Guillermo Almeyra
La historia es como el mar y las mareas y olas avanzan y retroceden para volver a avanzar impulsadas por los vientos y, cada tanto, sufre violentos momentos catastróficos -sus tsunamis- o parece caer en desesperante calma chicha.
Los grandes hombres, por su parte, tienen la altura de la ola histórica sobre la que se montan y, por consiguiente, en el período de ascenso de la misma abundan quienes, por ejemplo, tienen madera de mariscales de Napoleón o los grandes revolucionarios rusos, con pasta de dirigentes potenciales, que confluyeron en el bolchevismo.
Marx y Engels crecieron montándose en las ruinas imponentes de la Revolución Francesa y Trotsky, como Lenin, en el asalto al cielo de los comuneros parisinos, es decir, en la gran ola anterior a la que ellos mismos comenzaban a subirse. Por eso son hijos de su época, antes que nada y, para juzgar su pensamiento hay que ver qué queda de la misma y ubicarlo históricamente.
El siglo XX fue “un siglo de guerras y revoluciones” que comenzó con la guerra ruso-japonesa que dio origen a la Revolución Rusa de 1905, una revolución campesina y democrática, antizarista, que dio origen a una dirección obrera -los consejos obreros (soviets) de San Petersburgo-, y que fue un ensayo general de la revolución de 1917 pero integró también la ola de revoluciones democráticas con base campesina como la persa o la china de 1910 o la mexicana de 1910-1920.
Fue también un siglo que se apoyó sobre las difundidas esperanzas y las fuertes organizaciones socialistas en todos los países metropolitanos (salvo Estados Unidos) y en muchos de los dependientes, coloniales o semicoloniales de un mundo que se caracterizaba entonces por una abrumadora mayoría de campesinos y por la opresión colonial de la inmensa mayoría de la Humanidad.
Los grandes países imperialistas eran entonces el Reino Unido, Francia y Alemania, seguidas por los imperios ruso y austrohúngaro, y los tres primeros se habían distribuido África, el Pacífico y Asia (donde también actuaban imperialismos menores) y la parte del león estaba en manos de los británicos. Estados Unidos, en efecto, antes de 1914, apenas era una potencia regional que se asomaba al campo de las potencias imperialistas con su intervención en Filipinas, Cuba, el Caribe y Centroamérica y sus incursiones de rapiña en México.
Las guerras interimperialistas entre potencias de capacidad similar estaban, por lo tanto, en el orden del día, desde la segunda mitad del siglo XIX y lo estuvieron durante toda la mitad del siglo siguiente.
La burocratización de los partidos obreros y de los sindicatos había marchado conjuntamente con la transformación de los países europeos occidentales en imperialistas. El Estado se había tragado a los reformistas y estatalistas de Inglaterra y de la socialdemocracia en Bélgica, Alemania, Holanda y en los sindicatos se batían en retirada el anarcosindicalismo y el sindicalismo revolucionario soreliano y se afirmaba cada vez más el llamado socialismo de Estado, o sea, la sumisión del movimiento obrero al Estado, que se basa sobre el carácter burgués del sindicato como negociador del precio y las condiciones de venta de la mercancía mano de obra y su intervención como un actor más en un mercado cada vez más regulado por el Estado capitalista. Eso fomentaba el nacionalismo de los contingentes obreros que más aprovechaban la riqueza (y las fechorías) de su burguesía y su Estado, como el alemán, y creaba en Estados Unidos (donde los socialistas eran muy pocos) un sindicalismo de negocios, ultranacionalista y corrupto.
Todos los socialistas eran conscientes ya desde hacía 50 años de que la revolución no la provocaban ellos con su voluntad sino que era un rayo producido por la crisis del sistema (como cuando la Comuna de París) que creaba a la minoría de revolucionarios la posibilidad de llegar a las amplias masas ya trabajadas por la lucha ideológica antisistémica que libraban diariamente y en todos los niveles de la sociedad los socialistas, con sus círculos de lectura, sus bibliotecas, organizaciones juveniles y deportivas, centros barriales y de asistencia mutua, filarmónicas, allí donde eran legales, o con el monopolio virtual de la resistencia ilegal a la autocracia, como en Rusia.
