En uno de esos viajes, cierta mañana en París, dando un paseo de buen turista, al ir a visitar la torre Eiffel, dio de manos a boca con un artista callejero que le ofreció trazar su efigie en pocos minutos y por unos pocos francos.
Al terminar el «trabajo», el Padre Valenciano notó el escaso parecido suyo con las líneas del artista y entonces le dijo:
—»Tendrá usted que ponerle mi nombre para que las gentes me reconozcan…»
A lo que el pintorzuelo, dejando escapar su criterio personal a través de su lápiz, exclamó:
—»Con mucho gusto, Monsieur, deme usted acá…». Y cogiendo de nuevo el dibujo, miró de pies a cabeza al Padre Valenciano y escribió con toda saña:
—»¡¡LE VIVEUR!!». (El vividor).