Armando Vargas Araya
Palabras en las honras fúnebres celebradas
en el templo de San Juan Bosco,
San José, 10 de agosto de 2018.
Familiares y amigos de nuestro entrañable Manuel Enrique López Trigo, nos congregamos para dar gracias a Dios por la vida espléndida de este ser extraordinario, con quien la Providencia nos concedió el privilegio de compartir su trayectoria terrenal. Estamos compungidos por la ingrata separación física que nos impone la naturaleza, como reconocidos estamos asimismo porque han cesado los sufrimientos de una penosa y prolongada dolencia —ante la que luchó con fuerza en un combate desigual—. Este es un caso singular en el que la muerte no tiene un rostro trágico ni una guadaña por emblema, sino una sonrisa de paz y un gesto de reposo infinito.
Sonrisa, sí, sonrisa franca y magnánima, quizá la faceta que pinta mejor el carácter del noble caballero a quien venimos a despedir, en la esperanza de la fe cristiana que nos une. Porque su vida ha sido de dicha a raudales, gozo que esparcía generosamente por doquier, con anhelo y cariño sinceros. Tuvo la entereza de saber reírse de sí mismo, pues nunca se creyó más que ninguno de sus semejantes y jamás olvidó la raigambre de sus orígenes populares en el querido e idealizado barrio Luján de su infancia y mocedad. ¡Qué recio ha sido su amor al terruño! Humanizado por una bohemia de juventud bien administrada, pervivió en él un grado de sibaritismo. Conversador insigne, el tiempo fluía plácido mientras recontaba chispeantes historias que desataban la alegría entre los contertulios. Ser feliz es una virtud, y una de las más poderosas. El suyo era contentamiento del corazón, auténtico júbilo contagioso.
Su inteligencia natural estuvo toda la vida al servicio de los demás. En su liderato juvenil, el periodismo, el servicio público en la cultura y la comunicación, la empresa privada en la industria de los seguros y —ya en la etapa culminante de su fecunda existencia— la diplomacia de primera categoría, volcó hacia los otros el vasto talento natural que le fue concedido. Con marcada circunspección, rehuía el relumbrón mediático y trabajaba siempre con fidelidad y honradez. De formación autodidacta, escribía como el príncipe de la pluma que fue, con precisión, claridad y sutileza. Las ideas y las palabras brotaban en su cerebro perspicaz, el cual alimentaba con lecturas constantes de autores muy diversos. Y tuvo el buen tino de resguardar su sólida cultura para sí y los suyos, como un tesoro espiritual.
Este ha sido un varón libre a plenitud. Nunca estuvo sometido a ninguna ideología, a ningún partido, a ninguna persona, familia o grupo. Supo disfrutar la soledad y esa satisfacción que surge de tomar una posición y mantenerla con la certeza interior de que la razón no siempre está del lado de la mayoría. En la forja de su carácter, aprendió a liberarse de fuerzas interiores irracionales, como la pasión o la emoción. Observador agudo de personas y circunstancias, se tomaba su tiempo para decidir con criterio independiente.
En la amistad alcanzó los más altos quilates. Tuvo la habilidad única de ser amigo de familias completas a través de las generaciones, de los abuelos, a los padres, los hijos y los nietos. Y cuántos amigos cultivó a lo largo de sus estupendas siete décadas de vida fecunda. La sola noticia de su deceso ha repercutido ya entre quienes lo quieren y lo admiran en Asia, el Medio Oriente, Europa y los confines de América. Algunos amigos suyos han llegado del exterior para despedirse en persona. Ciertamente, estamos ante la personificación cabal de la verdad acuñada por el maestro Roberto Brenes Mesén: “Por encima del amor, la amistad, que es de oro más puro que el amor”.
Su corazón de oro fue entregado en su madurez y de forma total, al amor de su vida que es nuestra amada amiga Marta Eugenia Núñez Madriz. Pareja más perfecta es difícil de imaginar. En verdad, fueron hechos la una para el otro. Se casaron y han sido felices, muy felices, envidiablemente felices. Quienes acompañamos el velatorio, no dejamos de apreciar una preciosa orquídea blanca, colocada con primor por Marta para Manuel. Las orquídeas fueron las flores predilectas en su honda sensibilidad costarricense y las transformó en un símbolo de su amor marital. Al expresarle nuestro afecto y solidaridad, reafirmamos nuestra amistad inmarcesible para con la dignísima señora esposa que le sobrevive, por gracia de Dios.
Con toda la ternura del mundo, abrazamos a sus hijos Ingrid y Patrick. Qué señor padre han tenido ustedes dos. Y qué abuelo tan chirote han disfrutado sus nietos. En el legado genético de su sangre, crecerá y fructificará su admirable estirpe.
Gracias imperecederas a doña María del Carmen Trigo Sáenz por haberle dado vida y haber criado a tan formidable hijo. En medio del dolor suyo, de sus hijas e hijos, y de toda su familia, tengan la certeza de que los amigos de Manuel estamos muy cerca de ustedes, embargados de una profunda gratitud por el don que se nos otorgó de compartir su gozo de vivir.
En fin, queridísimo Manuel, nos despedimos de vos con sentimientos encontrados de felicidad y tristeza. Deleite por todo cuanto compartimos durante tantos años de amistad fraterna. Aflicción por esta insensata separación, contraria a nuestros sentimientos y razones. Pronto volveremos a estar juntos, cuando nos llegue la hora inexorable del tránsito al más allá. Mientras nos reunimos de nuevo, cada día tendremos presente con nosotros tu ejemplo luminoso. “Y te quiero decir viejito, te quiero decir”: vivís arraigado en nuestros corazones.
Con fundamento en la fe que nos enseñaron nuestros padres y testigos sabedores de todo el bien que hiciste en este mundo, sin ninguna duda ya disfrutas de la vida eterna reservada a los justos en el Reino de los Cielos.
Hasta siempre Manuel, hermano del alma.
(Pensamientos escritos con los ojos velados por las lágrimas y
leídos a duras penas, con la bosa seca y un nudo acre en la garganta).