Para combatir la impunidad de las autoridades políticas superiores

Alex Solís F.

Alex Solís Fallas

Uno de los pilares fundamentales del sistema democrático constitucional es el de la responsabilidad. Se trata de un valor o meta-valor que debe guiar, de forma permanente, la acción de quienes gobiernan y en general la del Estado.

Si en la democracia el poder y el dinero que administran los gobernantes proviene del pueblo, el pueblo tiene derecho de pedir cuentas a quienes gobiernan de qué hacen con ese poder y ese dinero. Por eso el artículo 9 de la Constitución Política establece que el Gobierno de la República es responsable, al contrario de lo que sucede en las dictaduras en las que el dictador no rinde cuentas a nadie. En ese derecho de pedir cuentas estriba la superioridad del gobierno democrático sobre cualquier otra forma de organización política que haya existido hasta el día de hoy.

¿En qué consiste el principio de la responsabilidad? En la obligación que tienen los funcionarios públicos, desde el Presidente de la República hasta el más humilde servidor, no solo de rendir cuentas o informar sobre sus labores, sino también en la de responder, es decir, en sufrir las consecuencias de sus actos u omisiones en el ejercicio del cargo, cuando con tales actos y omisiones se perjudique el patrimonio público. Esa responsabilidad puede ser política, administrativa, civil y penal. Quisiera concentrarme en la primera.

¿En qué consiste la responsabilidad política? En las sanciones de naturaleza política que sufren las autoridades políticas superiores del sistema, cuando patrocinan y ejecutan mal políticas y proyectos públicos contrarios al interés general y a las finanzas del Estado.

Para explicar mejor pongamos un ejemplo: en el ejercicio de su cargo un Presidente de la República, ante un estado de calamidad pública o un estado de necesidad dicta un decreto de emergencia con el fin de construir un puente. Supongamos que por acción u omisión el Presidente y sus subalternos se desentienden de la forma en la que se ejecuta el decreto, dando pie para la organización de una red de corrupción que impide la construcción del puente y el perjuicio económico en varios millones de dólares al Estado. Extrapolemos este ejemplo a la Asamblea Legislativa. Supongamos que ahora es un diputado que presenta cinco mil mociones a un proyecto de ley con el solo propósito de impedir su aprobación con fraude a la Constitución y la democracia.

En ambos casos, en virtud del principio de responsabilidad y el daño causado a la sociedad, tanto el Presidente como el Diputado deberían ser sancionados políticamente; ahora bien, si se comprueba que esos personajes forman parte de alguna red de corrupción, pues, entonces, también se les debe sancionar penalmente.

No obstante la importancia que para la gobernabilidad democrática posee el principio de la responsabilidad, la Constitución que nos rige carece de instrumentos o procedimientos efectivos que permita pedir cuentas y sancionar a nuestros representantes populares pos sus actos y omisiones cuando perjudiquen a la sociedad. Vivimos en el reino de la irresponsabilidad y la impunidad política: el Presidente y los diputados pueden hacer lo que les venga en gana y, reitero desde el plano político, no tienen que dar cuenta ante nadie, no responden, no pueden ser sancionados y, en consecuencia, son inamovibles.

Esta debilidad plantea la urgente necesidad de reformar la Constitución Política. No se puede gestionar bien un sistema en el que las autoridades superiores del sistema – Presidente de la República y diputados—no están obligados a rendir cuentas, o someterse a la evaluación de resultados y, eventualmente, responder o sufrir las consecuencias de sus acciones y omisiones. Esta debilidad en la cúspide de poder chorrea hacia abajo, corroyendo todo lo que se encuentra en el camino, al punto de que hoy resulta prácticamente imposible destituir a cualquier funcionario público, aunque incurra en faltas graves.

Así pues, ante una eventual reforma constitucional, debemos proponernos regular con el mayor rigor el principio de la responsabilidad, con el propósito de erradicar la impunidad política, incrementar la eficiencia y la eficacia del Estado. En tal sentido, se debe establecer de manera expresa que el poder público y todos los empleados públicos, empezando por el Presidente, están al servicio de las personas.

Así mismo, se debe matizar el sistema de gobierno presidencial con el sistema de gobierno parlamentario, con el propósito de acentuar el principio de la responsabilidad del gobierno ante el Parlamento y del Parlamento ante el pueblo. Esto debería implicar, entre otras posibilidades, que el voto de censura implique la caída del ministro o ministros censurados.

En el caso de la Asamblea Legislativa, la profundización del principio de responsabilidad debe implicar la pérdida de investidura de los diputados, cuando incumplan de forma sustantiva y reiterada el ejercicio de su mandato. Y, en general, se debe establecer una cláusula que faculte a los ciudadanos a revocar cualquier cargo de elección popular, incluyendo el de la Presidencia de la República, por ineptitud y faltas graves al deber de probidad.

Reformas de esta naturaleza erradicarían la impunidad política que hoy cobija a las autoridades políticas superiores del sistema y harían más eficiente al Estado. Cualquier retraso en la adopción de estas y otras reformas, cualquier titubeo en la firmeza y en la profundidad de las reformas que requiere nuestro sistema democrático constitucional, podría provocar la indignación ciudadana y el colapso de la democracia.

De alguna forma estamos en el momento oportuno para crear una nueva Costa Rica, mediante la promulgación pacífica de una nueva Constitución, propiciar la gobernabilidad democrática y que todos podamos vivir mejor. El reto es tomar la decisión y trabajar para conseguir ese sueño.

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