El Berlín de Rosa Luxemburgo

Por Víctor Montoya (*)

Rosa Luxemburgo

La tarde que me encontré con la escritora argentina Esther Andradi, quien reside en Berlín desde hace muchísimos años, lo primero que se nos ocurrió, entre la emoción de conocernos en persona y compartir opiniones, fue visitar el lugar donde fue victimada Rosa Luxemburgo, la revolucionaria marxista que nació en Polonia en 1871 y murió en Alemania en 1919.

Tenía mucho interés por saber algo más sobre ella, que es una de las mujeres emblemáticas del movimiento obrero internacional, cuyo compromiso político la enfrentó tanto al machismo patriarcal como al sistema capitalista.

Rosa Luxemburgo era hija de un comerciante maderero judío en un pequeño poblado de Polonia. Creció en Varsovia, egresó del colegio secundario a los 18 años de edad y asumió las posturas de la izquierda radical, que amenazaban con lanzarla a la cárcel. Entonces emigró a Suiza, donde prosiguió sus estudios universitarios. Su capacidad intelectual era tan prodigiosa que cursó simultáneamente filosofía, historia, derecho, política, economía y matemáticas en la Universidad de Zúrich.

Sus biógrafos aseveran que nació con un defecto congénito que marcó toda su vida. A la edad de cinco años, después de permanecer postrada en la cama por una dolencia en la cadera, quedó con una cojera permanente. Sin embargo, gracias a su fuerza de voluntad y temple de acero, se convirtió en una de esas niñas que, a pesar de las dificultades, se esfuerzan por sacarle ventajas a su inteligencia y sus garras de luchadora indomable. Y, aunque era delgada y menuda, con apenas un metro y medio de estatura, inspiraba natural admiración entre sus partidarios y adversarios políticos, de quienes se burlaba increíblemente, poniéndolos en ridículo con su rapidez verbal, su sentido del humor y su ironía a toda prueba. Por lo tanto, es fácil suponer que una discusión con ella era como enfrentarse a un temible torbellino de palabras e ideas capaces de desarmar a cualquiera.

Cuando salimos de la estación del metro, a un costado de la espléndida Potsdamer Platz, caminamos hacia donde está el monumento a la memoria de Rosa Luxemburgo, que se erige a orillas de un canal del distrito de Tiergarten (sur de Berlín). En el trayecto, Esther Andradi aprovechó para enseñarme el Hotel Edén, en las cercanías del Jardín Zoológico y el Parque Tiergarten, donde Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht permanecieron arrestados por un tiempo, luego de haber sido capturados la noche del 15 de enero de 1919 por un grupo de soldados de la tropa de asalto, quienes, en lugar de llevarlos a la prisión, decidieron acabar con sus vidas. Los torturaron hasta la inconciencia y los condujeron a rastras hasta un automóvil , me contó Andradi. Después prosiguió: Cuando llegaron a las orillas del Landwehrkanal, les descerrajaron un tiro a quemarropa y se deshicieron de los cuerpos. Un zapato de Rosa quedó en el camino como símbolo de esa barbarie .

Estando ya en lugar donde se perpetró el crimen, donde parece haber quedado el olor a pólvora y los quejidos de dolor, no cuesta mucho imaginar cómo los cuerpos, tras haber sido flagelados y perforados con un tiro en la nuca, fueron arrojados a las aguas congeladas del canal, rompiendo la capa de hielo de la superficie bajo un cielo sin luna ni estrellas. Cuando los restos de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht fueron recuperados varios meses más tarde, en mayo de 1919, una multitud los acompañó hasta su sepultura y así nació el culto, dijo Andradi. Desde entonces, cada año, un domingo a mediados de enero, tanto en el Este como en el Oeste de Berlín, son miles y miles sus incondicionales seguidores que, con un clavel rojo en la mano y plegarias en los labios, rinden homenaje a estos dos luchadores comunistas, quienes, lejos de haber desaparecido del escenario político, pasaron a constituirse en símbolos del marxismo internacional.

