Por Jonathan Martínez*-Público.es
Hace menos de dos meses, en la ciudad de Varsovia, una estudiante noruega asistió a una marcha contra los bombardeos de Gaza con un cartel que iba a desatar una accidentada controversia. La prensa divulgó a voz en grito el rostro de una muchacha pálida y rubia que sonríe sobre un fondo ondulante de banderas palestinas. En el cartel de la discordia, apenas una cartulina blanca, un monigote pintado a rotulador arroja la bandera de Israel a una papelera. Hay un lema escrito en mayúsculas: Mantén el mundo limpio. Los periódicos contraatacaron con una incriminación, más bien un veredicto, en la negrita de todos sus titulares: antisemita.Fue tan agria la polémica y tan feroces las acusaciones que el Gobierno polaco lamentó que no se hubiera disuelto la protesta y el presidente Andrzej Duda emitió un comunicado de condena entre apelaciones patrióticas y memorias del Holocausto. La Fiscalía tomó cartas en el asunto. La Universidad de Varsovia, por su parte, suspendió a la estudiante y despachó el enredo con una declaración solemne contra los discursos de odio. La muchacha había explicado con paciencia pedagógica que la pancarta no culpaba a la fe judía sino al Gobierno de Israel y hasta dedicó un mensaje de amor a los hebreos en un vídeo grabado durante la manifestación. Sus palabras no la salvaron de la quema.
El percance, sin embargo, quedó como una anécdota minúscula en comparación con lo que iba a suceder casi dos meses después en el Parlamento polaco. Fue el pasado martes durante la presentación del nuevo Gobierno de Donald Tusk. Grzegorz Braun, diputado de la formación ultra Konfederacja, vació un extintor sobre las velas de un gran candelabro de siete brazos que conmemoraba la Jánuca en los pasillos de la sede parlamentaria. En los vídeos del incidente, Braun avanza envuelto en una nube de humo carbónico como un cazafantasmas vestido de etiqueta y forcejea con una mujer de la comunidad judía que intenta disuadirlo y que va a terminar herida.
Aquello había sido mucho más que un happening o una mera travesura. La Cámara Baja polaca reprendió con dureza a Braun, que no solo renunció a las disculpas o al arrepentimiento, sino que además reivindicó su proeza como un acto de disconformidad contra un culto «racista, tribal, salvaje y talmúdico». Según Braun, se trata de una provechosa discusión histórica y teológica. Puesto que la Jánuca recuerda la revuelta macabea contra el Imperio seléucida, algunos sectores de la ultraderecha polaca sostienen que el judaísmo celebra la matanza de nuestros antecesores helenos. El diagnóstico mayoritario es otro: Braun es un antisemita.
La idea misma del antisemitismo no es ajena a las disputas. Si uno acude a los diccionarios, descubrirá que la RAE califica como antisemita a todo aquel que muestre «hostilidad o prejuicios hacia los judíos, su cultura o su influencia». No obstante, y con un espíritu más bien contradictorio, la academia incluye en la definición de semita tanto a los árabes como a los hebreos. Con la etimología en la mano, cuesta trabajo imaginar cómo encajaría el calificativo de antisemita en el contexto del conflicto árabe-israelí. Valdría en todo caso como una forma de reproche mutuo, pues tan antisemita sería quien toma partido contra una cultura como contra la otra.
El discurso dominante en Europa, también en Estados Unidos, presenta el antisemitismo como un juego de suma cero donde el odio racial y religioso se extiende por igual a ambos extremos del espectro político. En un lado de la balanza, se ubicaría una izquierda alineada con Palestina que denuncia la ofensiva sobre Gaza y exige respuestas diplomáticas y comerciales contra Israel. En el otro lado de la balanza, quedaría una derecha descolgada del árbol genealógico del nazismo y el supremacismo blanco. El elogio de la centralidad exige esos malabarismos: equiparar a una estudiante que apela al sentido de la humanidad con un legislador que actúa como un enajenado.
Gracias a esta sencilla operación matemática, los dueños de la opinión publicada se ubican a sí mismos en el justo fiel de la balanza, como árbitros insobornables de un tablero que no tolera los excesos. El mismísimo Benjamín Netanyahu ocuparía esos dominios centrales, ya que su altar de privilegio le permite repartir acusaciones de antisemitismo a diestro y siniestro, y no le tiembla el pulso a la hora de homologar a las autoridades palestinas con las autoridades nazis. Nadie está a salvo de la cacería, de modo que un socioliberal como António Guterres, que hace pocos años denunciaba en Jerusalén el auge del antijudaísmo, ha ido a parar también a la pica de los ajusticiados.
Mientras tanto, el Congreso de los Estados Unidos investiga a tres de las universidades más afamadas del país porque algunos diputados republicanos han deslizado acusaciones de antisemitismo. A las rectoras de Harvard, Pensilvania y Massachusetts se las acusa de haber aceptado consignas inaceptables, de haber tolerado gritos por la intifada, de haber permitido llamadas a un alto el fuego. Hay inversores que amenazan con retirar sus mecenazgos y en la lista de agravios se incluye la celebración de un festival de literatura palestina. La rectora de la Universidad de Pensilvania, que al principio había reivindicado la libre expresión, ha terminado matizando sus palabras.
No hay debate público posible allí donde la discrepancia se zanja con autos de fe llenos de sustantivos gruesos y adjetivos fulminantes cuya única misión es borrar la opción de los matices. La palabra antisemita, empleada ya a discreción y sin sentido de la mesura, cae como un sambenito contra formas legítimas de disidencia que tienen poco que ver con el odio étnico o religioso. Hay quienes llaman antisemitas a los defensores de los derechos humanos igual que llaman comunistas o terroristas a todos aquellos que no acompañan las palabrerías oficiales con aplausos de sonámbulo. Cuántos herejes para tan poca hoguera.
* Jonathan Martínez se ha centrado en la recuperación de la memoria histórica, el análisis del discurso mediático y la defensa de los derechos humanos, civiles y políticos. Articulista, guionista y, sobre todo, como él mismo afirma, contador de historias, estudió Dirección de Ficción Audiovisual en el CFP de Sevilla y ha trabajado en el ámbito cinematográfico. En 2021 se doctoró en Comunicación con una tesis sobre el mito y el imaginario simbólico en el cine de Alejandro González Iñárritu.
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