Para ellos, por consiguiente, no había posibilidad de triunfo de la revolución sin condiciones previas revolucionarias pero tampoco sin partido y sin educación socialista de las masas, al menos obreras, y de un pequeño sector de la baja intelectualidad que hacía de bisagra con los sectores de escasa cultura. Algunos, como Lenin o Kautsky, atribuían a ese pequeño sector -y al partido- el papel de introductores de la teoría y el conocimiento “desde afuera” y otros, como Rosa Luxemburgo o Trotsky mismo, creían que el capitalismo ya preparaba a los obreros más cultos y avanzados a pensar teóricamente y, por lo tanto, que había que apoyarse en las formas concretas en que el proletariado desarrollaba un doble poder (como los consejos) frente al del Estado.
La revolución, para algunos socialistas, comenzaba entonces en las grietas más grandes del capital (las grandes crisis, las guerras desastrosas) como movimientos democráticos, por las libertades y la tierra, constitucionalistas y modernizadores pero, por si dirección y su ritmo mismo, daba la voz cantante al proletariado, organizado, más cultivado, más consciente, que era el eje de la vida económica en las ciudades y, por lo tanto, podía dirigir a la inmensa y dispersa masa campesina.
La revolución democrática y nacional asumía así reivindicaciones sociales obreras y anticapitalistas y una orientación socialista: tal era la tesis de la Revolución Permanente de Trotsky y Parvus, nacida de la experiencia de la revolución rusa de 1905. Además, una revolución que estalla en una ciudad o se extiende a nivel nacional o perece y que irrumpe en un país atrasado o se generaliza propagándose a otros países más avanzados, o se asfixia, degenera, muere. Esa fue la gran discusión de Trotsky con Lenin y los bolcheviques, que defendían en cambio la tesis de una revolución democrática y campesina en una primera fase, pero Lenin en Julio de 1918 adoptó la tesis de Trotsky, que dirigió la insurrección bolchevique, y la historia le dio momentáneamente la razón a la teoría de la Revolución Permanente.
Pero, si bien la revolución socialista amenazó a todos los países derrotados en la Gran Guerra de 1914-1918 (Alemania y los componentes del ex Imperio Austrohungárico, en particular) donde se crearon consejos obreros, ni las alas de izquierda de los partidos socialistas, ni los nacientes partidos comunistas, ni los sindicatos revolucionarios pudieron dirigirla. En los países coloniales, la revolución nacional, democrática y antiimperialista, a falta de direcciones o de núcleos socialistas, siguió direcciones nacionalistas, como en México o en China.
La Unión Soviética quedó por lo tanto sola cuando había depositado todas sus esperanzas de sobrevivencia en la revolución mundial y, además, por el error cometido invadiendo Polonia donde sus ejércitos fueron derrotados, perdió la frontera con la Alemania en crisis. Esa fue, como dice Trotsky, la base principal de la burocratización.
Lenin, en sus últimos escritos, combatió la burocratización del partido bolchevique y del Estado, cada vez más en manos de Stalin, pero quien estudió y combatió ese fenómeno, sobre todo después de la muerte de Lenin, con la Oposición de 1923, primero y después hasta el fin de su vida, fue Trotsky. A él y su libro La Revolución Traicionada, debe la Humanidad no sólo el análisis de por qué surge la burocracia en los países modernos sino también de cuáles son los principales remedios para reducirla (la incorporación de la juventud obrera y de las mujeres al partido, su politización, la democracia partidaria con el derecho a la existencia de tendencias, la lucha contra el nacionalismo y el verticalismo). Porque, para él, como para su compañero y amigo Cristian Rakovsky, en Los Peligros Profesionales del Poder, la burocracia tiene una base objetiva en la miseria, la escasez, el atraso cultural y material, la desmoralización y desgaste de quienes hicieron la revolución pero una base subjetiva en la falta de preparación teórica en el partido y en el conservadurismo de sus cuadros más nacionalistas y atrasados, así como en la fusión entre el partido, que debería ser antiestatalista, y el aparato estatal, que administra el funcionamiento de una economía capitalista en un mundo capitalista.
Para Trotsky, como para Lenin, el socialismo tenía como base fundamental la estatización de los medios de producción, la planificación económica, el monopolio estatal del comercio exterior. Ellos sobrestimaban así las transformaciones jurídicas en la propiedad (la estatización) y la capacidad del Estado de controlar burocráticamente una sociedad cada vez más compleja a medida que reconstruía las bases de la economía y crecía y se diversificaba. Subestimaban al mismo tiempo la subsistencia del régimen salarial y de las viejas relaciones de producción (en las que el patrón había sido reemplazado por el dirigente nombrado por el partido) y la carencia de cualquier control por parte de los obreros. La fórmula “el socialismo es igual a la electricidad más los soviets” confiaba más en la incorporación de las nuevas técnicas (la electricidad) que en los soviets que ya habían dejado de ser organismos de poder obrero y campesino para convertirse en meras correas de transmisión del partido, al que la guerra civil había obligado a ilegalizar además de la lucha de tendencias, que le daba vitalidad, y a convertirse en partido único.
