Chile: la batalla de las tres derechas

El segundo lugar de José Antonio Kast en la elección presidencial chilena, con casi 24% de los votos, lo posiciona como el favorito para la segunda vuelta del próximo 14 de diciembre. La suma de las tres facciones de la derecha supera la mitad de los votos, un resultado que además confirma que la derecha radical ha dejado atrás los intentos de moderación del piñerismo, esta vez encarnados por Evelyn Matthei.

Cristóbal Bellolio Badiola

Kast

Tres candidatos declaradamente de derecha compitieron este domingo 16 de noviembre en la primera vuelta de la elección presidencial chilena. El vencedor de esta suerte de primaria fue José Antonio Kast, que obtuvo 23,9% de las preferencias. El candidato del Partido Republicano disputará la segunda vuelta con la postulante oficialista Jeannette Jara, que si bien logró la primera mayoría relativa con 26,9%, estuvo muy por debajo de las expectativas. Para ganar, a Kast le basta alinear los votos de los dos candidatos de derecha que quedaron en el camino: los que obtuvo Johannes Kaiser -que quedó en cuarto con 13,9%- y los de Evelyn Matthei -favorita al comienzo del ciclo electoral y que finalmente llegó quinta con 12,5% de los votos-. Juntos suman más del 50%, incluso sin contar a Franco Parisi, la sorpresa de la elección con 19,7%, cuyas coordenadas ideológicas, detrás de su afirmación de campaña de que Chile «no es facho ni comunacho», son más difíciles de precisar.

¿En qué minuto Chile giró a la derecha en forma tan pronunciada? ¿Cómo llegamos hasta acá? ¿Qué representan estas tres derechas? ¿Se parecen a sus pares latinoamericanos y globales? ¿Qué podemos esperar para el futuro?

El fin del piñerismo

La derecha chilena conquistó la presidencia en forma democrática recién veinte años después de que el dictador Augusto Pinochet la abandonara tras el plebiscito de 1988. Lo hizo en 2010 con Sebastián Piñera. Su primer gobierno fue moderado y sirvió para desdramatizar la alternancia en el poder. Su segundo mandato estuvo marcado por el turbulento «estallido social» que puso en tela de juicio la estabilidad de la convivencia política, y Piñera tuvo que acceder a un proceso constituyente para reescribir las reglas del juego. Su principal mérito fue sobrevivir a la izquierda que pedía su cabeza y a la derecha que exigía militares en la calle. Piñera ganó tiempo y aseguró la continuidad democrática. Más tarde, el masivo y oportuno proceso de vacunación para salir de la pandemia le valió reconocimiento de moros y cristianos. Su trágica muerte en febrero de 2024, contribuyó finalmente a acrecentar su figura.

Por lo anterior, se daba por descontado que su heredera natural, Evelyn Matthei, sería la próxima presidenta de Chile. En septiembre de 2024, The Economist la ungía como la mujer que lideraría la contrarrevolución tras años de utopismo juvenil. Matthei es una política experimentada: fue diputada, senadora y alcaldesa, además de ministra del Trabajo del propio Piñera.

Ungida por aclamación por los tres partidos de la derecha mainstream -Renovación Nacional (RN), la Unión Demócrata Independiente (UDI) y Evópoli- Matthei se sentó a esperar el paso del tiempo y dilapidó su ventaja. Como en otras partes del mundo, la derecha convencional chilena también se desplomó frente al surgimiento de alternativas más radicales. Algunos han intentado explicar el fenómeno apuntando a la convergencia programática entre centroderechas y centroizquierdas, que habría dejado dos polos huérfanos y resentidos. De este modo, mientras todo parecía indicar que la nueva derecha chilena sería más liberal que la de sus padres pinochetistas, el avance de la agenda progresista hizo que el elástico rebotara con fuerza.

Chile no ha sido la excepción al backlash cultural que se ha reportado a escala global. Las nuevas generaciones no serían de la «derechita cobarde», como se le comenzó a llamar despectivamente al piñerismo, sino de la «derecha sin complejos», esa que va de frente contra el wokismo y la corrección política. Hay ahí una ironía: mientras los chilenos añoran la eficiencia de Piñera, al mismo tiempo reniegan de su filosofía pragmática y consensualista, apostando en cambio por alternativas más radicales y dogmáticas.

