Cuentos para crecer: Una ciudad, dos hermanos

Una ciudad, dos hermanos

Una ciudad, dos hermanos

Hace mucho, mucho tiempo, el rey Salomón reinaba en la ciudad de Jerusalén. Durante su reinado, mandó construir un magnífico templo para su pueblo, un edificio único, un lugar santo. Todos los días, el monarca, sentado en su palacio, recibía la visita de sus súbditos, a los que ofrecía consejo si se lo pedían o a los que juzgaban si habían infringido sus leyes.

Un día, se presentaron ante el rey dos hermanos. Su padre había muerto hacía poco y discutían por quién debía heredar sus tierras. Acudieron al rey para pedirle consejo.

—¡Según la ley, tendrían que ser para mí! —dijo uno de los dos hermanos.

—¡Es justo que yo reciba mi parte! —dijo gritando el otro.

El rey, que era sabio, primero se limitó a escucharlos. Cada vez chillaban y se enfadaban más hasta que el rey levantó la mano ordenando silencio.

—Os contaré una historia —les dijo— que sucedió hace mucho tiempo, mucho antes de que aquí hubiera una ciudad, mucho antes de que en esta tierra se hubiera levantado un templo.

La que sigue es la historia que les contó el rey Salomón.

Hace muchos, muchos años había un valle surcado por un río que se abría camino dando vueltas y más vueltas por entre las montañas, al este, dirigiéndose después hacia el mar, al oeste. Bordeaban el valle pronunciadas pendientes cubiertas de olivos y almendros. Cerca del fondo del valle, donde el río trazaba un recodo siguiendo la falda de una rocosa montaña, había dos pueblos, formados por un puñado de apiñadas cabañas de piedra, tiendas negras y corrales para los animales. Dos hermanos cultivaban unos campos situados en el valle, a medio camino entre ambos pueblos, cuyo suelo era rico y profundo, perfecto pa ra la labranza.

El hermano mayor vivía en un pueblo a uno de los lados del valle, un poco más arriba de los campos que compartían. El más joven vivía en el otro pueblo, un poco más abajo de la tierra que cultivaban. Un par de caminos conectaban los dos pueblos: uno pasaba por encima de la montaña que los separaba, el otro atravesaba el valle y pasaba junto a los campos.

Todos los otoños, tras las primeras lluvias, los dos hermanos agarraban su burro y juntos araban la tierra y hacían la siembra. Todos los inviernos, las semillas germinaban e iban creciendo hasta la primavera. Entonces, la cabecita que coronaba los tallos se hinchaba y maduraba hasta que a principios del verano adquiría un color dorado. Era el momento en que los dos hermanos segaban el trigo con sus hoces, lo trillaban y guardaban el grano en sacos.

Una vez terminaban todas estas labores, los hermanos contaban los sacos y los repartían a partes iguales, la mitad para cada uno. Les tocaba la misma cantidad de paja para los animales y de trigo para molerlo, convertirlo en harina y después hacer el pan con él.

Luego llegaba el otoño y, con él, el momento de empezar a labrar la tierra otra vez. Y así iban pasando los años.

El hermano mayor se casó y no tardó en tener la casa llena de niños que alimentar. Por suerte, la parte de la cosecha que le tocaba le duraba siempre hasta el final del invierno. Estaba contento. El hermano más joven nunca llegó a casarse. Algunos decían que no había encontrado a la mujer que le convenía, otros que le gustaba la vida tranquila. Fuera como fuese, también él estaba satisfecho con su suerte.

Un verano, la cosecha fue excelente, mejor que todas las demás. Los dos hermanos apilaron los pesados sacos de grano: veinte para cada uno. Cuando el hermano mayor los tuvo todos bien amontonados, pensó en su hermano pequeño.

—Qué suerte tengo de tener una familia —se dijo—. Cuando sea viejo, me cuidarán. En cambio, mi pobre hermano no tiene a nadie. Tendrá que ahorrar para cuando sea mayor. Él necesitará este grano más que yo.

Y decidió hacerle un regalo por sorpresa. Cuando se hizo de noche, cargó tres sacos de grano en su burro y subió con él montaña arriba, por detrás de su casa, y después bajó por el otro lado hasta llegar al pueblo de su hermano. Era una noche muy oscura, nublada, sin luna ni estrellas que iluminaran el camino, pero él conocía tan bien el trayecto que hubiera podido llegar con los ojos vendados. Sin hacer ningún ruido, fue de puntillas hasta el cobertizo donde su hermano guardaba el grano y dejó los tres sacos al lado de los que ya estaban apilados. Después regresó para casa, sonriendo al pensar en la cara que pondría su hermano a la mañana siguiente cuando lo viera.

