Jesús Jiménez-Varea, Universidad de Sevilla
Era junio de 1952, en plena primera fase de la Guerra Fría, y Estados Unidos tenía dos frentes abiertos contra el comunismo: uno en la lejana Corea y otro dentro del país, la infame caza de brujas macarthista.
En comparación, podría parecer poca cosa, pero el panorama cultural estadounidense –y el británico, inevitablemente– aún fue capaz de estremecerse ante la confirmación de un rumor que llevaba circulando algunos meses: Marlon Brando interpretaría el papel de Marco Antonio en la adaptación del Julio César de Shakespeare que Joseph L. Mankiewicz estaba próximo a dirigir.
En efecto, flanqueado por actores ingleses de declamación perfecta, como John Gielguld y James Mason, iba a encontrarse esta flamante estrella de Hollywood a la que apodaban el “Mascullador” y el “Hombre de Neanderthal”.
Le había valido tales calificativos su encarnación del brutal Larry Kowalski en Un tranvía llamado Deseo, de Elia Kazan, adaptación de la obra teatral de Tennessee Williams. Brando ya había interpretado con celoso realismo a un parapléjico veterano del ejército en su discreto debut cinematográfico con Fred Zinnemann, Hombres. Pero había sido su segunda película la que le había catapultado a la fama y al imaginario popular, enfundado en una camiseta desgarrada y rugiendo el nombre de su esposa en la húmeda noche de Nueva Orleans: “¡Stella!”.
Un trabajo de creación
Precisamente, una Stella real, su profesora de actuación en el célebre Actors Studio, Stella Adler, había proporcionado a Brando la orientación clave para desarrollar su enorme talento interpretativo, con la máxima de huir de la impostura típica del trabajo actoral: “¡No actúes! ¡Compórtate!”. Y ese comportamiento natural del personaje, como si de una persona real se tratara, implicaba una dicción entrecortada –a veces casi inaudible, otras desgañitada– mientras improvisaba líneas y sobre todo gestos que podían incorporar cualquier elemento inesperado de la puesta en escena.
Aunque Brando era un egresado del Actors Studio, no se consideraba a sí mismo un actor del método, y en rigor no lo era. El llamado “método” había sido creado por otro de los pilares de aquella escuela, Lee Strasberg, a partir de ideas ya obsoletas del influyente Konstantin Stanislavski. Según Strasberg, a la hora de interpretar emociones, el actor tenía que sondear incluso dolorosamente la “memoria afectiva” de sus propias experiencias vitales. En cambio, Adler impartía planteamientos más modernos, aprendidos directamente del gran profesor ruso. En este sentido, había enseñado a Brando que debía construir cada personaje sobre la base del libreto o el guión y darle vida, no mediante la evocación de emociones de su pasado, sino con el poder de su imaginación.
La tercera película de Brando fue ¡Viva Zapata!, una nueva colaboración con Kazan, otro de los fundadores del Actors Studio y figura fundamental en los inicios profesionales del actor. Tras estos personajes caídos en desgracia, marginales y rebeldes, a los que había dado vida con una actuación naturalista, ponerse en la piel de un patricio romano dentro de Julio César se antojaba un reto difícil de superar. Sin embargo, para sorpresa de agoreros y parodistas, Brando salió más que airoso del trance. Brindó una impecable interpretación de corte clásico, para admiración –e inquietud, en algún caso– de sus distinguidos compañeros de reparto, así como de la mayor parte del público y la crítica.
Pero el actor no tardó en cambiar la toga por la chaqueta de cuero para aportar una nueva entrada en la iconografía cinematográfica: el motorista Johnny Strabler de Salvaje. Creo así una imagen tan memorable como trasnochada del miedo a la cultura juvenil por parte de la clase media estadounidense de los cincuenta.
El éxito y el legado
Por fin, la consagración de Brando llegó con La ley del silencio, una inútil apología de la delación y a la vez magistral película que puso fin a sus colaboraciones con Kazan.
Todo el repertorio expresivo de sus anteriores trabajos se volcó en la creación del boxeador acabado Terry Malloy. Este ser vulnerable, balbuceante, vapuleado física y psicológicamente, enfrentado al poder de la mafia portuaria y a su propio hermano, se erige en improbable héroe de una auténtica tragedia contemporánea. El resultado recibió la aclamación general y una lluvia de galardones, incluido un Óscar al Mejor Actor para Brando, el primero y el único que se dignó a recibir personalmente en la gala de la Academia de Cine. Casi dos décadas después, se negaría a recoger el segundo, merecido por su interpretación de Don Vito Corleone en El Padrino.
Entre los dos premios mediaron cerca de una veintena de películas y un progresivo desencanto de Brando respecto al trabajo de actor. Al mismo tiempo, aumentaban tanto su interés por las causas sociales como sus excentricidades, que le llevaron prácticamente a ser un nombre maldito en Hollywood. Su retorno triunfal en El Padrino también sirvió para poner de manifiesto su legado entre los representantes de una nueva generación de adeptos a la filosofía actoral derivada de Stanislavski: Al Pacino era discípulo de Strasberg, mientras que Diane Keaton, James Caan y Robert Duvall lo eran de Sanford Meisner, otro de los grandes seguidores estadounidenses del maestro ruso.
Por su parte, el encargado de encarnar al joven Vito Corleone en El Padrino II, Robert DeNiro, había estudiado con Stella Adler, como Brando. Tal vez sea su sucesor más obvio. De hecho, DeNiro ha llevado las prácticas de preparación, inmersión y transformación para sus papeles mucho más lejos que su antecesor, en una carrera que merece su propia semblanza.
A un siglo de su nacimiento, la sombra de Brando se proyecta ya sobre varias generaciones de actores que han hecho alarde de su apuesta por las cimas de la interpretación con sacrificios y resultados que se han movido entre lo sublime y lo ridículo. Podemos pasar así por nombres como Meryl Streep, Dustin Hoffman, Daniel Day-Lewis, Johnny Depp, Nicole Kidman, Edward Norton, Joaquin Phoenix y Jared Leto, por nombrar unos pocos y que cada cual los sitúe por momentos en algún punto de ese espectro. Ante los excesos, tal vez valga la pena recordar las palabras del Brando crepuscular en sus memorias:
“Nunca he tenido el gusanillo de ser actor. Me tomé la actuación en serio porque era mi trabajo; casi siempre me esforcé en ello, pero era simplemente una forma de ganarme la vida”.
De lo que no cabe duda es de que, mientras se ganaba la vida, Marlon Brando se convirtió en una referencia de la excelencia interpretativa que sigue conservando plena vigencia.
Jesús Jiménez-Varea, Profesor del área de Comunicación Audiovisual y Publicidad, Universidad de Sevilla
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.