El ascenso de Kast

A José Antonio Kast nunca lo sedujo el proyecto piñerista de modernización de la derecha, demasiado blando en lo político y muy relativista en lo moral. Cansado de transacciones doctrinarias y postergaciones generacionales, Kast renunció a la UDI –su partido de toda la vida– y construyó su propia plataforma política, el Partido Republicano, para asaltar el poder por el flanco derecho. Lo intentó primero en 2017, cuando desafió al propio Piñera, obteniendo 8% de los votos. Volvió a intentarlo en 2021, esta vez con mejor suerte: consiguió 28% en primera vuelta, pero fue derrotado de manera contundente por Gabriel Boric en el balotaje. Se dijo entonces que el conservadurismo de Kast le significaba un porfiado techo electoral. Siete de cada diez mujeres jóvenes votaron por Boric, o bien contra Kast, por considerarlo un retroceso en materia de derechos y agenda de género.

Luego se produjo una paradoja: Kast se opuso tenazmente al proceso constituyente que la clase política chilena abrió para encauzar la energía del «estallido social» de 2019. Sin embargo, tras el estrepitoso fracaso de la Convención Constitucional liderada por un variopinto elenco de izquierda, un segundo proceso constituyente –más acotado y tutelado– quedó a merced de Kast y su Partido Republicano, que gracias a una inédita mayoría pudieron redactar un texto a su entero gusto.

He ahí el contrasentido: Kast nunca quiso una nueva Constitución pero sus huestes quedaron a cargo de redactarla. Al hacerlo, copiaron la estrategia adversarial del primer proceso constituyente. En lugar de buscar consensos con la minoría de izquierda, incorporaron disposiciones que fueron interpretadas como más autoritarias, neoliberales y conservadoras que las contenidas en la mismísima Constitución heredada de Pinochet. Por ejemplo, endurecieron la norma constitucional que prohíbe el aborto, lo que motivó –nuevamente– la especial resistencia de las mujeres. En un plebiscito celebrado a fines de 2023, los chilenos volvieron a rechazar la oferta constitucional.

Considerando este antecedente, Kast modificó su estrategia para la elección presidencial 2025. Ya sea porque hizo las paces con el proceso de secularización cultural de la sociedad chilena, ya sea porque entendió que es la única forma de reducir la resistencia que genera en sectores moderados, Kast renunció a la llamada «batalla cultural», que va desde el aborto hasta el cambio climático, y se concentró en los dos temas prioritarios: seguridad y economía. Como en cuatro años no se puede abarcar todo, ha reiterado que el suyo será un «gobierno de emergencia». Es decir, dedicado a recuperar el orden público y la senda del crecimiento, ni más ni menos. El Kast 2025 presenta un perfil menos radical que el Kast 2021. Ya no amenaza con cerrar el ministerio de la Mujer ni habla de la «dictadura gay». Por el contrario, su programa se concentra en mejorar la gestión pública, e incluso se mimetiza con el de Evelyn Matthei.

Los académicos que estudian el fenómeno Kast desde sus albores se debaten entre dos perspectivas. Una primera corriente sostiene que Kast y sus republicanos exhiben –con distinta intensidad– los tres elementos que Cas Mudde observa en la «derecha populista radical» europea: autoritarismo, nacionalismo y populismo, entendiendo por populismo una mirada ideológica que separa a la población entre un pueblo decente y una elite corrupta. Una segunda línea, que sigue a Ernesto Laclau en su conceptualización de populismo, concluye que Kast no califica como populista porque no idealiza la voluntad popular ni cuestiona la precarización que genera el neoliberalismo. Para estos últimos, el candidato republicano es un representante de la derecha tradicional, que aparece radicalizada por efecto de la moderación de la centroderecha, pero que en el fondo apela a los mismos valores conservadores de siempre. Es decir, vino viejo en odres nuevos.

Ambas perspectivas convergen en que Kast carece de la estridencia discursiva y el carisma avasallador que caracteriza a otros liderazgos populistas de la región, como Donald Trump, Javier Milei o Jair Bolsonaro. Kast es formal, sobrio, institucional y disciplinado, lejos del paradigma populista asociado al enfoque sociocultural, en el cual el líder alardea de su desfachatez y conexión con los -malos- modales del vulgo.