La caracterización que hizo Trotsky de la Unión Soviética como Estado obrero degenerado, que siguió a las sucesivas de Lenin de “Estado burgués sin burguesía” y de “Estado obrero con fuertes deformaciones burocráticas”, era formalista porque los obreros habían sido ya expropiados por los burócratas que, en su nombre, desarrollaban valores y relaciones burguesas que no necesitaban de la propiedad para asegurarles el status de casta-clase privilegiada.
Esa aceptación del carácter aún “obrero” del Estado no capitalista surgido de la Revolución de Octubre llevó a Trotsky, durante muchos años, a una lucha perdida de antemano por la recuperación del cuerpo descompuesto del partido y del Estado y le impidió construir a tiempo y con los métodos adecuados -una clandestinidad en el partido y en sus instituciones- una dirección revolucionaria, facilitando así la cada vez más salvaje represión stalinista, la cual se hacía cada vez más torpe y cruel a la medida en que los errores internacionales de Stalin aislaban más a la URSS de una revolución mundial estancada y la ponían en peligro ante el nazismo y la contrarrevolución mundial, fortalecidos por esos errores.
Poco antes de ser asesinado, Trotsky planteó que el capitalismo -que en esos momentos preparaba una nueva guerra mundial interimperialista en medio de su estancamiento productivo- había agotado sus posibilidades de crecimiento. Organizó la IV Internacional para que un partido mundial de la revolución dirigiese la nueva oleada revolucionaria, que creía seguiría a la guerra, y regenerase la Unión Soviética mediante una revolución política que extirpase a la burocracia manteniendo las conquistas de la Revolución Rusa. Sostuvo también que, si después de la guerra el proletariado mundial no podía hacer la revolución socialista, se instalaría un período de barbarie, la URSS desaparecería y habría que imaginar entonces las bases de un nuevo programa para la reconstrucción de la civilización.
El mundo en que vivimos
La URSS desapareció y el proletariado se transformó y diferenció en muchas capas, que reforzaron la tendencia siempre existente, pero antes débil, a desarrollar en vastas capas una mentalidad de pequeños productores similar a la de las clases medias pobres y a aceptar como naturales la ideología y la dominación del capital.
Vivimos hoy la mayor, más profunda y más extensa crisis que el capitalismo haya conocido pero, a diferencia de las crisis del pasado, no hay quien plantee una alternativa socialista ni hay partidos socialistas de masas y la idea misma del socialismo dejó de ser una esperanza para identificarse, para millones de seres humanos en toda Europa oriental, la ex Unión Soviética, Corea del Norte, China, Vietnam, Camboya y en Cuba misma o con el recuerdo de atrocidades y terribles sufrimientos o, en el caso cubano, con una idea que no moviliza a los que en toda su vida no han conocido sino la escasez y las restricciones de todo tipo.
Las condiciones revolucionarias pueden aparecer y aparecerán, pero no serán los revolucionarios socialistas casi inexistentes salvo al nivel de pequeños grupos los que las aprovechen al menos en un plazo corto previsible. Por eso la Primavera árabe, eco postergado de la Primavera de los Pueblos de 1848 en Europa que dio impulso posteriormente al socialismo y al movimiento obrero, ve hoy empantanarse su impulso democrático, nacionalista y antiimperialista en la ciénaga de los conflictos religiosos, regionales y étnicos y surgen regímenes bonapartistas apoyados en las fuerzas armadas que tratan de aplastarla.
Desde el fin de la Segunda Guerra mundial ha habido un crecimiento enorme de la capacidad productiva del capitalismo, que hoy abarca todo el planeta, y el capital financiero, internacionalizado, dirige todo el proceso y tiene a los Estados a su servicio. El proletariado se ha transformado profundamente. En los países industrializados el índice de sindicalización es bajísimo, los trabajadores industriales no representan sino cerca del 12 por ciento de la Población Económicamente Activa (menos que los que trabajan en Servicios y menos también que los precarios, cada vez más numerosos y mal pagados); cerca de la mitad de ellos, como en Francia o en Italia, votan por partidos xenófobos y chauvinistas de extrema derecha mientras la mayoría aplastante de los obreros (socialdemócratas, socialistas, nacionalistas en los países como Argentina, Bolivia, Venezuela o Brasil) sólo esperan un “capitalismo humano”. Los anticapitalistas, como en el siglo XIX, en tiempo de Marx, son absolutamente minoritarios en todas partes. En las elecciones italianas (de febrero próximo) las encuestas dan, por ejemplo, entre 1.5 y 2.5 por ciento a los grupos que dicen ser socialistas -algunos de los cuales formaron sin embargo parte de gobiernos capitalistas-. El capitalismo incorporó a su arsenal centenares de millones de trabajadores con salarios bajísimos y condiciones de trabajo propias de la época de Dickens que en la ex URSS y en China y todo Oriente aceptan el capitalismo como marco social único y natural.