El monumento a la memoria de Rosa Luxemburgo, donde no faltan flores ni mensajes escritos a mano, es una portentosa barra de fierro, mitad sumergida en el agua y mitad erguida en el aire, como si el artista, consciente de la grandeza humana e ideológica de una de las mujeres más significativas del siglo XX, hubiera querido perpetuarla como una alegoría del futuro. A unos pasos más allá del monumento, luce una placa conmemorativa empotrada en una pared, que parece haber sido construida sólo con el fin de dejar constancia de que allí se halló el cadáver de la revolucionaria marxista.

A poco de visitar el sitio, que convoca a la reflexión y conmociona el alma, cruzamos por el puente de hierro macizo que lleva su nombre y, amparados por una noche nublada y corrientes de aire frío, nos endilgamos a paso lento hacia un restaurante ubicado cerca del canal, en medio de un paisaje boscoso y silencioso. Nos sentamos cerca de la ventana, que daba hacia un jardín con pileta y vegetación exuberante. Esther Andradi se sirvió una taza de café humeante y yo un café al coñac, mientras miraba en una pantalla gigantesca el rotativo de la película Casablanca, con Ingrid Bergman y Humphrey Bogard, y escuchábamos la música de fondo compuesta por el vienés Max Steiner, que parecía provenir desde un misterioso territorio sólo habitado por los enamorados platónicos que saben combinar a las mil maravillas los impactos de la música, la política, la imagen y la literatura. Sin embargo, no está por demás decir que yo, en ese mismo ambiente romántico, lleno de candelabros, cuadros alegóricos, bebidas y comidas ligeras, hubiera preferido ver la película que rodó Margareth von Trotta, con Barbara Sukowa en el papel estelar, sobre la historia de Rosa Luxemburgo, o escuchar el musical Rosa, que el elenco teatral Grips puso en escena, con proletarios ataviados con tweed bajo el leit motiv Soy un ser humano, no soy un símbolo.

El tiempo que disfrutamos de una charla amena, nos sirvió para conocernos mejor y seguir intercambiando opiniones sobre temas de interés común. Le hablé de Domitila Chungara, entre otras lcuchadoras sociales bolivianas, y ella retomó la conversación sobre Rosa Luxemburgo, a quien la considera la más democrática de las revolucionarias, antimilitarista y feminista , aparte de que compartía con Carlos Marx su origen judío y sus teorías sobre la necesaria revolución proletaria para liberar a los oprimidos de la explotación capitalista.

En 1898, a los 27 años de edad, contrajo matrimonio por primera vez con el socialista Gustav Lübeck, obtuvo la ciudadanía alemana y se mudó a Berlín, donde enseñó marxismo y economía política en el centro de formación del Partido Socialdemócrata Alemán (SPD). Allí militó activamente con la fracción más izquierdista de este partido, hasta que en 1914 se opuso radicalmente a la participación de los socialdemócratas en la Primera Guerra Mundial, por considerarla un «enfrentamiento entre imperialistas», pero los representantes socialdemócratas, a quienes no dudó en tildarlos de nacionalistas y contrarrevolucionarios, votaron a favor de la intervención armada; una decisión que le afectó emocionalmente a Rosa Luxemburgo, quien incluso llegó a considerar la posibilidad del suicidio, pues el revisionismo, al cual se había opuesto desde 1899, había triunfado y la guerra estaba en marcha.

Poco después, Rosa Luxemburgo y su compañero Karl Liebknecht fundaron el grupo Espartaco -emulando al gladiador tracio que intentó liberar a los esclavos y puso en jaque al imperio romano entre los años 71 y 73 a.C- y editaron el periódico La Bandera Roja, que aglutinó a un grupo marxista revolucionario que dio origen al Partido Comunista de Alemania (KPD), el 1 de enero de 1919, dispuesto a instaurar el socialismo en el país tan pronto como fuera posible. Estaba convencida de que el partido era la avanzadilla del proletariado, una pequeña pieza del total de la masa trabajadora; sangre de su sangre, carne de su carne. Asimismo, consideraba que el deber del partido consiste solamente en educar a las masas no desarrolladas para llevarlas a su independencia, haciéndolas capaces de tomar el poder por sí mismas.

