Harold Meyerson
Tal como señaló mi colega Bob Kuttner a principios de esta semana, los editorialistas del Wall Street Journal han ido reprendiendo regularmente a Donald Trump por sus desviaciones de la ortodoxia conservadora, que casi nadie defiende tan fielmente como los escribas editoriales del Journal. Pero hasta los secuaces de Murdoch deben pasar a un segundo plano cuando se trata de cuidar y nutrir las creencias fundacionales del paleoconservadurismo. Su defensor más feroz y más culto, tanto hoy día como a lo largo del último medio siglo, es George F. Will.
Tanto Will como el Wall Street Journal coinciden en que Trump ha pisoteado un axioma conservador tras otro: el libre comercio, la oposición a los derechos, la libertad de las instituciones establecidas (universidades de élite, grandes corporaciones, bufetes de abogados de clase alta) para hacer lo que les plazca, y la resistencia al crecimiento de los poderes estatales y, muy especialmente, presidenciales. El Journal agrupa periódicamente las fechorías de Trump al lado de lo que considera extralimitación ejecutiva de los presidentes demócratas desde Franklin Roosevelt, aunque Will sitúa el pecado original en la presidencia de Woodrow Wilson (en realidad, ninguno de los dos se remonta a Lincoln, a quien le pertenece con razón y bastante justificación).
El pasado miércoles, Will presentó la Summa Theologica del caso paleocon contra Trump, en una columna que seguramente se recordará como un tour de force de ciega argumentación. Will calificaba la administración de Trump como «la más progresista de la historia de los Estados Unidos», y no sólo enumeraba las diversas herejías de Trump, sino que también se las atribuía al progresismo desbocado y exoneraba así al conservadurismo de cualquier responsabilidad por la presidencia de pacotilla de Trump.
En la lista de detalles progresistas recopilados por Will se incluía la creencia de Trump en «la capacidad del gobierno de anticipar y controlar las consecuencias de amplias intervenciones en las complejidades de la sociedad moderna»; «la supremacía presidencial garantizada mediante el uso de órdenes ejecutivas para marginar al Congreso»; y «la formación de coaliciones de facciones dependientes del gobierno, tal como hizo el New Deal de Franklin D. Roosevelt con los ancianos (Seguridad Social, 1935), los trabajadores (Ley Nacional de Relaciones Laborales de 1935 que favorecía a los sindicatos) y los agricultores (Ley de Ajuste Agrícola de 1933)». Además, califica de progresismo enloquecido el que Trump se haya hecho con el control del Kennedy Center, así como sus intentos de dictar los planes de estudio universitarios.
Esa lista se acompaña de toda una serie de problemas, por supuesto. Will no distingue los medios que Trump y los progresistas han utilizado de los fines tan dispares que han perseguido, pero los fines son tan esenciales para definir una política como lo son los medios. Tanto la Ley de Derechos Civiles de 1964 como el actual programa de deportación de Trump fueron, y son, intervenciones gubernamentales en las complejidades de la sociedad moderna, pero una la defendieron los progresistas para crear una Norteamérica más igualitaria y la otra los xenófobos para preservar la mayoría blanca y la naturaleza del país.
Las órdenes ejecutivas de los presidentes han servido para fines muy diversos, pero describir el uso que hace Trump de ellas como algo comparable al de Roosevelt es un error tanto cuantitativo como cualitativo. Roosevelt firmó casi 80 proyectos de ley aprobados por el Congreso durante sus primeros cien días, siguiendo así la Constitución en la creación del New Deal; Trump firmó sólo cinco proyectos de ley durante sus primeros cien días, prefiriendo en cambio personalizar el poder como no hizo Roosevelt. FDR era un progresista madisoniano, mientras que Trump es el presidente contra el que Madison nos advirtió y trató de prevenir con la separación de poderes de la Constitución. Y sí, Roosevelt y el Congreso permitieron que hubiera grupos de electores que recibiesen apoyo gubernamental, pero eso fue porque, en los abismos de la Gran Depresión, estaba claro que esos grupos necesitaban ese apoyo para poder sobrevivir, y el país necesitaba ese impulso en el poder adquisitivo que crearon esos programas y otros gastos federales para evitar caer en otra depresión.
En cuanto a los intentos de Trump de hacerse con las artes y la cultura y de la esencia de la educación, caen más claramente bajo la categoría de megalomanía, o de su afinidad por una forma de gobierno propia de un sultán, que bajo cualquier precedente presidencial anterior, progresista o reaccionario.
Al disociar los medios de los fines, y al no establecer precedentes claros ni siquiera entre los medios, Will presenta una imagen de Trump que elude por completo lo que representan son el hombre y su presidencia. Utilizando la misma metodología, se podría haber definido a Hitler como un keynesiano, ya que utilizó el gasto deficitario para construir las autopistas, librar la guerra mundial y exterminar a los judíos. Sin embargo, eso habría errado el tiro a la hora de definir a Hitler.
Lo mismo ocurre con la caracterización que Will hace de Trump. Si consideramos la idea de que las medidas políticas de Trump mantienen algunos derechos (al tiempo que enriquecen aún más a los ricos), pero tratan de restringirlos a los nativos, en particular a los nativos blancos, al tiempo que tratan de expulsar y eliminar a los inmigrantes y a los no blancos, lo que estamos describiendo es el fascismo clásico, no el progresismo. Y si nos fijamos en la xenofobia y el racismo en el corazón de las medidas políticas de Trump –se tienen que marchar todos los refugiados, salvo los bóers de Sudáfrica- debemos tener en cuenta que hubo medidas políticas similares defendidas y promovidas por iconos conservadores como William Buckley, e introducidas en la corriente dominante del conservadurismo norteamericano por Barry Goldwater, Strom Thurmond y Ronald Reagan. Los fines de las políticas de Trump, las afinidades y los odios de los fieles del MAGA, se basan directamente en estos aspectos fundacionales del conservadurismo norteamericano moderno.
En el mundo binario de Will, sin embargo, o eres un friedmaniano del laissez-faire o eres un progresista. Si te desvías de lo primero, es que eres ipso facto lo segundo. Pero hay mucho más en el cielo y en la tierra de lo que se ha catalogado erradamente en la visión del mundo y en la obra de George Will.
Harold Meyerson veterano periodista de la revista The American Prospect, de la que ha sido director y es redactor jefe, ofició durante varios años de columnista del diario The Washington Post y fue director de L.A. Weekly. Considerado por la revista The Atlantic Monthly como uno de los cincuenta comentaristas más influyentes de Norteamérica, Meyerson ha pertenecido a los Democratic Socialists of America, de cuyo Comité Político Nacional fue vicepresidente.
Fuente: The American Prospect
Traducción:Lucas Antón para sinpermiso.info