Los ataques neocolonialistas del imperialismo (como en Irak, Afganistán, Libia o las acciones de Israel en Palestina) son cosa de todos los días y no despiertan ya la solidaridad internacional que tuvieron los combatientes de Corea del Norte en los sesenta o de Vietnam. Esas guerras neocoloniales localizadas alimentan a las industrias de guerra, refuerzan el peso del complejo militar industrial en los respectivos Estados y forman parte de una lucha sorda entre las potencias por la redistribución del control de los recursos vitales y estratégicos (combustibles, agua, mares).
Los distintos imperialismos siguen teniendo intereses propios y tienen continuas diferencias con sus aliados, como lo muestran las guerras neocoloniales de Francia en África, pero es impensable hoy una guerra interimperialista (los países europeos occidentales, por ejemplo, fabrican en común su armamento) e incluso es muy improbable a corto o mediano plazo una guerra de cualquiera de los imperialismos con China, que los sostiene a todos comprándoles bonos y empresas y que es el principal socio comercial de las transnacionales).
No hay pues una visión propia de los obreros, diferenciada a nivel mundial, pues cada contingente desempeña un papel secundario a nivel nacional, no se siente parte de una sola clase mundial, lucha apenas por reformas que mejoren su nivel de vida o que frenen algo el empeoramiento del mismo. El Partido Mundial de la Revolución Socialista con el que Trotsky soñaba no existe ni siquiera en proyecto y no tiene bases materiales ni siquiera una revista teórica que analice el mundo actual y formule alternativas creíbles. Sólo se llega al nivel del intercambio de informaciones y de intervenciones político-organizativas apenas puntuales. No hay así construcción paulatina de conciencia socialista, educación socialista a partir del balance de las luchas y de las experiencias, limitadas es cierto, de autoorganización y autogestión o de desarrollo de elementos de doble poder, como las policías comunitarias armadas y los tribunales populares en el estado de Guerrero, en México, o en las fábricas ocupadas y en autogestión, en Grecia, España, Francia, Argentina, Uruguay.
En ninguna parte del mundo existe una situación revolucionaria. En todas partes estamos en efecto ante luchas defensivas de los trabajadores a los que la ofensiva capitalista mundial sigue quitándoles conquistas históricas, como las 8 horas, la prohibición del trabajo infantil, la asistencia social, las leyes de protección laboral. Esta ofensiva capitalista va acompañada por una depredación sin límites de los bienes comunes y de los recursos ambientales sin que se alce contra eso, salvo en casos excepcionales, como en Cajamarca, Perú, una protesta social de magnitud tal que frene al gran capital.
La alianza entre los obreros (reducidos a un peso mínimo y todavía reformistas y bajo la dominación capitalista) y los sectores no capitalistas de las zonas rurales, subsumidas por el capital y en proceso de emigración hacia las ciudades o hacia otros países, en estas condiciones actuales no aparece posible porque los primeros confían en mejorar algo su situación en el marco del capitalismo y los segundos ven al capitalismo como lo único posible y prefieren emigrar hacia dónde puedan ganar algo más o encerrarse en la utopía del aislamiento.
