Centralia │ Pensilvania, Estados Unidos
El pueblo que ardió… y nunca dejó de arder
- Una mina de carbón arde bajo la superficie.
- En su apogeo llegó a los 2700 habitantes, pero hoy no son más de cinco.
- El único edificio que sigue en pie y a salvo es una iglesia.
Literalmente.
Antes de que se pusiera de moda decir que “todo está en llamas”, Centralia ya llevaba ventaja: desde 1962 —cuando Kennedy aún era presidente, cuando los Beatles no habían cruzado el Atlántico y cuando ni siquiera existía el cassette— un gigantesco incendio subterráneo devora el carbón que yace bajo el pueblo. Y sigue, como si el tiempo no significara nada.
Todo empezó, como empiezan la mayoría de los problemas importantes, con una buena idea mal ejecutada: quemar basura.
La ciudad decidió limpiar un vertedero que quedaba, casualmente, justo encima de una conexión con una mina de carbón abandonada. La chispa bajó por una grieta. El carbón hizo lo que hace el carbón rodeado de oxígeno: arder. Y el fuego bajó al infierno personal de Centralia, donde encontró alimento para durar… bueno, hasta hoy.
El incendio es subterráneo, pero su presencia se manifiesta: grietas que escupen humo caliente, suelo que se derrumba sin aviso, temperaturas imposibles a unos centímetros de la superficie. El mismo gobierno federal admitió que no había forma práctica de apagarlo. Así que tomó otra decisión: sacar a la gente.
Durante los años ochenta y noventa, el Estado compró casi todas las casas del pueblo. La mayoría de los habitantes se fue. El código postal fue cancelado. Las calles fueron borradas de los mapas oficiales. Centralia dejó de existir… al menos administrativamente.
https://maps.app.goo.gl/jZqrr9VShoFPHJSc9
Hoy viven unas cuantas personas que se negaron a abandonar la tierra de sus padres (unos héroes de terquedad nacional, habría que decir). No pagan impuestos municipales porque el municipio ya no existe, pero tampoco pueden vender sus casas. El trato es simple: pueden quedarse hasta morir. Luego, el gobierno toma la propiedad. Centralia es una especie de limbo inmobiliario con calefacción natural.
Si un va, se ven señales de un pueblo fantasma que se resiste a aceptar su destino. Se ve nieve derretida en pleno invierno solo en ciertos lugares, como si hubiese dedos calientes bajo tierra. Se ve ventilaciones que exhalan humo sulfuroso. Y se ve la antigua ruta 61 —cerrada por el peligro— convertida en una especie de museo al aire libre, cubierta de grafitis, como si los visitantes quisieran dejar una marca en un lugar que ya no puede marcarlos a ellos.
Lo más extraño de Centralia no es que esté en llamas. Es que el fuego avanza muy lentamente, a unos pocos metros por año, como si caminara con paciencia geológica. Los expertos calculan que podría seguir ardiendo otros dos siglos. Tal vez más.
Centralia es el recordatorio perfecto de que la naturaleza no necesita grandes gestos para recordarnos lo pequeños que somos; basta un descuido y un poco de basura mal quemada. Es también un pueblo que demuestra que algunos lugares no desaparecen: simplemente cambian de dimensión. Pasan del mapa al mito.
Porque Centralia ya no es un sitio: es una historia. Una historia que humea, que vive bajo tierra, que se mueve despacio y que probablemente seguirá quemándose cuando nadie recuerde por qué ardió en primer lugar.
Basado en el libro “Un mundo inmenso, explicaciones de lugares inexplicables”
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