La casita de Guadalupe

Carmen Odio

Carmen Odio

En 1959, mi familia se trasladó de Monte Rey, la finca de café, a vivir a San José. Se juntaron varias cosas importantes que decidieron la mudanza. Mi hermana menor estaba a punto de nacer, y mi hermano y yo debíamos entrar a la escuela. Mi abuela Carmen y mi tía abuela Ita tenían una casa en Guadalupe, que había sido de sus padres. Ellas la habían dividido en dos, y alquilaban cada una su lado. En el tiempo de esta historia, el lado de mi abuela estaba alquilado, así que nos pasamos a vivir al lado de Ita, que estaba desocupado.

Esa casa fue un lugar mágico para mí. Era pequeña, de madera, con mucha luz y un gran jardín lleno de árboles de mango y de guayaba. Todo eso me ayudó a superar el traslado de mi amado Monte Rey a la ciudad, que no fue nada fácil. Entré al kinder tarde, después de vacaciones de quince días. Es decir, era «la nueva». Me tocó venir del campo, de mis amigos y mis cafetales, a una escuela llena de chiquitos desconocidos y muy poco amistosos. Ahí tuve que aprender a hacer nuevas amistades, a adaptarme a un mundo que al principio se me hizo bastante hostil. Con el tiempo dejé de sentirme tan extraña y me acostumbré a esta nueva vida. Ayudó mucho tener una hermanita recién nacida en casa, que era una gran entretención. Mi hermano Juan entró a otra escuela. Aprendimos juntos las nuevas costumbres de la ciudad. Extrañaba mis montañas, el patio beneficio, el río. Pero poco a poco San José me fue conquistando. Me empezó a gustar la escuela, ya tenía amigas (muchas de las cuales conservo hasta la fecha). A veces me iba a dejar Trino, el chofer de la Fábrica de Licores y hombre de confianza de mi abuelo. Pasaba por mí en un camión enorme y yo no me cambiaba por nadie, sentada en lo alto de la cabina. Y me enamoré de la casa. Era muy acogedora, como casi todas las casas de madera. Además tanto mamá como mi abuela tenían mucho talento para arreglar cualquier rincón. Estaba pintada de blanco con marcos verde oscuro. De la cochera, donde papi guardaba el jeep, se entraba directamente a la sala y el comedor. Los dormitorios y el baño quedaban a un lado. Al fondo estaban la cocina, el cuarto de servicio y el cuarto de pilas, con un pequeño corredor donde jugábamos en días de lluvia. El comedor tenía una ventana francesa, o puerta-ventana, que daba al jardín. Ese jardín fue mi salvada para no sentirme encerrada. Tenía árboles donde me podía trepar y espacio para correr. Un día papá llegó con un señor desconocido y una caja enorme, y se pusieron a trabajar en la sala. Después el señor se subió al techo y gritaba: «¿Ahí?» Papá le decía que más a la izquierda o a la derecha. Al rato nos llamaron a mi hermano y a mí. Acababan de instalar una televisión, la primera que tuvimos. ¡No hay idea la emoción que fue eso! Hasta entonces, a veces nos dejaban ir un ratito a ver fábulas donde unos amigos vecinos. Pero tener tele en casa… ni nos lo imaginábamos. Juan y yo aprendimos a manejarla en dos momentos, y la disfrutamos por muchos años. Era una Motorola enorme, y salió buenísima. En blanco y negro, por supuesto. Recuerdo los primeros programas: El niño del circo, Sheena la reina de la selva, El llanero solitario, Walt Disney presenta («Hoy, desde el Mundo de la Fantasía…»). Las fábulas eran de lo más sencillas e ingenuas. Teníamos permiso de ver tele hasta las ocho de la noche, hora en que nos mandaban a la cama.

La casita quedaba entre la fábrica del Gallito y una fábrica de jaleas. Los olores eran increíbles, a chocolate y a guayaba. Seguro de ahí viene mi adicción a las guayabitas. El Colegio Napoleón Quesada quedaba muy cerca y los alumnos pasaban frente al jardín. Un día se me ocurrió bajar un poco de mangos celes, ponerlos en la tapia con una bolsita de sal que me caché de la cocina y abrir un negocio. ¡Fue un éxito comercial! Cuando terminó la cosecha, mi chanchito estaba pesado. Todas las mañanas llegaba el panadero a dejar el pan en un gran canasto forrado con manta, lleno de bollitos, enlustrados y galletas. Se llamaba Bucho, y a mí me daba un enlustrado rojo de feria.

Lo único malo de la casa era el tráfico. La carretera de Guadalupe siempre ha sido muy transitada, aún en ese entonces. Para entrar al garaje había una pequeña cuesta cementada. Un día mi hermano Juan se metió en el jeep a jugar de manejar. Quitó el freno de mano y el carro empezó a rodar cuesta abajo, se llevó el portón y cruzó la carretera de lado a lado. Cuando oyó el ruido papá salió volado, apenas a tiempo de rescatar a Juan, que venía blanco como un papel tratando de cruzar la calle para volver a la casa. De milagro nada le pasó ni a él ni al carro. El portón nunca volvió a ser el mismo.

Fui muy feliz en la casita de Guadalupe. Me daba sensación de seguridad. Muchos años después la botaron, pues quedaba justo por donde pasaría la carretera de circunvalación. Cuando paso por ahí la recuerdo con gran cariño y un toque de nostalgia.

Carmen Odio
Carmen Odio, Guadalupe, 1959. Foto de Luis Gallegos Escalante.
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