Se trata de la primera grafitera de un país que lleva décadas en guerra y que persiste y narra desde Instagram el estado de situación de Afganistán.
Por Mercedes Ezquiaga
Con la toma de Kabul por parte de los talibanes hace 10 días y ante la promesa del retorno de una ley islámica estricta, las mujeres afganas enfrentan un presente de reducción de derechos como la libertad de movimiento o el acceso a la educación y la reparación de antiguas prácticas como el matrimonio forzado. En ese contexto caótico, artistas e influencers eliminan historias y posteos de las redes, mientras que un puñado, entre quienes está Shamsia Hassani, la primera grafitera de un país que lleva décadas en guerra, persiste y narra desde Instagram el estado de situación de Afganistán.
Apenas los talibanes tomaron la capital, haciéndose con el control total del país en una operación relámpago, y mientras los medios replicaban el video de un avión militar estadounidense carreteando entre una muchedumbre de afganos que lo corrían intentando subirse, adelantado el retiro de tropas de EEUU y de la OTAN acordado para el 31 de agosto, los comerciantes eliminaban carteles de propaganda con rostros femeninos, las jóvenes se deshacían de la prueba de sus estudios, otros limpiaban sus cuentas digitales y, sobre todo las mujeres, evitaron la calle, salpicada de talibanes armados.
Un día antes, el sábado 14 de agosto, Hassani, muralista feminista de 33 años reconocida a nivel mundial y, hasta ese momento, docente de la Universidad de Kabul, posteaba la imagen de una joven pintada en colores vivos, llevando, encendida en una maceta, una flor de panadero que ofrenda a una figura negra, armada y con ojos rojos, sobre un fondo también negro. «Tal vez sea porque nuestros deseos han crecido en una olla negra», decía la publicación que hoy supera los 53.500 likes.
Cuatro días después, el miércoles 18, la probabilidad expuesta por Hassani en esa primera imagen devino ruina y desolación. El corte subido a Instagram muestra a la niña, postrada y de rodillas, ante las botas oscuras de la figura oscura. La maceta caída, la flor de panadero deshojándose en el suelo. Los contornos de la ciudad bordada en su vestido ya no están, desaparecen a la par que avanzan las incertezas de los habitantes de cada pueblo afgano, a la espera de conocer el tipo de sharia, ley islámica, que impondrán los talibanes.
En «Muerte a las tinieblas», su potente pintura, resuena el temor de la población a que el nuevo gobierno aplique una sharia dura como la del régimen talibán que rigió en los 90, cuando se hacían ejecuciones públicas, se amputaban manos y pies por robo o se castigaba el adulterio apedreando a las mujeres. También resuena el miedo provocado por la ambigüedad del portavoz de los talibanes, Suhail Shaheen: «Las reglas islámicas -dijo- dependerán del gobierno islámico», sin dar más precisiones.
El día que los talibanes tomaron el poder, Shaheen dijo a la cadena de noticias británica BBC que «no habrá venganza contra nadie» y que las mujeres «no deberían estar asustadas» porque «estarán en mejor posición que en el pasado», pero las historias de campo son diferentes.
«La gente finge una normalidad en la calle -dice un afgano de Mazar-i-Sharif-, pero nada es normal. Puedo sentir el miedo en mis huesos cuando salgo. Los talibanes están en todas partes», publica en voz de un anónimos la BBC. El periódico inglés The Guardian recoge el testimonio de una veinteañera: «Ya no puedo reírme a carcajadas, no puedo escuchar mis canciones favoritas, no puedo encontrarme con mis amigos en nuestro café favorito».
El mismo día, el artista Omaid Sharifi, cofundador y director de Art Lords, colgaba en Twitter un video del más vívido presente que a su vez proponía un ejercicio de memoria. Mostraba a tres jóvenes que seguían trabajando un mural urbano más allá de la ocupación y tuiteaba: «Buenos días #Kabul. Estamos pintando un mural hoy, ahora. Me recordó la famosa escena de @TitanicMovie donde los músicos tocan hasta que el barco se hunde. Espero que estés disfrutando al ver nuestras miserias, mundo».