Rosa Luxemburgo, acusada de extremista por sus arengas antimilitaristas y antibelicistas, fue condenada nuevamente a la prisión. Esta vez por dos años y medio, desde julio de 1916 hasta el 8 noviembre de 1918. Durante el tiempo de su cautiverio no dejó de leer ni escribir en su celda; es más, se dio modos de hacer llegar cartas clandestinas y mensajes cifrados, por intermedio de su fiel amiga y secretaria Mathilde Jakob, a su compañero y segundo esposo Leo Jogisches.

En concepto de sus biógrafos, sus cartas desde la cárcel son literatura y documentos históricos que marcaron una época vital en su actividad política. A esa época pertenecen varios de los artículos que escribió y publicó bajo el seudónimo de «Junius», y el ensayo «La revolución rusa» (1916 -1918), en el cual criticaba, con lucidez y criterio constructivo, el modelo de dictadura proletaria instaurado en Rusia, porque consideraba que esta revolución no podía exportarse a otros países, aunque no admitía la teoría del socialismo en un solo país, y que el verticalismo de su organización representaba un peligro para la democracia del partido. Sus palabras fueron tan certeras que, tras la muerte de Lenin, el estalinismo burocratizó el partido y desató una persecución contra los mismos artífices de la revolución de octubre.

El último año de su vida, enfrentándose a sus enemigos con el mismo coraje de siempre, participó en la frustrada revolución de 1919 en Berlín, aun cuando este levantamiento tuvo lugar en contra de sus consejos. La revuelta fue sofocada por el ejército y por miembros de los «Freikorps» (grupos de mercenarios nacionalistas de derecha); ocasión en la que cientos de personas, entre ellas Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, fueron encarceladas, torturadas y asesinadas. Nunca se llegaron a esclarecer los hechos en su totalidad, y Waldemar Pabst, el entonces joven oficial de guardia de caballería prusiana, quien dio la orden de arresto, murió en su cama a los 90 años en Düsseldorf, después de haber ejercido con éxito el comercio de armas, haber colaborado con el régimen nazi, y sin haber sido acusado jamás por el asesinato de Rosa Luxemburgo y los demás revolucionarios que ofrendaron sus vidas a la causa del socialismo.

Desde su trágica muerte no faltaron hombres y mujeres que retomaron su antorcha de lucha, aunque su legado teórico fue motivo de controversias; Lenin refutó sus críticas comparándola con un águila con vuelo de gallina, Stalin la acusó de centrista, en tanto Trotsky, quizás el que mejor interpretó sus críticas contra la organización burocrática del partido y sus ideas de una revolución internacionalista, la reivindicó como la inspiradora de la revolución permanente.

Es verdad que la desaparición de Rosa Luxemburgo privó al socialismo internacional de una de sus más brillantes exponentes, pero es verdad también que su pensamiento ha logrado sobrevivir a su muerte y que su cruel asesinato la convirtió en una figura emblemática en el ámbito de quienes, además de seguir leyendo sus libros más conocidos, como Reforma o Revolución, Huelga de masas, partido y sindicato, La acumulación del capital y La revolución rusa, hicieron carne de su carne la famosa frase que escribió desde la prisión en junio de 1916: La libertad siempre ha sido y es la libertad para aquellos que piensan diferente.

Muy entrada ya la noche, y luego de haber intercambiado opiniones con Esther Andradi, abandonamos el restaurante y caminamos rumbo a la estación de Potsdamer Platz, en cuyo laberinto hecho de comercios, pilares, luces, afiches, gradas mecánicas y rieles, descendimos hasta el andén por donde pasaría el metro en dirección al centro de Berlín. Nos metimos en uno de los vagones y avanzamos un par de estaciones, hasta que Andradi se alistó para apearse antes que yo. Nos miramos fijamente por un instante, casi sin cruzar palabras y, convencidos de que compartíamos varias inquietudes en lo político y literario, nos fundimos en un caluroso abrazo de compañeros, poco antes de despedirnos con la misma emoción que afloró al conocernos por primera vez en el Berlín de Rosa Luxemburgo.

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(*) Periodista y analista.

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