Allí donde la crisis de hegemonía del imperialismo estadounidense ha dejado mayor margen al desarrollo de las debilísimas burguesías nacionales, éstas están subordinadas al capital financiero internacional y las tareas democráticas que les habrían correspondido no son llevadas a cabo por el proletariado nacional como líder de la entera nación oprimida y explotada sino por aparatos estatales nacionalistas distribucionistas y asistenciales que se apoyan en “el pueblo” indiferenciado, frenando e impidiendo el avance de los obreros y desde el Estado quieren reanimar y alimentar a esas burguesías nacionales . Esos gobiernos bonapartistas “progresistas”, no rompen con las políticas neoliberales que los atan al capital financiero internacional y se dan como objetivo un utópico capitalismo según ellos justo y productivo, no un cambio revolucionario de sistema. De las frondosas burocracias estatales y partidarias que fomentan surgen sectores capitalistas especuladores, corruptos que infectan el aparato estatal capitalista a todos los niveles. El repudio a una política mundial que reduce constantemente los márgenes a la ciudadanía y los derechos democráticos y sociales conquistados durante el último siglo gracias al temor de los capitalistas a la posibilidad del socialismo, no supera aún el nivel de los movimientos democráticos de masa, de las llamadas “revoluciones cívicas”, en la que los obreros son una parte menor y no diferenciada. A eso se une la burocratización y cooptación por el Estado, como en Bolivia, de las direcciones de los movimientos sociales y de los sindicatos y la transformación de esas fuerzas sociales en base de apoyo para realizar una política capitalista de modernización del país, un neodesarrollismo basado en el extractivismo y en la depredación ambiental que confunde crecimiento económico con desarrollo social y zapa las bases mismas del apoyo popular al gobierno “progresista” de la pequeñoburguesía.
Los grandes movimientos nacionales y democráticos en ninguna parte del mundo, salvo quizás, y muy en parte, en Grecia, tienen una dirección orientada al socialismo o con peso proletario. Vivimos a escala mundial, y esa será la situación durante unos lustros, en la necesidad de terminar la Revolución Francesa, con la República de los ciudadanos, no aún de reproducir la Rusia de los consejos.
Trotsky tenía razón cuando decía que las tareas democrático-burguesas no podían ser ya dirigidas por las burguesías “nacionales”, integradas en el capitalismo financiero mundial en forma subordinada. Pero, al no poder ser dirigidas por los trabajadores en el sentido más amplio del término, simplemente son postergadas y se crea una situación de crisis social y económica permanente y prolongada que abre la posibilidad de una catástrofe ecológica mundial o de aventuras militares que escapen del control, o sea, de una larga fase cada vez más bárbara.
De los grandes aportes de León Trotsky subsiste en primer lugar la confianza en los trabajadores, en la juventud, en las mujeres y la necesidad de apoyarse en ella y de construir sobre ella, cualesquiera sean los plazos. Es actual, igualmente, la necesidad de combatir en todos los campos la ignorancia, la miseria cultural, la brutalidad, el desprecio por las ideas, o sea las bases subjetivas de la burocratización de los grupos y partidos que deberían combatir a su vez la burocratización de los sindicatos, como instituciones reformistas, y las burocracias estatales “progresistas”. La lucha por la democracia más amplia posible en los partidos que se dan como objetivo el socialismo sigue siendo inseparable de la afirmación de la democracia como terreno de maduración del proletariado en esta dura fase del siglo XXI en su camino a la formulación de programas anticapitalistas.
El concepto del partido bolchevique, nacido en la lucha clandestina contra el zarismo y desarrollado en la fase del ascenso revolucionario de 1918/1919, es en cambio obsoleto en las nuevas condiciones mundiales, igual que el de un Partido Revolucionario Mundial, pero no lo es el de un partido en lucha a muerte con el capitalismo y, por lo tanto, obligado a asegurar su permanencia y sobrevivencia con medidas de autodefensa y si es necesario de clandestinidad.
La visión mundial, planetaria, de la lucha de clases y de la construcción del socialismo que, como sostenía Trotsky, es imposible en un solo país, es fundamental y buena parte de los errores y desastres sufridos por la Unión Soviética o incluso por Cuba, se deben a la visión estrecha y nacionalista de los dirigentes de los respectivos Estados y demuestran una vez más la importancia de Trotsky como teórico marxiano de nuestro tiempo. Trotsky no nos basta hoy para responder a todos los desafíos teóricos que enfrentamos -como la elaboración de programas de transición precisos para la reconstrucción de la independencia de clase de los trabajadores y de los oprimidos- pero sin él y sin sus concepciones sobre el desarrollo desigual y combinado que muestra cómo en un solo proceso actúan en interrelación y se interinfluencian distintas revoluciones y luchas culturales o sobre las tijeras entre la ciudad y el mundo rural y sin su internacionalismo, careceríamos de instrumentos para intentar comprender la realidad para transformarla.
Se trata de una semblanza de Trotsky que se vuelve un intento de análisis de lo que pasa en nuestro mundo, y degenera en una admisión de que es demasiado complejo para entenderlo. Se puede decir que nuestra situación es inédita, y que los referentes del pasado no tienen validez ahora, y que hay una grave crisis de todos los sistemas, y que de ahí tiene que salir algún otro paradigma; no se sabe cómo: a lo mejor la extinción de la especie; y digo «lo mejor» por el problema ambiental.