El factor Kaiser

Uno de los factores que «normalizaron» a Kast y lo hicieron aparecer como una figura menos radical fue la irrupción de Johannes Kaiser. Youtuber sin carrera devenido diputado y fundador del naciente Partido Nacional Libertario (PNL), Johannes es hermano de Axel Kaiser, el influyente polemista y escritor chileno cercano a Javier Milei. Aunque en un principio se pensaba que el presidenciable de la familia sería Axel, el destino quiso que fuera su hermano, más político y menos intelectual. Ambos tienen en común un furibundo desprecio por la izquierda y todo lo que huela a progresismo, «marxismo cultural» y «globalismo», coordenadas retóricas propias de la nueva derecha regional. La veta provocadora de Johannes Kaiser le valió la salida del Partido Republicano de Kast, al conocerse comentarios que ironizaban sobre la deseabilidad revertir el derecho al sufragio de las mujeres.

Cuando Kaiser anunció su candidatura presidencial, muchos pensaron que se trataba de una táctica para mejorar su posición negociadora por un cupo senatorial. No fue así: creció hasta convertirse en una amenaza para Kast. El republicano, en su estrategia de adquirir estatura presidencial y disminuir ruido, le regaló al libertario la batalla cultural. Kaiser se apropió de la franja más exuberante de la derecha, donde confluyen nostálgicos de la dictadura, enemigos de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), trolls de la internet profunda, antivacunas y cruzados de la civilización cristiana occidental.

El Kaiser 2025 es el Kast 2021. Su programa es un mamotreto doctrinario que dice defender la «verdad». Pero Kaiser fue más allá: los primeros debates mostraron a un candidato con aplomo y actitud, capaz de defender con cierta elocuencia todas sus transgresiones. En una primera vuelta que giró alrededor de la lucha contra el crimen y la inmigración ilegal, Kaiser prometió la mano dura más despiadada. En la recta final, las encuestas mostraban que Kaiser subía en desmedro de Kast. Aunque finalmente el republicano le sacó diez puntos de ventaja, Kaiser llegó para quedarse.

Cómo va a gobernar Kast

La tarea del oficialismo de centroizquierda es casi imposible. El problema de Jeannette Jara no es que sea una militante comunista: es que representa a un gobierno impopular, y la inmensa mayoría de los chilenos no quiere continuidad. Por si fuera poco, Kast recibió el apoyo explícito de Kaiser y de Matthei la misma noche de la elección. A diferencia de Milei en Argentina, Kast no coopta las piezas por separado (en su caso, dirigentes del partido del ex-presidente Mauricio Macri), sino que extiende una invitación institucional a los demás partidos de la derecha chilena a conformar gobierno.

Si bien el entorno de Kast ha sido acusado de malas prácticas digitales que han enturbiado el ambiente –por ejemplo, un ejército de bots ligados a los republicanos esparció el rumor de que Matthei padecía de Alzheimer–, el candidato se ha esmerado en evitar una confrontación fratricida. Olfateando el pingo con más chances, connotados militantes de la derecha tradicional llevan meses pasándose a sus filas. Por su parte, Kast insistirá en que su proyecto político no tiene nada de excéntrico ni radical –aunque participe en las conferencias globales de la Conferencia Política de Acción Conservadora (CPAC) junto a Viktor Orbán, Donald Trump, Nayib Bukele y Santiago Abascal–. Repetirá que, en el fondo, no se trata de otra cosa que de recuperar los principios de Jaime Guzmán, mítico mártir y padre fundador de la UDI a comienzos de la década de 1980. Atendiendo a su necesidad de controlar el Congreso y administrar la dispersión de las derechas, repartirá tareas y ministerios en proporción a los respectivos escaños.

Sus críticos sospechan que el famoso «gobierno de emergencia» centrado en economía y orden público no es un plan sincero. Creen que una victoria holgada en la segunda vuelta –un escenario del todo plausible– abrirá el apetito del sector más duro, que interpretará la existencia de un mandato amplio para ir por todo, batalla cultural incluida. Otros temen que un «gobierno de emergencia» equivalga a un estado de excepción permanente, que autorice al presidente a conculcar abusivamente de las libertades personales y ponga a Chile en la senda de la erosión democrática. El tiempo lo dirá.

Fuente: nuso.org

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