Paul Mason
Ha sido este un año en el que la socialdemocracia ha tenido que enfrentarse a sus demonios existenciales. El ascenso [electoral] de Podemos hasta un 20% el domingo [20 de diciembre] por la noche, no es más que el último desafío de la izquierda radical, populista y nacionalista que ha visto al SNP vencer a los laboristas en Escocia y a la extrema izquierda abrir camino a una coalición en Portugal. Los partidos socialistas tradicionales han visto también ocupado su territorio por el populismo nacionalista: el UKIP en Gran Bretaña, el Front National en Francia, la izquierda socialdemócrata de Polonia barrida por el giro del país a la derecha en octubre.
La conquista de Jeremy Corbyn del liderazgo laborista es la excepción que confirma la regla: a medida que su control se hace más sólido, toda una generación de politicos centristas ha empezado a contemplar la separación de uno de los partidos socialistas más antiguos del mundo sobre la base de que está – tal como lo formuló esta semana Peter Hyman, antiguo asesor de Blair – “acabado”.
Que los reveses sean parte de un proceso a largo plazo no supone ningún consuelo: en política el declive a largo plazo tiende a producir acontecimientos sísmicos intermitentemente. La doble victoria electoral de Syriza este año, combinada con su movilización del 61% de la población para desafiar la austeridad en un referéndum tiene los requisitos para ser considerada un acontecimiento de ese género. Y pase lo que pase con el resultado de las negociaciones para formar coalición en España, la conquista de Barcelona, Madrid y Valencia por coaliciones de izquierda radical en las elecciones municipales fue asimismo transcendental.
Así pues, ¿qué es lo que impulsa este proceso? Aunque hay peculiaridades nacionales, las semejanzas son demasiado evidentes como para ignorarlas. En primer lugar, la desintegración de los patrones del voto de clase advertida por los sociólogos desde finales de los años 50 en adelante. Se olvida a menudo, entre la ansiedad y el pánico de hoy, que el desafío más fundamental para la socialdemocracia era – mucho antes de la desindustrialización y el neoliberalismo – la fragmentación de la lealtad de clase en política. A continuación viene la nueva demografía de las sociedades modernas. La clase obrera industrial es pequeña, hasta en países manufactureros exitosos como Alemania; el salariado es grande; el fenómeno del individualista joven y conectado en red no hace sino sumarse al problema existencial de la socialdemocracia, que es: ¿representamos los valores de quién?
El salariado es liberal; los restos de la vieja clase obrera manual, blanca pueden volverse – si sus preocupaciones se ignoran o minusvaloran repetidamente – conservadores. El individuo conectado piensa y actúa globalmente, pero la política de la máquina socialdemócrata ha sido esencialmente nacional y local durante más de cien años.
A medida que la política de la identidad iba ganando adherencia, desde los años 70 en adelante, la socialdemocracia la absorbía con éxito. Pero ha encontrado muy difícil absorber, responder o adaptarse al nacionalismo radical. De ahí el derrumbe del laborismo en Escocia y la marginación del socialismo tradicional en Cataluña y el País Vasco.
Pero el mayor problema de todos es el neoliberalismo y la conversión al mismo de la socialdemocracia. Puede que la fórmula económica neoliberal haya distribuido crecimiento y estabilidad en la década de 1990 y a principios de la primera del 2000, pero hoy exige austeridad, una desigualdad en aumento, la erosión del Estado del Bienestar para financiar sistemas bancarios en quiebra y la implacable reducción del poder de negociación del trabajo.
Si se acepta esto, la pregunta viene a ser entonces: ¿cómo sería un socialismo centrista no neoliberal? Pero se trata de una pregunta que pocos están preparados para hacerse en los partidos socialistas centrales de Europa. No solo pone en tela de juicio a los líderes sino a los soldados de a pie, a los apparatchiks que dejaron el cuartel general laborista a causa de Corbyn, a los periodistas blairistas movilizados por todas las redacciones de Gran Bretaña para denigrarle, a los concejales que preferirían que no existiera.