AI día siguiente, después de desayunar, su esposa le preguntó cómo había ido la cosecha.

—Este año sólo diecisiete sacos —le dijo—, pero si no los malgastamos, tendremos suficiente.
Su mujer lo miró con sorpresa.

—¿Solo diecisiete sacos? Si parecía una buena cosecha.

Su marido tan sólo se encogió de hombros y sonrió. Mientras la familia acababa de desayunar, su mujer fue adonde guardaban el grano sin que nadie la vera y volvió al cabo de un momento.

—Marido mío, ¿estás tan cansado que no has sabido ni contar los sacos?

—¿Qué quieres decir? —le preguntó él.

—He ido al almacén y he contado veinte sacos, no diecisiete.
—¡No puede ser!

Pero cuando fue él, se dio cuenta de que así era. ¡Había veinte sacos de grano!

—¿Cómo es posible? —se preguntó—. Debo de haberlo soñado todo.

Aquella noche, después de la puesta de sol, volvió a coger tres sacos y los llevó al cobertizo de su hermano. Esta vez, para que el burro no se cansara, tomó el camino que pasaba por el valle. A la mañana siguiente, después de desayunar, le contó a su mujer que, al final, sólo tenían diecisiete sacos ya que había regalado tres. Se puso un dedo en los labios:

—Es un secreto —dijo susurrando.

Su mujer le miró con suspicacia.

—¿Estás seguro? —le preguntó.

—Pues claro que lo estoy. Ven, te lo enseñaré.

Pero cuando fueron a contarlos, vieron que volvía a haber veinte sacos.

A su mujer no le hizo ninguna gracia.

—¿Por qué me tomas el pelo de esta manera? —le preguntó—. Deberías decirme la verdad.

—¿Será acaso un milagro? —se preguntó el hombre—, ¿o será que me hago viejo y ya no me acuerdo de nada?

La tercera noche, después de la puesta de sol, volvió a salir con tres sacos más, decidido a hacerle el regalo a su hermano costara lo que costara.

Tres días antes, el hermano más joven, justo cuando acababa de descargar el último saco, pensó en todas las bocas que su hermano mayor tenía que alimentar.

“Necesita el grano más que yo —pensó—. Ya sé lo que haré. Sin que lo sepa, le dejaré tres sacos de los míos al lado de los suyos, y por la mañana se llevará una buena sorpresa.”

Cuando hubo oscurecido, cargó tres sacos en su burro y, bajo un cielo sin estrellas, tomó el camino del valle para ir al pueblo de su hermano y, una vez allí, entró en el almacén donde se guardaba el grano.

Al otro día, el hermano más joven notó algo extraño. En su cobertizo había demasiados sacos de grano. Los contó… y había veinte. Si había regalado tres, sólo tendrían que quedar diecisiete. ¿Cómo era posible que hubiese veinte? ¿Lo habría soñado?

Se pasó todo el día dándole vueltas y cuando se hizo de noche volvió a cargar tres sacos de grano sobre su burro, decidido a ayudar a su hermano. Esta vez, tomó el camino más corto que subía montaña arriba, volvió a dejar tres sacos en el almacén de su hermano y sin que nadie le viera regresó a casa.

A la mañana siguiente, volvió a contar los sacos que ten nuevo contó hasta veinte. “¿Pero cómo puede ser? Deben de ser imaginaciones mías —pensó—. Esta noche, de todos modos, se los llevaré de verdad.”

Aquella noche, por tercera vez, volvió a recorrer el camino de la montaña para ir al pueblo de su hermano. Esta vez había luna llena y la noche era muy clara. Cuando llegó a lo más alto de la montaña, vio a su hermano que se dirigía hacia él con su burro. Era como si estuviera caminando en dirección a su propio reflejo.

Sin decirse una palabra, los dos entendieron por qué se habían encontrado en el camino. Y sus corazones se llenaron de alegría al darse cuenta del amor fraternal que les unía. Aquella montaña, entre los dos pueblos, fue el lugar donde se fundó la ciudad de Jerusalén. En el mismo sitio en el que se encontraron los dos hermanos, un lugar santo, se construyó el templo sagrado.