Hacer arte con el anterior gobierno talibán, entre 1996 y 2001, se había vuelto peligroso: desaprobaban la música y habían prohibido todas las formas de represión de la figura humana. Y con esta nueva vuelta, hasta la Unesco pidió proteger el patrimonio cultural de Afganistán, justo a 20 años de la destrucción de los Budas de Bamiyán, estatuas monumentales talladas en un acantilado entre los siglos V y VI. Dinamitadas y destruidas a disparos de tanques en 2001 por el régimen de ese entonces, que las consideró ídolos y entonces ofensivas del Corán.
En este contexto Shamsia Hassani sigue posteando. Su cuenta de Instagram acumula 196 mil seguidores. «Queridos todos, gracias por pensar en mí en este momento. Sus mensajes y comentarios muestran que la humanidad y la bondad siguen vivas y no tienen límites. Gracias por su preocupación. Estoy a salvo», posteó hace tres días la muralista que, dos semanas atrás, salía a las calles kabulíes del intervencionismo armado estadounidense, para usar como lienzo los frentes destrozados de los edificios dañados por las bombas y por las ráfagas metralla de la guerra .
Compartiendo perfil con una de las emblemáticas mujeres que pinta, con ropa tradicional y sin burka ni boca, en la imagen subida a las redes Hassani aparece con barbijo y hiyab, el velo para cubrir cabeza y cuello que la antigua Sharia obliga a usar a las mujeres musulmanas- y que no siempre simboliza la opresión que le adjudica Occidente.
«Elegir usar el burka o el hiyab no es el problema; las mujeres no serán verdaderamente libres hasta que puedan hablar por sí mismas y ser escuchadas. Quitarse el pañuelo no es lo mismo que liberarse», advertía en una entrevista en torno a una serie de pinturas titulada «Secret». Nacida como refugiada en Teherán en 1988, nunca estudió arte, no se lo permitían por extranjera en las escuelas iraníes. Ahora es la profesora más joven de la Universidad de Kabul, en Bellas Artes y Escultura.
Su mirada crítica no hace concesiones: una de las ilustraciones posteadas reproduce un billete de un dólar donde la figura central es una de sus chicas que, asomándose por el circulo que antes enmarcaba a George Washington, estira lo brazos para tomar de un extremo el billete y correrlo para mostrar lo que esconde debajo: tanques de guerra asolando una ciudad que no es la propia.
Cuando regresó a Afganistán, con 17 años, se puso a explorar formas de usar el arte para encubrir las marcas físicas negativas de la guerra. «Quiero que mi arte conviva con la gente y se convierta en parte de su vida diaria, compartirlo con quienes no tienen acceso a exposiciones. Muchas veces hago a mis personajes con ojos cerrados sin boca, pero con un instrumento musical deformado que les da la habilidad y la confianza de hacer sonar su propia voz con fuerza», explicó a The Guardian.
Ella dice en esa nota: «Cuando la gente me ve haciendo grafitis me insultan, maldicen y a veces lo llaman pecado. La gente en Afganistán no está en contra del arte, sino en contra de las mujeres que hacen arte».
Es cofundadora de Berang Art Organization, un grupo dirigido por artistas que promueve el arte y la cultura contemporánea en Afganistán a través de programas, talleres, seminarios y exposiciones. Su trabajo se ha mostrado en Afganistán, Australia, Dinamarca, Alemania, Irán, India, Noruega, Suiza y Vietnam, donde también ha participado en conferencias y talleres.
Por estas horas, sus obras comparten en cadenas espontáneas de Facebook y Whatsapp, de la mano mano de jóvenes colegas exiliadas, preocupadas por la situación de sus coterráneas, como la grafitera Malina Suliman, que ahora desde India desafía la cultura patriarcal musulmana, especialmente el burka azul que tuvieron que usar obligadas durante años, autora de un icónico y criticado mural esqueleto con burka que por estos días se reproduce en las redes.
En la última historia, publicada hace un día, Hassani se muestra sentada frente al mural de una de las chicas que suele pintar sin burka ni boca y con un invariable instrumento musical aportándole voz, al pie de una autopista que bordea a la Estatua de la Libertad y sigue su camino.
Télam