendría. Y el gobierno chino aprobó el 27 de julio de 2019 una ley que establece la vacunación obligatoria para toda su población. No faltó quien, quizá paranoicamente -quizá no- se preguntó qué se inocularía en esa vacuna. Se especuló con la posibilidad de introducción de nano-chips, más pequeños que un virus, capaces de terminar de digitalizar toda la vida humana. ¿Quién leerá esos datos? ¿Qué haría con ellos?
Más allá de posibles elucubraciones atrevidas y teorías conspirativas, no está claro qué es lo que sigue. Como van las cosas, todo indicaría que en la gigantomaquia actual que dinamiza el mundo entre Estados Unidos y China (y ésta, aliada con Rusia), el bloque euroasiático parece mejor plantado. Bloque, valga aclarar, que no es “socialista” en sentido estricto. El proyecto de la Nueva Ruda de la Seda promovido por Pekín, y secundado por Moscú, habrá que ver hasta qué punto es una iniciativa liberadora. ¿Salen de pobres los pobres del mundo con eso? ¿Se consuman revoluciones socialistas en algún rincón del planeta con este nuevo planteamiento? ¿Cómo ayuda eso a las luchas emancipatorias de los diversos pueblos del mundo, y a otras luchas igualmente reivindicativas, como el combate al patriarcado o al racismo? Lo que puede verse claro es que la Unión Europea va hacia su posible desintegración (el Brexit ya lo preanuncia, y la desilusión de muchos en el manejo de la pandemia que hizo Bruselas probablemente la acelere). Y el Tercer Mundo (Latinoamérica, África, zonas de Asia) sigue siendo el reservorio de materia prima barata y población empobrecida (¿cada vez más controlada, quizá con esa presunta vacunación?)
No se ve cómo ni por qué el final de esta crisis -para cierta lectura, exagerada mediáticamente a niveles hiperbólicos- traerá un cambio en las relaciones de clases. Puede traer, muy probablemente, un reacomodo en las fuerzas dominantes, con un China más fortalecida y un Estados Unidos acelerando su caída de super potencia hegemónica en solitario. El dólar, todo indicaría, próximamente dejará de ser moneda dominante. Quizá también habrá un efectivo corrimiento de la primacía global de Occidente hacia Eurasia, con nuevos actores más preponderantes, como la India, que pronto igualará a China en su número de pobladores. Todo lo cual, desde una perspectiva de materialismo histórico, obliga a pensar qué mundo viene ahora. O, dicho de otra manera: ¿se acerca la humanidad a una transformación que termine con la injusticia? No pareciera, por lo que la agenda de cambio revolucionario sigue esperando. ¿O con ese control hiper monumental -y la posible vacunación que nos inoculará quién sabe qué- ya no será posible aspirar a cambios?
Recordemos a Neruda: “Podrán cortar todas las flores, pero no detendrán la primavera”.
Marcelo Colussi es un analista político e investigador social, autor del libro Ensayos
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