Con estas palabras, Salomón terminó la historia. Los dos hombres se quedaron en silencio, y todos los que estaban en la sala esperaron a oír qué dirían. Al cabo de mucho rato, el mayor levantó la mirada.

—Hermano —dijo—, lo que una vez fue de nuestro padre ahora es nuestro. Ni tuyo ni mío, sino nuestro, y tenemos que compartirlo.

Los dos hermanos se abrazaron y abandonaron la sala cogidos del brazo. Desde entonces, ellos y sus familias vivieron felices juntos. Y no había historia que sus hijos escucharan con más atención e interés que la de los dos hermanos, la historia que el sabio rey Salomón les había contado a sus padres.

Una ciudad, dos hermanos

JERUSALÉN

Sí alguna vez vais de viaje y os encontráis en ese punto en el que Europa toca con Asia y Asia toca con África, encontraréis una ciudad que rebosa historia y misterio. Atravesad sus murallas, explorad su laberinto de callejuelas y mercados y descubriréis antiguos lugares de oración en cada rincón. También veréis una magnífica mezquita coronada con una gran cúpula dorada, innumerables iglesias y capillas, y una larga pared frente a la cual todos los días rezan miles de personas.

Desde tiempo inmemorial, todos los años es destino de peregrinos del mundo entero que van allí a rezar y rendir culto. ¿Cuál es el nombre de esta ciudad? Los árabes la llaman Al-Quds, ciudad sagrada; en hebreo se llama Yerushalayim; en castellano la llamamos Jerusalén.

Y ¿cómo se creó esta ciudad? Esta narración nos da una respuesta. El cuento se puede oír en las sinagogas de todo el mundo, donde se cuenta como un relato judío. También lo conocen los árabes palestinos que viven en la ciudad y en sus alrededores. Para ellos es un cuento popular árabe.

La historia fue escrita por primera vez hace unos doscientos años por un viajero que en Jerusalén la oyó contar a un campesino árabe. Desde entonces ha ido pasando de unos a otros, de un lugar a otro, recorriendo todo el mundo. No forma parte de ningún libro sagrado ni de los judíos, ni de los musulmanes, ni de los cristianos; se trata más bien de un sencillo cuento transmitido a lo largo de centenares de años, quizá miles, que se ha mantenido vivo gracias a la fuerza de su mensaje.

Jerusalén sigue siendo una ciudad sagrada, que ocupa un lugar muy especial en la historia y en las creencias de judíos, cristianos y musulmanes. En Jerusalén es donde vivió y oró Abraham, y donde nacieron sus hijos Isaac e Ismael. Se cree que tanto judíos como árabes descienden de esos dos hijos de Abraham. Jerusalén fue gobernada por el rey David, tras haber vencido a Goliat con la honda. Poco después, Salomón llegó al trono y mandó construir el templo, que más tarde fue destruido por invasores.

Con el tiempo, Jerusalén fue la ciudad donde Jesús impartió sus enseñanzas. Y posteriormente se convirtió en el lugar desde donde el profeta Mahoma inició su viaje sagrado hacia el cielo para recibir el mensaje de Dios, y donde dos magníficas mezquitas se construyeron en el lugar que ocupaba el antiguo templo.

Desde entonces, Jerusalén ha sido testimonio de múltiples guerras y ha tenido numerosos gobernantes, árabes, turcos y europeos, unos después de otros. Hoy, la ciudad todavía es objeto de cruentas batallas, ya que tanto israelíes como palestinos reclaman su derecho sobre ella.

Quién sabe si algún día habrá paz allí. Quizá si ahora Salomón estuviera vivo podría contar la historia y ayudaría a hallar una solución.

Chris Smith
Una ciudad, dos hermanos
Barcelona, Intermón Oxfam, 2007
(adaptación)

El Proyecto CUENTOS PARA CRECER consiste en la publicación de relatos destinados en especial a niños y adolescentes, así como a todos los que encuentran placer en la lectura.

Debido al tipo de historias ofrecidas, este proyecto permite reflexionar sobre una serie de valores considerados esenciales para el desarrollo del carácter, como la tolerancia, la solidaridad, el espíritu de diálogo y la honradez, proporcionando además un valioso instrumento de aprendizaje.

cuentosn@cuentosparacrecer.com

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