Pero 2015 ha empezado a ofrecer una respuesta. En Portugal, España y Grecia los partidos de izquierda radical han empezado todos a alcanzar compronmisos…con el poder, con la nacionalidad y con fuerzas más centristas. Syriza llegó al poder en enero moderando su programa original y reclutando e incorporando a gran número de antiguos socialdemócratas en su oferta electoral. Fueron estos políticos los que apremiaron a la moderación y el compromiso, saliéndose finalmente con la suya tras la vacua victoria de Tsipras en el referéndum de julio. Pero en otra cuestión indicativa, Tsipras ha llegado ya al compromiso último. Ya había dejado a un lado la cuestión de la OTAN, había nombrado como ministro de Defensa al jefe de un pequeño partido nacionalista de derechas, y sin mostrar turbación alguna se había enfundado un chaleco militar para pasar revista a las tropas.
Syriza gestionó el Estado capitalista griego, aunque a veces no de modo competente. Su solución a un funcionariado politizado y de poca confianza consistió a menudo en “okupar” los ministerios, manteniendo una distancia física de aquellas partes de la máquina que la teoría marxista aconseja mantener estrechamente vigiladas: los militares, los servicios de inteligencia, el cuerpo diplomático. En Barcelona, el movimiento En Comú aliado a Podemos, que conquistó el ayuntamiento en mayo, ha sido más radical, haciendo que se ocuparan de la política de vivienda activistas de la vivienda y aplicando medidas severas contra programas como Uber y Airbnb. Pero Barcelona no es un Estado. En Portugal, son todavía los primeros días de la coalición entre socialistas, comunistas e izquierdistas radicales metidos a la fuerza por los aros constitucionales para llegar al poder en noviembre. Pero el precio de la inclusión de la izquierda radical en el gobierno fue su compromiso previo de cumplir con el reembolso de la deuda portuguesa. Paradójicamente, la mezcla de “realpolitik” y de la ausencia de soberanía monetaria ha obligado a la izquierda radical a un espacio que se parece mucho a la respuesta a la pregunta: una socialdemocracia no neoliberal para el mundo conectado en red.
Si consideramos lo que significaba la socialdemocracia original, se acerca todavía más: los partidos de los trabajadores que surgieron en la década de 1890 escogieron el término “sozialdemokrat”, sabiendo que era un término insultante para los marxistas. Significaba relegar la revolución y la abolición del capitalismo al estatus de un lejano objetivo “máximo”, mientras se preparaba para gestionar el capitalismo de una manera socialmente más justa, de acuerdo con un programa “mínimo” de reformas.
Sea lo que sea que digan que quieren Podemos, Syriza y el movimiento Momentum de Corbyn, lo que proponen en realidad se ajusta bastante bien al programa de máximos y mínimos de la década de 1890s, salvo en un aspecto: el objetivo “máximo” se ha vuelto vago y se centra en torno a metas ambientales más que a la producción planificada y la propiedad del Estado.
Pero esta no es una solución de estado estacionario. La política del mundo desarrollado está poniendo en tela de juicio las estructuras centristas, tanto desde la derecha como desde la izquierda. Con un nacionalismo de derechas y un conservadurismo social que logran en muchos países cerca del 25%, y una izquierda radical que puja con cifras parecidas, puede que no haya espacio para más de una fuerza centrista pro-global, pro-mercado entre ambos.
No sucederá de repente, pero el resultado más probable para la socialdemocracia es el que secretamente se contempla entre las filas de los diputados laboristas: la fusion con el conservadurismo liberalizado. De modo que 2016 será el año en el que los verdaderos creyentes del socialismo centrista oigan el mensaje “No podéis vencernos, sumaos a nosotros” desde todos lados.
– Editor de economía de Channel 4 News. Su libro Postcapitalismo: A guide to our Future, ha sido publicado por Penguin en 2015.
Fuente: The Guardian, 21 de diciembre de 2015
Traducción: Lucas Antón